Aunque Santa Águeda sea conocida como la patrona de las mujeres y las enfermedades que las aquejan, en la provincia de Buenos Aires es también reconocida como la patrona de los quesos de oveja. Y es que la primera quesería del país que se registró para hacer ese tipo de productos de especialidad, logró hacerlo únicamente invocando el nombre de esa santa.
Quienes estuvieron detrás de ese trámite fueron Eduardo Zurro y Ana Rodríguez, un matrimonio que en 1992 puso toda la carne al asador para traer las primeras ovejas de la raza frisona al país –específicas para la producción de leche- desde Alemania.
Con la ayuda del INTA, las cinco madres preñadas, que ingresaron por el puerto de Buenos Aires, se convirtieron tiempo después en las primeras en darle leche al tambo que los emprendedores tenían en el partido bonaerense de Las Flores. Sin saberlo, ese desembarco facilitaría el origen de la cuenca lechera de esa zona para el año 2000.
“En toda América no existía esta actividad. Tuvimos que empezar de cero: código alimentario, permisos, habilitaciones, transporte de leche. No existía nada. En Argentina la producción de quesos de oveja fue cotidiana entre 1920 y 1930 con La Vascongada. Estaba lleno de vacas y ovejas criollas. Pero eso luego se abandonó y nosotros tuvimos que iniciar de cero”, dijo a Bichos de Campo Eduardo Zurro.
Pero ese no fue el único impulso que Santa Águeda le dio a la actividad. Habiendo completado la carrera de Maestros Queseros en Barcelona, Ana y Eduardo comenzaron a enseñarle a otros el oficio –ya tienen alumnos con 20 años de experiencia produciendo quesos en México, Colombia y Uruguay- y se convirtieron posteriormente en impulsores de la Asociación Latinoamericana de Queseros.
El boca en boca les permitió llegar a los restaurantes y cocinas de los chefs más exclusivos, pero aun así no perdieron su amor por las ferias de productores locales y los circuitos comerciales de proximidad.
“Los quesos de oveja son estacionales porque ellas tienen ocho meses de lactancia. No se pueden hacer fuera de estación como ocurre con la vaca, por lo que no podemos producir más de lo que ya hacemos. Hasta agosto hay quesos y luego la demanda permanece insatisfecha”, explicó Zurro.
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-Dado que hay todo un mercado por desarrollar, un público insatisfecho, ¿pensaron en crecer más?
-Si vos te pasas de litros de leche, ya tenés que industrializar. Acá se hace todo a mano, desde la mezcla y el corte hasta la cuajada. A mayor cantidad, perdés el gusto. Con medio grado de temperatura hay un queso diferente. Vos no podés dejar que una máquina mezcle leche cuando la leche de todos los días del año es diferente y el producto final tiene que ser el mismo. El chef que abre todos los días un queso tuyo tiene que recibirlo en las mismas condiciones, estandarizado. Eso solo se logra en producciones pequeñas. El mundo de la lechería ovina y caprina está hecho por cientos de personas como nosotros.
Y agregó: “No es lo mismo un queso de pastor con denominación de procedencia que un queso industrial”.
-¿Vos querés conservar esa personalidad?
-Yo soy el precursor. No puedo volverme industrial.
-¿Tenés cierto malestar con la lechería como está concebida en Argentina?
-Tengo cierta bronca con que la gente no pueda probar quesos de calidad, no los pueda degustar. No difundimos información sobre los quesos. Nosotros estuvimos más de diez años luchando para habilitar nuestra planta. Eso es inconcebible en el mundo. Los quesos en el mundo son de venta libre, no tienen un número como en Argentina. Todo el mundo tiene que madurar más de 60 días, que es cuando las enfermedades zoonóticas que tenga el queso no se transfieren al hombre. Vos ordeñar una vaca con brucelosis. Si aquello hubiera durado 60 días no te la contagias. Lo que pasa es que en Argentina no se madura nada, todo es con enzimas.
-¿Y qué te parece que debería suceder con la lechería en general?
-Debería permitirse la existencia de leches diferentes, porque hay terruños diferentes. Eso de que la leche viaje 1.000 kilómetros en camión para llegar a una planta y concentrarse toda, elimina procedencias. En un país con tanta biodiversidad como el nuestro, respondemos a cosas industriales, muchas veces incomibles. Y la gente viene con esto desde hace décadas. Han condenado a la actividad como a los medicamentos: una empresa le pone calcio, la otra lo duplica, una le baja el colesterol, la otra te dice que con eso no te vas a resfriar. No sé si guardar los productos en el refrigerador o en el botiquín del baño. Cuando empezamos con esa historia, nos desviamos del tema fundamental que es, además de comer bien, el placer de estar comiendo algo fuera de lo común.
-Con tantos años en la actividad, ya más de 30, ¿te sentís satisfecho?
-Me siento terriblemente satisfecho. Y se suman todos los días nuevos queseros. Lo que me preocupa a veces es la cantidad de cosas que se hacen mal y no tienen un Estado que las corrija. Me preocupa que no haya técnicos, que el quesero de este tipo sea un loco. Ese concepto hay que sacarlo. Hubo mucho quesero, siempre muy bueno, con quesos de enorme calidad que llevaba a Buenos Aires sus productos en el baúl del auto. Ahora es como si llevara cocaína en vez de quesos. ¿Por qué? Porque no había un tránsito federal que te habilitara. Es muy complejo producir en Argentina.
-¿El Estado te entorpece?
-Te entorpece, creo que muchas veces por desconocimiento. Hay que intentar con degustaciones llegar a la gente, para que el quesero que despacha en Buenos Aires no sea un tipo que tiene canastas de mimbre, sino uno verdadero como sucede en el mundo. Las etiquetas deben decir los estacionamientos, deben decir la mezcla de leche. No sé muy bien porque no se usa. No es moda, no le conviene.
-¿Qué le recomendaría al hijo de un productor de leche tradicional que entrega su leche y no sabe lo que pasa con ella, pero que quiere volver al campo?
-Que empiecen lentamente a producir, que se acuerden de cómo sus abuelos hacían queso. Nuestros abuelos han muerto, pero eran italianos que trajeron el esfuerzo, el conocimiento y la cultura en los genes.