Ricardo “Coco” Niz no sabe ni cuándo ni dónde nació, ni quiénes fueron sus padres, pero supone que tiene más de 60 años de edad. Sí tiene presente que se crió en un colegio de curas, en Entre Ríos, donde albergaban a unos 600 pibes huérfanos. Allí mamó la cultura campera y hasta hoy se siente agradecido por los buenos valores que aprendió de ellos y por no necesitar de salir a robar, ni de las drogas para ser feliz.
Coco aprendió los oficios rurales, pero en aquellos tiempos la educación de los curas era muy rígida, salvo cuando llegaba de visita el obispo, dice. Y cuando andaba por los 13 años decidió fugarse y buscar su libertad. Jamás les guardó rencor a los curas porque gracias a ellos salió “todo terreno”, cuenta.
Recorrió muchísimos caminos de la Argentina, pero no vagando sino trabajando de “mencho” por los campos. Fue pialador, castrador, alambrador, ordeñador. Anduvo cosechando naranjas y hasta resina en un pinar. Fue cacharrero en Colonia Liebig para una famosa yerbatera, y colero en los arrozales. “Menos de chorro hice de todo”, dice.
Tuvo buena habilidad para el fútbol y jugó en un club importante. Pero un día del año 1977, pasados sus 20 años de edad, llegó en tren a Buenos Aires apenas con lo puesto. Vivió en la calle, debajo de un puente, hasta que se metió en una casa abandonada. Hoy recuerda que se sintió “de andar tirado como basura”. Anduvo cirujeando las bolsas de basura, buscando el mendrugo y se convirtió en cartonero.
Coco nunca había tenido una novia, hasta que por el barrio de Barracas, una de sus flores alcanzó la mirada de una bella mocita que estaba a cargo de unos tíos, venida de Formosa, de “ajuera”, como él. Cuenta que fue la primera sonrisa que “le movió la estantería”. Pasaba y pasaba por donde vivía María pero tardó tres meses en decirle algo, hasta que la tía de María Blanco –no podía tener un nombre más luminoso- lo invitó a tomar unos mates. Como Coco es buen cebador, su historia tuvo un buen desenlace. María fue su primera mujer y la que le dio el primer abrazo. Con el tiempo se fueron a vivir a un terreno abandonado y él hizo un ranchito de chapa. Llegaron a tener doce hijos.
Coco Niz cirujeaba de un modo contagioso: respetando a los vecinos, ofreciéndose para hacer changas, siempre servicial, y poco a poco otros cirujas se fueron sumando y los mismos vecinos lo ayudaron a registrar una cooperativa de trabajo, de cartoneros, con mucho sacrificio. Hasta hoy una de las dos sedes de la misma es donde él vivió con Blanca, en la calle Olavarría al 2900, de Capital Federal. Se trata de un predio de 1000 m2, en el barrio de Barracas. Luego sumaron otra sede en la Avenida Crovara 3300 de La Matanza, con 1700 m2, y allí se mudó con su familia.
La bautizaron “Cooperativa El Corre Camino”. Poco a poco fueron tomando una identidad ecológica y comenzaron a trabajar en forma de economía circular. Hoy la cooperativa agrupa a 300 cartoneros, unas 53 familias. Compraron 2 camiones, eliminando la tracción animal y humana, y les donaron una autoelevadora.
Pasaron, de ser “mendigos de las sobras”, a Trabajadores con Dignidad, Generadores de Soluciones y Aprovechamiento de los Recursos (no los llaman más basura). Alcanzaron certificación OPDS con la que pudieron brindar sus servicios a las empresas, con trazabilidad de los residuos sólidos urbanos (RSU) y separación en origen. Lograron ser “Parte del Negocio del Reciclado”, que es lo más revolucionario.
De indigentes, a ser contribuyentes: pagan IVA, Ingresos Brutos y Ganancias. Todos los integrantes están bancarizados. Y Coco ya está empecinado en que todos tengan obra social y hasta ya están proyectando construir 192 viviendas en dos manzanas. Hoy se llaman “Promotores Ambientales” y dan charlas a empresas de cómo separar sus residuos, y les retiran cartón, metal, vidrio, plástico y ocho materiales más.
Su horario de trabajo es de 5 a 14. Dividen sus tareas en cuatro funciones: Atención al cliente, Logística, Separación de la basura en origen (clasificación, stockeado y enfardado) y Ventas. En plena Pandemia están con poco trabajo, pero no parados. Para vender sus materiales deben juntar como mínimo diez toneladas, y ahora les está costando alcanzar ese volumen.
Coco Niz dice que se siente un “bicho de campo” que debe sobrevivir en “la ciudad de la furia”. Sus oficios rurales no le sirvieron para la ciudad, pero sí pudo saber que se puede amar con los bolsillos vacíos, que la cooperación es una herramienta poderosa y que podía ser un auténtico líder: servicial, uno más en la cooperativa, que se ubica último y empuja el gran “carro”.
Recuerda cuando en el campo comía sólo el corazón de las sandías y descartaba el resto. Hoy en la ciudad le cuesta tanto comprar una sandía para compartirla en familia o con sus compañeros.
Recuerda cuando comía tortas fritas con grasa de pella, leche cuajada, calostro, criadillas, los “tapichí” o “vacaray”. Lo que más le gustaba comer allá era el puchero de chiquizuela y se espanta de que esté tan caro en la ciudad.
Se da cuenta de que todos los materiales que recicla son el descarte de la ciudad que se proveyó de los recursos naturales del campo y eso lo ayuda a sentir que lo sigue llevando en su corazón y en sus ojos.
En 2015, Coco Niz fue premiado con la Bandera de La Paz en el Salón Azul del Senado de la Nación. Pero va por más y sueña con agrupar a 5.000 cooperativas de todo el país para que muchos de sus paisanos que están en la marginalidad puedan tener un trabajo digno en vez de planes y acceder a una vida con salud, techo y comida. Es que Coco está lleno de esperanza. (Nota: estoy agradecido con mi amigo Adrián Cervera porque me presentó a Coco).
Coco toca la guitarra. Un día, el arquitecto Pedro Galuzzi conoció a Coco, a su cooperativa y al lema que los sintetiza, y escribió esta canción que se volvió el himno de la misma: “Tu basura es mi tesoro”.