Claudia Gallinger dice que estaba predestinada a trabajar y vivir entre los pollos. Su padre fue uno de los productores “integrados” que dieron origen a la avicultura moderna a mitad de los setenta, y mucho más acá en el tiempo en el banco confundieron su apellido y le pusieron “gallina” como alias. Pero ella prefiere ubicar su ceremonia bautismal cuando tenía 2 o 3 años y vivía en el campo, en un pueblo llamado Líbaros, cerca de Basavilbaso. Una tarde se escapó y permaneció escondida en un galpón medio alejado. Alarmada, su madre entró a buscarla varias veces pero no lograba verla: extremadamente rubia, Claudia permanecía acurrucada entre las gallinas doradas.
Al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (Inta) se acercó en 1988 para estrenar su licenciatura en Bromatología colaborando con la bióloga Delia Suárez que, en la experimental Concepción del Uruguay, investigaba el almidón en el arroz. Luego trabajó varios meses “ad honorem” y cuando se quiso acordar ya estaba dentro, formando parte de uno de los primeros equipos del Inta especializados en avicultura.
“Al principio era un equipo enfocado en producción animal, pues aquí la tradición era trabajar en ganadería bovina. Al cabo de un tiempo la provincia le pide al Inta que se implique más en la avicultura”, rememora Gallinger, que ahora lidera un equipo de una docena de profesionales que aportan a este sector desde diversos enfoques. Aunque Claudia dice que les haría falta incorporar más gente y equipamiento, las cosas han llegado lejos, pues el Inta levantó en el lugar un edificio para albergar la primera Unidad de Investigaciones Avícolas, con una inversión cercana a $ 80 millones.
¿Tiene sentido? Claudia contesta: “Estamos en el corazón de la producción de parrilleros. En Entre Ríos tenemos el 50% de la producción nacional, el sector brinda empleo a 17 mil personas y aporta 30% del PBI provincial. Es decir, hay una demanda específica que ha sido vista por el Inta”.
Aunque su especialización ha sido la nutrición de los pollos, por estos días Gallinger se ocupa más de temas de calidad. Por ejemplo, ahora está investigando cómo reducir el porcentaje de daño que se encuentra en las garras de las aves. El tema es importante no solo por una cuestión de bienestar animal sino también por razones económica: China es una gran importadora de garras de pollo para sus espesos caldos. Las paga fortunas pero solo cuando están sanas.
Fue meteórico en las dos últimas décadas el crecimiento de la avicultura. El pollo no solo conquistó el mercado local sino que se empezó a exportar. Y se aprovecha todo. Gallinger visitó hace poco una granja en la que las aves llegaban a 3,60 kilos de peso en apenas 42 días, cuando veinte años atrás se necesitaban más de 60 jornadas de engorde. La pregunta era inevitable y la profesional del Inta se la veía venir. ¿Se usan hormonas?
“Estoy cansada de ese mito. Hay que explicar que no se usan hormonas y hay dos razones para que no suceda. Una es que los ejemplares que se sacrifican están en una etapa adolescente y no tiene sentido ponerle hormonas a un organismo en pleno desarrollo. La otra es que las hormonas deberían ponerse pollo por pollo, y eso de ningún modo es rentable económicamente”, explica. Agrega: “Aparte está prohibido usarlas”.
Según la experta, la mayor velocidad de engorde fue consecuencia directa de una mejora genética y en la alimentación de los animales, sobre todo desde que la ciencia logró sintetizar aminoácidos, que se combinan con las proteínas y constituyen para los pollos una dieta semejante a la que tendría el mejor de los deportistas. Gallinger dice que cuando se retire se dedicará a correr y caminar mucho más de lo que lo puede hacer ahora, porque “el deporte me encanta”. Otra coincidencia que a esta altura no sorprende.
Nota publicada en el Suplemento Agro de la agencia Télam el 30 de junio de 2017, en la sección “Las caras del INTA”.