No puedo dejar de sentirme extraño ante la dicotomía que experimenté en el transcurso de esta semana.
Por un lado, la mayor parte de los argentinos obsesionados con el dólar ante la pulverización del valor del peso, si es que, acaso, aún conserva valor alguno, pues la moneda nacional se ha transformado en un mero instrumento transaccional que es necesario –como si tuviese lepra– sacarse de encima lo antes posible.
Por otra lado, los “fabricantes” de divisas mirando tristemente cómo, ante las dificultades climáticas, se evaporan buena parte de las divisas que iban a ingresar en diciembre próximo con la cosecha de granos finos.
La principal “industria” elaboradora de divisas –el agro– permanecerá trabajando a media máquina hasta abril del año que viene, cuando comience a ingreso la cosecha gruesa. Hasta entonces, habrá que “apechugarla”.
Esta semana los representantes de la cadena agroindustrial argentina se manifestaron en la Plaza de Mayo y organizaron además un evento en la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, donde presentaron propuestas y un plan de acción para el próximo gobierno.
Básicamente, lo que piden es poder trabajar en paz –como sucede, por ejemplo, en Uruguay, Brasil o Paraguay–, además de contar con la infraestructura mínima indispensable para poder transportar y exportar la producción agroindustrial.
Después del descalabro económico generado por el desastre climático ocurrido en 2022/23, quizás podría esperarse una mayor preocupación general sobre la situación de la “fábrica” de divisas. Pero no es el caso. El tema fue cubierto por medios agropecuarios –como Bichos de Campo–, pero ignorado por la gran mayoría.
Esa indiferencia –que parte de la propia corporación política y, por extensión, se contagia en el grueso de la sociedad– se alimenta en la certeza de que “el campo siempre va a sembrar” y la realidad es que la historia confirma es hipótesis vitalicia.
Sin embargo, esa misma presunción era la que tenían los integrantes del régimen bolivariano una década atrás y así exprimieron al agro venezolano hasta que finalmente lograron provocar una implosión del sector que sigue vigente hasta la actualidad.
Si bien los campos no pueden trasladarse de una nación a otra, la paciencia y las ganas de hacer de la gente que los trabaja no es infinita: puede ser forzada hasta un cierto nivel, pero, una vez superado determinado umbral, se ingresa en una fase de “no retorno”.
Resulta por demás oportuno recordar eso porque, luego de haber sido violado por todos los orificios posibles durante más de dos décadas, el agro, en lugar de ser llevado a alguna oficina de ayuda a las víctimas de vejaciones sexuales, está –cualesquiera sea el resultado electoral de este domingo– siendo preparado psicológicamente para ser sujeto pasivo del derecho de pernada. Cambiará quizás el relato. Pero la vaselina empleada para cometer el acto seguirá siendo la misma.
Es definitiva, detrás de la indiferencia, se esconde la displicencia de la corporación política, que considera que no existe nada más relevante que el Estado, concepto que incluye no solamente las estructuras oficiales, sino también las empresarias que viven de hacer negocios con dineros públicos.
Probablemente no exista grieta más grande que esa en la Argentina, la cual no es visible en la actualidad para la mayoría porque la “máquina” elaboradora de divisas sigue funcionando a pesar de experimentar múltiples obstáculos; pero si algún día llegara a detenerse, entonces la grieta se extenderá lo suficiente para comenzar a deglutir lo que queda en pie.