“Si limpiamos el efecto puntual de lo que ha pasado con la carne (vacuna), la tasa de inflación hubiera sido del 1,8%”. Así lo indicó el economista y presidente Javier Milei en referencia a la inflación minorista de febrero pasado que fue del 2,4% mensual.
No tardaron en aparecer las burlas frente a tan poco feliz comentario, pues jactarse de que la inflación hubiese sido menor en caso de retirar del índice los componentes que registraron mayores ajustes positivos no parece tratarse de un argumento demasiado sólido.
Es cierto que los cortes vacunos experimentaron un ajuste importante el mes pasado y que el consumidor argentino, a pesar de la suba, sigue optando por ese producto por factores culturales.
En la Argentina la carne –a secas– es sinónimo de carne vacuna porque ese alimento está indisolublemente asociado a la identidad nacional, lo que implica que forma parte de rituales y hábitos sociales que nos definen como integrantes de una comunidad.
La tontería expresada por Milei –es recurrente entre los políticos argentinos buscar en la “carne” la explicación de fallas macroeconómicas– es útil, de todas maneras, para evidenciar algo que es importante y que no recibe la atención correspondiente.
La ponderación de consumo de la canasta básica alimentaria que emplea el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) tiene varias décadas encima y está muy desactualizada, porque contempla un consumo de poco más de cinco kilogramos de carne vacuna y hamburguesas, tres kilos de chacinados porcinos y apenas uno de carne aviar.
Las estadísticas públicas correspondientes al año 2024 muestran que la ponderación del consumo de esos tres productos es bastante diferente: 43,4% de carne vacuna, 41,1% de carne aviar y 15,6% de carne porcina. Con esas proporciones, la inflación registrada por el Indec habría sido claramente inferior.
Por otra parte, al observar la tendencia registrada en los últimos años, puede advertirse que el consumo de carne porcina –fundamentalmente cortes frescos– viene creciendo fuerte en desmedro de la vacuna, lo que tiene lógica económica, dado que el cerdo como proveedor de proteína animal es mucho más eficiente que el vacuno.
Cuando los turistas visitan la Argentina, lo primero que suelen hacer es ir en busca de un buen bife bovino, no sólo porque el producto está presente en el imaginario global como una marca destacada, sino además porque el valor del mismo en el mercado argentino es muy bajo respecto al presente en gran parte del hemisferio norte, donde se trata de un lujo para probar de vez en cuando.
El “factor cultural” argentino es muy fuerte, por cierto, pero tiene un límite claro, que es el bolsillo, razón por la cual el consumo de carne de cerdo seguirá creciendo cada vez más.
Si la Argentina en algún momento llega a generar emprendimientos porcinos con una escala equiparable a la presente en Brasil, entonces el precio del carne de cerdo se va a tornar mucho más competitivo para sacarle más mercado interno a la carne vacuna, que quedará como producto de exportación para generar empleos y divisas.
Al respecto, un año atrás cinco empresas porcinas (Lartirigoyen, Las Lilas, Las Taperitas, La Payana, Los O’Dwyer y Llorente Hnos) crearon el Grupo 5L, que ya cuenta con tres centros de distribución minorista y mayorista de carne fresca y fiambres con marca propia (“Tropa”) en las localidades bonaerenses de Pilar, Caseros y San Miguel. Además, está construyendo, en sociedad con la empresa Cabaña Argentina, un frigorífico gigantesco clase I y II (faena y desposte) en la localidad bonaerense de Gral. Las Heras, el cual comenzaría a funcionar hacia mediados del presente año.
Manejar la propia cuenta de X (ex Twitter) está muy bien, pero siempre y cuando se tenga el recaudo de leer al menos una vez lo que se escribe antes de publicarlo. Porque así, en lugar de decir una pavada, se habría aprovechado la posibilidad para instalar un debate sobre la necesidad de actualizar la metodología de cálculo de la inflación con una ponderación más acorde a los gastos de una familia argentina promedio.