No hay que dejarse engañar por el tamaño de la industria molinera argentina. Alrededor de 170 establecimientos compiten por tener un lugar en un mercado que controlan sólo un puñado de empresas. Entonces la puja por diversificarse es moneda corriente, aunque en realidad esconde una gran falencia: no hay mucho trigo de buena calidad (o mejor dicho, no se segrega) para producir harinas premium y productos especiales.
Esa es una de las principales preocupaciones que esboza la agrónoma especializada en molinería Romina Espósito, que se ha empapado tanto en este sector agroindustrial que su trabajo actual es brindar asesoramiento al sector, con capacitaciones que abarcan todo el proceso, desde la compra de trigo hasta el embolsado de la harina, para clientes de todo Sudamérica.
Romina estuvo presente en el congreso realizado por la Asamblea Latinoamericana de Industriales Molineros (ALIM) en Paraguay. Allí, en diálogo con Bichos de Campo, hizo un diagnóstico del sector que conoce y recorre desde muy pequeña, pues desde los cinco años recorre plantas industriales. ¿Por qué? Es hija de fabricantes de zarandas para molinos que la llevaron a conocer casi todos los instalados en el país. Cuando empezó la facultad de Agronomía, su romance con el trigo estaba cantado.
Mirá la entrevista:
Espósito cree que la gran cantidad de molinos pequeños y medianos que existe en el país está atravesando un proceso de diversificación tratando de buscar un nicho de mercado que los contenga y ampare frente no solo a la competencia de los grandes grupos harineros sino también de los operadores marginales, que evaden todas las cargas impositivas.
En ese sentido, el tema de la calidad de harina es fundamental.
“Yo luché toda mi vida por la alta calidad de la harina. Es un tabú para hablar largo y tendido”, señala la agrónoma formada en la Universidad Nacional de La Plata, para dar cuenta de que la calidad no depende solamente de las plantas industriales sino básicamente de los proveedores de trigo, finalmente los productores agropecuarios. Apasionada por el tercer cultivo más producido a nivel global, empezó a trabajar como asesora hace más de 15 años con molinos de todos los tamaños, y si de algo está segura es que hay un problema que debe tratarse de cuajo.
“La molinería está siempre unida al campo, y se ve afectada porque los productores eligen sembrar variedades comunes y no las premium”, apunta. A su parecer, si entre los 6 millones de toneladas procesadas cada año hubiera mayor cantidad de trigo corrector, la calidad de nuestra harina no tendría parangón.
De hecho, en la ecuación que hace a un producto competitivo, Espósito lamenta que actualmente sean los aditivos que se agregan a la harina los que predominan en el mercado, cuando la mejoría debería hacerla el trigo corrector, es decir, aquel que cuenta con un mayor porcentaje de gluteninas y gliadinas y que permite aumentar el volumen final de la planificación.
Para ilustrar lo que señala la especialista, es útil la clasificación que realiza el Comité de Cereales de Invierno de la Comisión Nacional de Semillas (CONASE), que discrimina tres grupos de calidad panadera. Lo que se conoce como “trigo corrector”, es el que pertenece al grupo 1, de la más alta calidad y apto para la panificación industrial. Existe una gran diferencia entre esas semillas y las de los grupos 2 y 3, que tienen buen rinde, pero requieren de mayor tiempo de fermentación y disminuyen en su calidad.
Diferenciar lo que llega al molino, desde campos, cooperativas u otros intermediarios, es una instancia clave para que luego pueda sacarse provecho de los granos que se tienen. Ahí es donde el proceso de calado y los análisis de laboratorio se tornan fundamentales.
“La recomendación que damos siempre es segregación en origen, es decir, segmentar en los silos por calidad y grupo de gluten. Eso te permite ser más independiente“, explica Espósito.
Queda claro que, más allá de la decisión individual de cada productor, de los que hay miles por ser un sector atomizado, se necesita un modelo macro que impulse un trigo de mayor calidad. Esa es la apuesta que lleva adelante Paraguay, en busca de variedades de trigo que se adapten a su clima.
Suena sencillo. Entonces, ¿por qué no lo hace Argentina? “Yo creo que es un tema político-económico”, esboza Romina, que lo vincula al eterno tormento que generan los precios mínimos y máximos de los commodities, y la persistencia de retenciones. La clave, entonces, sería vender cada vez menos trigo como grano y apuntar a agregar valor para incentivar la producción de grupo 1.
Los productos farináceos son el principal alimento de los argentinos, con un consumo promedio de 94 kilos por persona al año, que equivalen a unos 125 kilos de trigo. Pero también del mundo. Afuera hay un mercado enorme en el que el país sólo se inserta parcialmente, al exportar como harina sólo el 10% de lo que procesa. También al procesar sólo un tercio del trigo que produce.
Sobre esto ya advirtió hace meses Apymimra, la entidad que representa a pequeños molinos del país, que lamenta que haya mucha capacidad ociosa y estima que podría procesarse unos 4 millones de toneladas adicionales de trigo para exportar con valor agregado cerca del 50% de la producción nacional del cereal.
En el fondo, es una puja de antaño: Por un lado, industriales que quieren agregar valor; y, por el otro, un modelo de exportación de commodities que no provee de trigo de calidad a los molineros pero vende granos sin procesar en cantidad al exterior.
Lo ratificaron los Molinos Pyme en su momento y también lo destaca la agrónoma consultada: según Romina, en Argentina hay una gran oportunidad y capacidad para producir no falta. En el diagnóstico que hace, Espósito destaca que “la molinería argentina se fue modernizando”, y observa que se ha incrementado la cantidad de molinos chicos, que procesan hasta 110 toneladas por día.
En este sendero hacia las harinas de calidad, ser más grande no es necesariamente mejor. “La maquinaria, el proceso y la gente capacitada es lo que hace la diferencia y yo creo que a nivel técnico están bien y compiten” los molinos chicos, puntualiza la especialista, cuyo trabajo es, precisamente, lograr que esos establecimientos concentrados en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos funcionen mejor.