“Muchos años lo adjudiqué a ser vago, a no querer estudiar, a que no me gustaba… pero luego comprendí que desarraigarme del sur, de mis costumbres y de mi gente me provocó un gran duelo”. Quien habla es Pablo Lagrange, un cocinero oriundo de Cipoletti, Río Negro, que si bien desde hace un tiempo vive en Barcelona y tiene su propio restó (Flora), anduvo “nomadeando” mucho tiempo por todo el mundo, luego de abandonar la carrera de Administración de Empresa y mientras estudiaba cocina.
“Con esta reflexión quiero hacer hincapié en dos cosas”, destaca: “Ser cocinero es extremadamente duro; es bonito también pero es exigente, demandante, eres 24 horas al día cocinero, no te permite ser vago. Y por otro lado la sociedad y las costumbres nos empujan constantemente a hacer cosas, al punto de desconectarnos de nosotros mismos”.
Pablo dice que es cocinero a partir del día que empezó a entender las reacciones que le provocaban mezclar ingredientes y que lo llevó a querer entender cómo funcionaban los procesos dentro de las recetas. “Por primera vez leía, estudiaba, o incluso memorizado contenido que me interesaba, podría decir que me sentí cocinero con 8 años, un domingo a la tarde haciendo un crumble con mi mamá para una tarta de manzana. O a los 20 estudiando cocina en Buenos Aires”, reflexiona.
La cocina fue el medio que le permitió viajar, conocer culturas y costumbres por todo el mundo hasta que a los 27 fue papá y decidió quedarse en Barcelona, donde consiguió su primer trabajo como jefe de cocina de un restaurante local/catalán y, en paralelo, viajaba y cocinaba por distintas ciudades y países con un amigo mexicano que estaba radicado en Londres. Era un ritmo “un poco loco”, asegura, ya que vivía de esta forma 5 días a la semana… así luego de un tiempo eso también cumplió su ciclo y Pablo terminó en Moscú, invitado por un restaurante para servir sus ideas/platos durante 3 meses.
Gracias a esa gran experiencia lo invitaron a cocinar a Londres, luego a Ucrania, y así llegó a Asia y a cocinas de muchos rincones de Europa. “A medida que viajaba la gente me preguntaba de dónde era, de dónde venía, y les nombraba Argentina, así que el fuego, la carne y el asado eran un tópico recurrente, por lo que decidí que el fuego siempre estuviera presente de alguna manera en mis platos y en la mesa”, explica.
“Por ejemplo con presencia de madera, cenizas, calor, ahumando… porque el fuego une y marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. Nos brindó calor, nos permitió sobrevivir al frío, nos dio más años de vida, nos colocó encima de las otras especies animales, comenzamos a comer carne cocida, nos cambió nuestra anatomía, la mandíbula, los dientes. El fuego es un punto de quiebre para la especie, como lo fueron las fermentaciones y la preservación de alimentos”.
Pablo tomó entonces como base de sus menús el fuego y la fermentación, con una degustación en 8 platos que iban desde el norte argentino y cruzaban el corazón del país, la pampa con la vaca hasta llegar al sur con los postres, la montaña, la nieve, los helados, el frío. “Igual, antes de todo eso siempre servía y sirvo una empanada, por varios motivos: me encantan, en cada país que estuve a su manera existe una (con el nombre que sea) y porque tiene un valor emocional, que estando lejos de casa, uno añora: tu mamá enseñándote a hacer el repulgue, el olor del relleno, el ruido de la cebolla rehogándose”.
Pero la “revelación” de por qué hacía lo que hacía a Pablo le llegó durante una entrevista, cuando una periodista luego de escucharlo le dijo: “Entonces usted viaja y cocina para estar más cerca de su casa”.
“Nunca lo había visto así”, dice. “Ella tenía razón y ahí entendí, que yo, como cocinero, era la unión de todos estos puntos, las cocinas, los viajes, las nuevas técnicas que aprendía aplicadas a mis más viejos recuerdos en casa… Puedo decir que la mutación de mi cocina ha sido el resultado del desarrollo y la evolución de mi persona, la incansable búsqueda de mi identidad”.
Y en toda esta búsqueda, en medio de una pandemia global, de no tener dinero para alquilar un espacio y viendo que se seguían cancelando todos sus viajes, comenzó a ofrecer los fines de semana menús degustación envasados al vacío, cocinados y listos para terminar en casa. Al ver que tenían buena aceptación, y que estaría meses así, recicló mesas, puertas, sillas y usó sus ahorros para comprar vajilla y así montar una mesa para 12 personas en la terraza de su casa.
“Considerando que vivo a 10 minutos de Barcelona, en la montaña y rodeado de flora, decidí empezar a ofrecer a la gente que me pedía el delivery, la posibilidad de venir a un espacio al aire libre, íntimo y cuidado, lejos del Covid y del ruido de la ciudad”, explica. “Y así nace Flora, por la necesidad de seguir activos y creativos, sobreviviendo, cocinando y compartiendo. Flora es una plataforma colectiva, una sumatoria de muchos puntos y personas y de mucho aprendizaje. Es un espacio casual, natural, donde el agua no se cobra, no tenemos gaseosas, los vinos son de gente de la zona y el menú no se elige, ya es”.
Pablo explica que en Flora cocinan frente a los comensales y generan un dialogo con la mesa, donde el menú es “la excusa” para poder disfrutar de una vista diferente, de reunirse en una casa ajena, en un momento poco común.
“Elegí ser cocinero el día que llamó mi atención mezclar dos ingredientes, caminar por la calle recolectando hierbas en el medio de una gran ciudad y entendí que hay ideas, creatividad, cultura, subsistencia, ahorro, sentido común y amor detrás de cada plato. Ese día decidí que este oficio, profesión o camino era el que quería para mí”.