Durante la convención climática COP26, realizada este mes en Glasgow, Escocia, resultó llamativo que la Argentina se quedara afuera de las agendas “de Acción Política para la Transición hacia una Agricultura Sostenible” y “de Acción Global para la Innovación Agrícola”, de las cuales participaron Brasil, Uruguay y Paraguay.
Incluso Brasil fue promocionado como uno de los ejemplos por seguir a nivel global gracias al “Plan ABC”, que se propone abarcar una superficie de 72 millones de hectáreas para reducir emisiones hacia 2030 por al menos 1000 millones de toneladas de dióxido de carbono equivalente (MtCO2eq).
El sector agropecuario es la “carta de oro” para compensar las emisiones de gases de efecto invernadero, dado que, tal como propuso años atrás el Ministerio de Agricultura y Alimentación de Francia con la “iniciativa 4‰”, bastaría una pequeña recuperación de la materia orgánica de todos los suelos –a razón del 0,004% anual– para revertir completamente el cambio climático.
Las prácticas regenerativas, como la siembra directa, los cultivos de servicio y la recuperación de pastizales degradados, son esenciales para preservar la “salud” del planeta y, por extensión, de todas las especies que habitan en el mismo.
Pero las prácticas regenerativas no son “gratuitas”, sino que requieren, además de un mayor esfuerzo intelectual, una enorme inversión en insumos, dado que los procesos agronómicos deben mantenerse siempre activos para darle de comer los 365 días del año a los miles de millones de microorganismos que habitan el suelo.
Para lograr que eso suceda, es necesario que, como mínimo, los productores agropecuarios puedan gozar plenamente del fruto de su esfuerzo, dado que, más allá de los eventuales “golpes” climáticos que son parte de las reglas de juego de la actividad, necesitan recursos económicos de manera constante para mantener la presencia permanente de raíces vivas con rotaciones diversas y múltiples, porque a los microorganismos que residen en el suelo –como a cualquiera de nosotros– les gusta comer bien y variado.
Algunos países incluso creen que es indispensable subsidiar al agro para lograr que eso suceda, con diferentes programas de ayuda y apoyo, o al menos –si se no se tiene mucho presupuesto– dar de vez en cuando alguna palabra de aliento que motive a los productores locales.
Pero en la Argentina, más allá del gigantesco esfuerzo particular que vienen haciendo algunos empresarios agropecuarios para regenerar el nivel de materia orgánica presente en el suelo, a nivel nacional esas prácticas lucen inviables porque el Estado, a través de impuestos y regulaciones, se lleva la mayor parte de los ingresos de las empresas agropecuarias.
Ya sea con tributos, intervenciones de mercado o distorsiones cambiarias, la enorme extracción realizada por el Estado resta o directamente anula la posibilidad de contar con recursos indispensables para implementar prácticas regenerativas, lo que contribuye, en definitiva, a potenciar los efectos nocivos del cambio climático.
No se trata de una cuestión menor, porque, así como es imposible encarar una transición energética sin recursos, también lo es la factibilidad de implementar una producción agropecuaria sostenible sin una moneda en el bolsillo.