Por Esteban “El Colorado” López.-
Celebramos el Día de Reyes, de los Reyes Magos, llegados de Oriente a Medio Oriente, a visitar a Jesús, en Nazaret. Grandes y chicos revivimos aquella bella y emotiva leyenda dejándoles pasto y agua para los agobiados camellos, junto a nuestros zapatos con una carta en donde les expresamos nuestros deseos, para encontrar a la mañana siguiente los regalos que ellos nos dejarán.
Una vez más celebraremos algo que sucedió muy lejos de nuestras tierras, de modo que podríamos decirles a nuestros hijos que los magos vienen montados en llamas o en algún otro camélido vernáculo, como la vicuña, el guanaco o la alpaca. Se nos ha representado a un Jesús rubio de ojos celestes, a quienes somos arios, pero bien podría ser representado de tez morena, o como un negrito bien africano, o como un amarillo con ojos rasgados.
En la canción del disco “Navidad nuestra”, el poeta Félix Luna, atinádamente dice que los magos, arrope y miel le llevarán al niño Jesús, recién nacido, y lo arroparán con un poncho blanco de fina lana de alpaca.
Debemos aclarar que dicha leyenda fue evolucionando con los siglos, porque en su origen no decía que fueran reyes ni que fueran tres, ni sus nombres, ni sus colores de piel. Parece que recién en el siglo XV Melchor encarnaría a los europeos, Gaspar a los asiáticos, y Baltasar a los africanos. En ese caso deberíamos seguir completando la leyenda y agregar a un mago americano, representando al continente que recién estarían descubriendo en aquella Edad Media de Occidente.
Por si se le cruzara pensar que los reyes magos no existen, le voy a citar la frase genial del escritor Alejandro Dolina, en sus Crónicas del Ángel Gris: “Los refutadores de leyendas no se limitan a demostrar que el mundo es razonable y científico, sino que también lo desean (ese es su mayor pecado)”.
Si usted ya perdió la esperanza de que el mundo pueda mejorar, yo le digo que prefiero creer en los reyes magos. Es decir que prefiero seguir soñando despierto y de ese modo que mi hija de apenas ocho años de edad no pierda su capacidad de soñar. No seré yo el que le avise que los reyes magos no existen. Déjeme contarle que ella le dejó una cartita a Papá Noel, y al hallar su regalo nos mostró exaltada un papelito con su propio nombre, diciéndonos: “¡Miren, esta es la letra de Papá Noel!”
Los invito entonces a saborear un rico postre criollo, la tradicional Mazamorra, pero con algunas variantes coloridas, y también con algún toque moderno.
Hace muchos años el cocinero Donato me invitó a enseñarle por TV las diferencias de las empanadas de cada provincia. Y luego él me sorprendió con una receta de Mazamorra a la que adjetivó “Brulée”. Sí, Mazamorra Brulée, que es una palabra francesa en participio pasado, que significa quemado o incendiado con fuego, claro.
La mazamorra es un postre a base de maíz, el blanco partido que usted puede conseguir en los mercados. Hoy se come con leche y miel, pero se supone que los Incas la comían con agua.
Antes, al maíz en su cáscara, lo ablandaban con “cenizas de Jume, esa planta que resume los desiertos salinos…”, como poetizó el puntano Antonio Esteban Agüero, y que luego musicalizó el genial santiagueño Peteco Carabajal.
Escuchemos antes de seguir esa canción: “Digo la Maramorra”.
Las cenizas de jume poseen carbonato de sodio, con las que antaño se curaban las aceitunas de modo industrial. Es un arbusto de helechos gigantes del cual, al quemar sus hojas, sus cenizas servían para ablandar el maíz.
Sus cenizas son ricas en potasa, y por eso además se elabora el “jabón de jume”.
De aquí he sacado estos textos:
“Cuentan que en épocas ya lejanas, tal elaboración así como la de velas de sebo, eran motivo de fiestas que prolongaban hasta el amanecer. Precisaban el sitio donde debían reunirse y allí se contaban entre los presentes al guitarrero, al bombisto y al violinista, al curandero, la “traviesa” o bruja, mozos y chinitas; las “maestras” en el jabón y sus ayudantes. Todos cobijados a la sombra de coposos algarrobos, demostraban sus habilidades y su ciencia. Grandes fogatas esperaban a las ollas y tarros, que cargados de agua, huesos y grasas, se afirmaban en trebes y comenzaban a hervir mientras que una chinita, con un mecedor de tala ancho, afectando la forma de una espumadera, batía el contenido a la vez que quitaba las impurezas que aparecían en la superficie. Poco a poco iban agregando cal y ceniza de jume, en proporción tal que no cortara las materias grasas.
Cuando se creía que todo estaba a punto, introducían en la olla un palito que al retirarse, si salía limpio, es porque debía retirarse la olla del fuego. —Le quitaban los huesos y vaciaban el contenido, que era espeso, en una batea de algarrobo donde se enfriaba hasta adquirir la consistencia del jabón-. El jabón medicinal “de vaca”, lo trabajaban en la misma forma, agregándole hediondilla que adquiriera el color verde y fuera más compacto. Lo empleaban en la medicina casera para lavar y jabonar con agua tibia las “almorranas” y los “chupos”. Hoy también lo emplean para suavizar la cara y el cabello.”
Miren este otro texto, muy ilustrativo:
“En un artículo del diario La Gaceta: “Apenas ayer”, el historiador Carlos Páez de la Torre (h), trae a colación el libro “En las tierras de Inti” de Roberto Payró (1867-1928). En su trabajo Payró habla de la mazamorra hacia 1899: “La mazamorra es un cocimiento en agua con sal y lejía de jume del grano de maíz, previamente quebrado con el mortero, y constituye el alimento principal de las clases menesterosas en las provincias del Norte; pues no toda la República Argentina es carnívora, como se cree o afecta creerse, y la observación demuestra que su parte vegetariana no es la más resuelta, adelantada y progresista, aunque puede que sea patriarcalmente la mejor”.
Marco la diferencia que existe entre la mazamorra del Litoral y la del Norte: “En efecto, la del Litoral, revuelta con palo de higuera, bien cocida, helada, con leche gorda y fresca, espolvoreada con azúcar molido, resulta todavía un manjar para muchos criollos recalcitrantes. Pero es que hablo de la otra, de la que se hace allí donde no se ordeña – como no se ordeñaba antes en los inmensos rebaños bonaerenses-, con solo maíz y agua, sin más aditamento que la lejía de jume, simple carbonato impuro de soda.”
La mazamorra se puede hacer con cualquier arrope de alguna fruta, en vez de miel, y queda exquisita. A los chicos se la puede servir con leche fría y azúcar. Los Incas también comían el maíz morado, de modo que usted podría pedírselo a la boliviana de su esquina o en una dietética y así sorprender a sus infantes.
Pero la Mazamorra brulée consiste en batir unas yemas de huevo y luego unirlas con crema de leche, echarle un chorrito de extracto de vainilla, revolver todo con el maíz blanco partido, habiéndolo dejado en remojo desde la noche anterior (y que al no tener ya la cáscara, no necesita ser ablandado con jume), colocar en recipientes individuales, espolvorearlos con azúcar blanca o negra, y hornear 10 o 15 minutos para quemar o dorar o caramelizar el azúcar.
Ingredientes:
- 1/2 litro de crema de leche
- 5 yemas de huevo
- 100 gr de azúcar
- Extracto de vainilla
- ½ kilo de maíz blanco partido.
¡Que lo disfruten en este tiempo de Reyes Magos! Y vaya paradoja que sea un cocinero italiano quien le dio una vuelta de rosca a una receta tradicional para volverla un postre gourmet, que la salvará de no quedar en el pasado, sino que así le augura mucho futuro.