Se llama Ana Valentina Chávez, salteña, casada con Carlos Lewis -a quien hace un tiempo le hicimos una nota- y con quien tiene seis hijos. Juntos, viven en una finca a 2 kilómetros de Coronel Moldes, cerquita del dique Cabra Corral, en un clima que se llama de “chaco serrano”. Su papá fue el renombrado Coya Chávez, propietario de los ómnibus “Luis V. Chávez”, que iban desde Salta capital al Valle de Lerma, y quien le puso el nombre de Ana, el mismo nombre de la finca que poseía en La Viña, “Santa Ana”, por la madre de la Virgen María.
Cuando ella era pequeña, su padre compró una finca en Coronel Moldes, más chica que la de La Viña, y le puso de nombre “Santa Anita” en honor a ella. En 1989, se la dio en herencia para que con su marido, ingeniero agrónomo, dejaran de arrendar y la trabajaran. Allí, Carlos, su marido, plantó tabaco, al que fue tornando orgánico, y después sumaron un criadero de cabras allá por 1994, y comenzaron a fabricar quesos. Pero además fueron creando poco a poco un hostal en el que comenzaron a recibir visitas de turistas y alumnos de escuelas, hasta que lo inauguraron oficialmente en 1998.
Con el tiempo fundaron un Museo del Tabaco, dedicándose también al turismo cultural. Ana, Anita o Valentina además es guía de avistajes de aves o birdwatching, y con su familia está orgullosa de que por quinta vez son ubicados en el primer lugar de Argentina por la cantidad de aves observadas.
En la familia todos colaboraban con algo: Paula, de 31 años, no vive con ellos sino en Moldes, es la RRPP y va a la finca a ayudar sobre todo, en los eventos; Santiago, de 29, es artesano en platería y cuero, hace mates, bombillas, cintos, riendas, se encarga de reparar las máquinas, y de las siembras; Tomás, de 28, estudiante de veterinaria, dibujante y brillante pintor, se encargaba de alimentar las cabras, de las cruzas y de su sanidad, pero ahora fue a trabajar a una finca de Tartagal; Josefina, de 25, es artesana, dibujante y estudia para maestra jardinera; Lucio, de 21, estudia administración de empresas y creó una biofábrica en la finca; y Julián, de 19, estudia veterinaria y atiende los caballos y las vacas.
Ana Valentina Chávez había estudiado de todo, algo de nutrición y luego se recibió de maestra especializada en problemas de aprendizaje, de lo que trabajó en Salta capital. Dejó la docencia cuando comenzó a tener hijos, hasta que nació el último, Julián, en el año 2000, en que decidieron mudarse a vivir y a trabajar en la Finca Santa Anita. Heredó de su madre el gusto por la cocina, sobre todo, de las conservas, los ajíes, las papas, los maíces. Carlos elogiaba lo rico que cocinaban ella y su suegra, la mamá de Anita, al punto que les decía que pusieran un restorán en Moldes, y les gustó la idea. Pero al final, pusieron una panadería que tuvieron desde 1994 hasta 2000.
En aquella panadería, Ana comenzó a ensayar nuevos alfajores mezclando harina de trigo con la de algarroba, rellenos de dulce de leche, hecho con leche de sus cabras, producto que fue premiado en el año 2001 por Slow Food y viajaron a Italia. A sus cabras les daban a comer las vainas de la algarroba.
En 2003, ya viviendo en la finca, decidió viajar todas las semanas a Salta para estudiar gastronomía hasta que se recibió de Chef profesional, especializada en “cocina salteña e identidad”. Hasta hoy es quien prepara los desayunos, almuerzos y cena a los hospedados. Sus hijos hacen de mozos, la ayudan en la cocina, hacen de guías en las cabalgatas y en el museo, ofrecen sus artesanías, pican y arman puros de tabaco orgánico, y en la biofábrica elaboran productos orgánicos.
Ya recibida de chef se dedicó a investigar sobre los quesos, y empezó a elaborar muchas variedades de quesos, y quesillos de cabra, de lo que los italianos llaman de pasta hilada o filata, “pariente” de la mozzarella o del provolone. Se amasa mucho, y se prepara sin necesidad de un fermento, sino simplemente cortando la leche y logrando que la cuajada tenga cierta acidez, y se lo va sumergiendo en agua caliente, nunca hervida, sino a unos 80 grados, para ablandarlo, y se lo va amasando y estirando.
Es algo así como cuando los panaderos pasan la masa por la sobadora, la doblan al medio, la vuelven a pasar, la vuelven a doblar, hasta que la masa queda con un entramado tal, que al tironearla de los extremos, no se abre, sino que “hace fuerza”, o resistencia, dicen ellos, muy común en las masas para las tartas o para tapas de empanadas.
Bueno, algo así se hace con la masa del queso de pasta hilada: se le da una forma ovalada, a la masa, y se la estira, se la dobla, y se la vuelve a estirar, y así la masa del queso se va como “hilando”, entramando; se la vuelve a sumergir en agua caliente, y se la saca para volverla a estirar hasta darle la forma definitiva, similar a la de una plantilla de zapatilla, de unos 20 centímetros de largo y unos 10 de ancho, por medio centímetro de espesor. Hoy se mide su acidez con un pehachímetro o un acidómetro, pero los campesinos y campesinas lo hacen a ojo, al tacto y olfateando.
Me cuenta Valentina que en la época de la colonia había más cabras que vacas en el noroeste y que su modo de conservar la leche era tornándola queso. El quesillo más común se hace con leche de vaca, y el de cabra es más raro, porque es más difícil “hilarlo”, como es difícil hacer mozzarella de queso de cabra, pero también es posible.
En su finca lo han demostrado. Es un queso que debe mantenerse húmedo y se lo envolvía en chalas verdes de maíz o con cáscaras de banana. Con sus quesos de cabra han participado de la Expoláctea que se realiza en la ciudad de Trancas, Tucumán, donde se hacen concursos de quesillos. Fue todo un acontecimiento cuando en 2017 el instituto CERELA, de Tucumán (Centro de Referencia para Lactobacilos) ha logrado que se incorpore el autóctono Quesillo al Código Alimentario Argentino.
Sigue ilustrándome Anita, contándome que el durazno fue traído por los colonizadores y en el noroeste hay una variedad que se ha hecho silvestre, adaptándose al clima de altura, hasta los 2500 metros (snm), en los valles o en los cerros de Moldes, Guachipas o La Viña, o en las quebradas de Escoipe, camino a Cachi, o la del Toro. Es un duraznillo de la variedad Prunus Persica, de una planta mediana o más bien pequeña, y el fruto es más pequeño que el que comúnmente compramos en las fruterías, cuya cáscara casi no tiene pelusa.
En sus orígenes se lo sembró en la región de Córdoba, y se lo llamaba “Durazno de palo” porque su tronco se usaba como leña. Luego, en el norte se lo llamó “Durazno Cuaresmillo”, porque se cosecha en el tiempo religoso católico de la Cuaresma, para finales de febrero o comienzos de marzo. Se caracteriza por tener un carozo muy pequeño y puntiagudo. Se come fresco, y el exceso de producción se seca o deshidrata al sol, a lo que los noroesteños llaman “charqui de durazno”, y los cuyanos llaman chichoca de durazno. Se los enhebra con un hilo y se los cuelga a la intemperie, pero de noche se los resguarda de las heladas, resultando pequeños orejones de cuaresmillos, pelados, y que con la cáscara, Anita me contó que hay una tierna y bella costumbre, en La Rioja y Catamarca, de pelarlos formando una cinta larga con la cáscara, que secan al sol, y con ella realizan figuritas de animalitos, burritos, caballitos, ovejitas, cabritas, sobre unos palitos que usan de guía.
Estas figuritas y los cuaresmillos frescos, en orejones, en almíbar, se pueden ver y comprar en la Feria de Sumalao, entre las poblaciones de La Merced y El Carril, en Salta, que existe desde los tiempos de la colonia, y fue la feria de mulas más importante de todo el camino al Alto Perú, donde se llegaron a vender hasta sesenta mil mulas, y en la cual se hacían los intercambios de animales, mercadería, como sal, lanas, etcétera. Hoy se pueden conseguir dulces de lima, zapallo, higos, duraznos, quesillos de vaca. Llaman pelón al durazno seco, con carozo, y al que le han quitado el carozo le llaman orejón.
A Anita Valentina le gusta la cocina estacional, que aprovecha los productos de cada época del año, y le encanta recorrer los mercados regionales, y las ferias, y brega con su marido para que lo que se produce en cada región se haga de modo consciente y orgánico, y que a los campesinos se les pague un precio justo. Le apasiona la cocina regional, aunque sabiamente se da cuenta de que debe recrearla para conservarla, es decir, para salvarla de que se pierda para siempre.
Así juega a fusionarla con técnicas modernas para que no se pierdan ni los productos ni los platos. Por ejemplo, hace un postre regional a base de quesillo de cabra cubierto de miel de caña o de abejas, dulce de cayote o de cuaresmillos en almíbar, pero lo fusiona con una mousse o una espuma a base de alguna fruta nativa de su misma finca, como naranjas de diversas variedades, duraznos, y también juega con sus otras variedades de quesos de cabra, los adicionados con especias, los de doble maduración, etc, en ensaladas, fondues, y elabora nuevos postres, tortas y demás, con alguna base tradicional o con un producto nativo.
Digno de contar es que Valentina ha creado un queso artesanal propio de pasta semidura, al que llamó “Nuna”, que en qichua significa “alma”, con el que elabora un exquisito postre, entibiándolo en una plancha. Prepara una reducción de almíbar con un delicioso vino mistela de la zona de Molinos, agregándole cedrón del campo o hierbaluisa y pimienta de Jamaica. Luego, lo derrama sobre el original queso.
Desde el año 2003, Anita ejerce la docencia en un terciario de El Carril, de turismo alternativo, enseñando Gastronomía y Sistemas de conservación. Y con su familia están pensando en abrir un restorán en Salta capital y ofrecer empanadas, picadas, escabeches, dulces y tortas caseras, donde su esposo, Carlos, seguramente despuntará su guitarra para extenderse en largas veladas con amigos y buen folklore salteño.
Ya saben, si deciden salir de vacaciones, pueden optar por una estadía en medio de un paisaje conmovedor, pero con mucho valor agregado, cuyo símbolo bien puede ser el abrazo y la emoción, ya que es el que le da esta familia emprendedora, unida, pionera del turismo agrario, comprometida con su comunidad y con su mundo, donde podrán colmarse de saberes con historias, leyendas, personajes, y de sabores salteños al abrigo de los fuegos entre copas y palabras, canciones y guitarras amanecidas.
A esta familia ejemplar le dedicamos “Chaya de la soledad”, de César Perdiguero, por Los Nocheros (aunque también hay una bellísima versión de la salteña Melania Pérez).