Estoy cocinando una crema de limon. Ácida como el día en que Nacho decidió regresar a vivir con su papa.
En un bowl deshago 60 gramos de maizena en cuatro yemas y 100 gramos de azúcar. Pareciera que es un pegote, pero insistiendo un poco con la espátula, la textura se vuelve ligera como esos días livianos, en los cuales la vida me ha hecho alguna caricia entre tantos dolores.
Agrego ralladura de limón, medio gruesa me gusta a mi. Es una garúa amarilla sobre la mezcla naranja, un sol de mis mañanas entrando por la ventana.
En una cacerola está hirviendo la leche, medio litro con otros 100 gramos de azúcar. En el bowl agrego 200 centímetros cúbicos de jugo de limones exprimidos. Exprimir es una palabra que combina con cualquier sentimiento: se exprime un corazón en un abrazo, se exprime el alma en lágrimas, se exprimen las palabras cuando hay tanto que decir y casi nadie que las escuche.
En fin, la mezcla del bowl resulta liviana, es un sentimiento de alivio al aceptar finalmente que he hecho algo muy bien aunque me haya dolido en el alma.
A esta mezcla le agrego lentamente, como se asimilan los días grises aún en primavera, muy lentamente, la leche e integro bien para regresar el contenido a la cacerola a fuego bajo, sin dejar de hacer ochos con una espátula. Juego con la espátula mientras estos ochos me llevan y me traen, me orillan en tranquerones de recuerdos felices, de sonrisas compartidas, de ilusiones que van a estar amaneciéndome al galope otra vez mis días.
En un momento la preparación empieza a espesar, y cuesta un poco que no se pegotee y se desarme. Pero ahora ya es una crema suave y sin grumos que huele al ácido limón y a la dulzura del azúcar que lo espía. Así es la huella, como esta crema de limón, con esos toques ácidos asomados entre la dulzura del azúcar.
En el horno tengo una masa sencilla, una masa que uso para casi todas las bases dulces, cambiándole algún ingrediente para que le pertenezca a cada receta y sea lo que deba ser. Toda una frase esta, sea lo que deba ser. Como el día en que Nacho decidió ir a vivir con su papa, regresar a la ciudad que lo vio aprender a caminar, a dejar el chupete olvidado por las noches, a esa ciudad que me vio caminando con panzas gigantes para mi tamaño y con ojeras negras y sonrisas rojas. Hoy Nacho pego la vuelta a Santa Rosa y yo me quede mirando la luneta del auto de su papa, hecha trizas. A veces uno no imagina lo que es la fortaleza hasta que vuelve a entrar a la cocina y mira a los otros hijos sentados en la mesa jugando al Estanciero, pidiéndonos que les leamos una tarjeta.
Esa fui yo cuando ya la mirada no me alcanzó para ver más al auto. La vida se amasa también, se pone difícil en algunos días, pareciendo que nunca será masa, y en un instante lo es.
Esta masa lleva 300 gramos de harina leudante, 100 gramos de azúcar, 1 huevo y ralladura de limón si la convierto en base para lemon pie, como hoy. Quince minutos de horno fuerte y estará humeante y aromática como para cubrirla con la crema. Antes de poner la crema, si es que no cubro el recipiente en donde aguardaba con film, la mezclo con batidor de alambre ligeramente.
Ahora viene la parte más dulce, la parte en la que ya he aceptado que Nacho necesitaba de su papa más que de mi. Ha sido un terremoto en mi corazón, tras el cual he podido permanecer de pie, he podido seguir con mis otros dos niños colgados de mis días, haciendo con ellos sus tareas, leyéndoles en la cama cada noche aunque estuviera rendida y aún me quedaran tapas de rogel para estirar hasta la madrugada. Siempre recuerdo estas noches largas, cuando los mellis se dormían, y yo ponía a Goyeneche bajito, como susurrándome al oído mientras la puerta del horno se abría y se cerraba sin más.
En un sartén pongo 75 centímetros cúbicos de agua con 220 gramos de azúcar. Mezclo y pongo sobre fuego moderado hasta obtener un almíbar bolita blanda. Mientras tanto, como en esos días en los que me reinventé para sonreír a mis mellis, a pesar de que Nacho estuviese un poco lejos de mi mirada y yo con la lágrima fácil cuando me preguntaban por él.
Bueno, volviendo a la receta de este merengue empalagoso para comer de a cucharadas, mientras tanto en la batidora las 4 claras se marean como la letra de Los Mareados. A mi tampoco me importa que se rían y que me llamen mareada por reír y llorar, o por tomarme unas copas de vino mientras agrego a estas claras espumosas el almíbar en forma de hilo y lo dejo perderse entre la blancura que gira antes mis ojos, hasta que entibia.
Entibia el merengue y ya esta listo para cubrir la crema del lemon pie.
Entibia mi vida ese recuerdo que me ha hecho tan apretado el corazón, que me ha enseñado que los hijos no son míos, que uno no puede hacerles un nido para todas las tormentas, porque también uno debe entibiarse la huella de vez en cuando, con algo dulce o con algo ácido, como por ejemplo, con esta receta para el alma.