Se llama “La Franqueza”, pero se podría llamar “El Entusiasmo”; no lo digo, pero lo pienso mientras hablo con Juan Carlos García, incluso intuyo que ese será el inicio de esta nota. Es la mañana bien temprano y estamos conversando en su oficina que está en la parte de adelante de la fábrica de chacinados ubicada en Tres Lomas, provincia de Buenos Aires.
Criado en el campo, fue el único de entre sus hermanos que pudo estudiar. “Comía unos huevos fritos al plato que me hacía mamá en la cocina a leña y me iba a la escuela”, ilustra. Y, por supuesto, ayudaba a su padre en todas las tareas rurales: también fue con él que aprendió a hacer chorizos y otros embutidos. La vida era dura, pero era lo que conocía. El servicio militar lo mandó a San Martín de los Andes y allá lejos se enteró por carta que sus padres habían dejado el campo y se habían ido a vivir al pueblo.
La decisión lo tomó por sorpresa, pero también la comprendió. Era tiempo de buscar otro rumbo, además “no quería volver al tractor”. En el pueblo trabajó en lo que pudo y poniendo mucha garra, logró ahorrar y logró comprarse un terrenito. “Primero pensé en un auto, pero me dije: ‘¿con qué plata le voy a poner nafta?’”, me cuenta entre risas. Pero más allá de la broma ya estaba en Juan Carlos ese fuego por crecer, por salir adelante, por lograr cosas y un bienestar económico. Aún hoy, 50 años más tarde, se le nota el entusiasmo.
En esa búsqueda se encontró con Beto, un conocido del barrio. Y una tarde, mientras jugaban al billar, Beto le propuso poner una pizzería. ¿Pero dónde? “En Epecuén, que ya era una ciudad turística y teníamos chance de que nos fuera bien. Y nos fue muy bien. Ahí aprendí a hacer pizza de verdad, tal fue el éxito que al año siguiente volvimos y esta vez alquilamos el restaurante del Hotel Apolo. Y fue una locura, no paraba de venir gente, hasta tuvimos que contratar empleados”, recuerda.
Vivieron una temporada intensa. Y fue ahí donde Juan Carlos, sintió algo nuevo: confianza en sí mismo. “Yo puedo hacer cosas”, se dijo. Pero también entendió que la gastronomía estacional tenía sus límites. Solo dos meses fuertes por año no le alcanzaban, quería algo más fijo, más seguro.
Y acá es donde esta historia hace un clic y pienso, mientras Juan Carlos habla, que lo que caracteriza a este hombre es el empuje, el entusiasmo. Porque a pesar del ritmo frenético del trabajo en Epecuén, encontraba tiempo de pasar un rato en la carnicería del hijo del dueño del local que alquilaban. Ayudaba. Observaba. Unía los conocimientos nuevos a los que ya tenía por haber trabajado con su padre preparando chorizos. Y entonces la idea apareció con claridad: poner una carnicería.
Cuando la idea cuajó, la secuencia fue la siguiente: le pidió a su padre que le dejara usar el garage de la casa que ahora habitaban en el pueblo. Compró una heladera. Le prestaron una balanza. Consiguió una media res a pagar en varias veces. Vendió toda la carne. Se quedó sin stock. Un conocido le fió una vaca. La llevó al frigorífico, la faenaron pero no tenía cómo trasladar la carne. Justo en ese momento se encontró con un vecino que tenía un tractor y un carro, y se la llevó por unos pesos.
“Al principio no tenía sierra, cortaba los bifes con serrucho cuando los clientes no me veían”, describe. “Hasta que un vendedor de maquinaria, Francisco Larrea, me trajo una picadora y me dijo: ´Pagámela cuando puedas´”. Era 1976 y a Juan Carlos comenzó a irle cada vez mejor con la carnicería, hasta que un día un cliente le trajo un chancho y entonces le volvió a ese saber de la infancia: hacer chorizos. Y no se había olvidado de nada. Empezó a producir y a la gente le gustó. Le pedían cada vez más y consiguió un garage para colgar la producción, pero al poco tiempo le quedó chico y tuvo que alquilar un galpón.
Los chacinados siguieron creciendo. Hoy produce chorizo blanco y colorado, salame, jamón, lomito, bondiola, patés de cerdo. Todo artesanal. Juan Carlos dice que la clave del paté es el limón, “mucho limón”. Antes de la pandemia, vendía 3.500 kilos por semana, hoy, 1.000. La crisis lo golpeó, pero no lo sacó de circulación: el recorrido de ventas se achicó, pero la producción sigue viva y su nombre es toda una marca en la región.
De pronto me doy cuenta de que hay una pregunta básica que no he formulado. “¿Por qué “La Franqueza”?”, suelto al aire mientras miro mi cuaderno esperando la respuesta y lista para escribir. Pero Juan Carlos se ha quedado callado. Ante el silencio prolongado levanto la vista y lo veo con los ojos brillosos, moviendo las manos y con una semisonrisa. Yo también sonrío y espero. Hay veces que lo mejor dejar que las cosas hagan su proceso.
“Hace un tiempo vino un funcionario para un evento, me lo preguntó y yo le dije que era por la forma en que producimos, que es verdad, pero esa no es la razón de este nombre”, explica y se detiene. Dejo de escribir, cierro el cuaderno, apoyo la lapicera sobre el escritorio. La luz de la mañana entra, tibia, por la ventana.
“La razón fue La Pocha. Ella era mi maestra en la primaria, ella creía mucho en mí y hasta le insistió a mi padre con que yo tenía que seguir estudiando. Cuando terminé la escuela ella me dijo que yo iba a poder lograr todo lo que me propusiera, siempre procediendo con honestidad y franqueza”, dice Juan Carlos mirando más allá de mí. “Esas palabras me marcaron a fuego y fueron las que me dieron fuerza cuando sentía que no iba a poder. En esos momentos yo me acordaba de lo que me había dicho La Pocha, le daba para adelante y acá estoy”.