“Por eso no hay que talar”.
Es cierto: la temperatura baja tanto que apenas entramos al monte instintivamente nos bajamos las mangas de las camisas y nos cerramos los chalecos; también abrimos más los ojos para tratar de ver en la oscuridad. Sí, una oscuridad densa apenas moteada por las linternas que sirven para no tropezar con raíces ni ramas y también para que nuestro cerebro alerta y desconcertado tenga de dónde agarrarse durante esta “Experiencia Nocturna” en un predio de 120 hectáreas, de las cuales 80 son de monte nativo y pertenecientes a una reserva natural
La idea consiste en reconectar con la naturaleza experimentándola mano a mano y con todos los sentidos. “Miren, aquí acaba de pasar algo”, dice Facu Carballo, uno de los guías, mientras con la linterna señala un tronco con un reguero de plumas. “Parece que recién anduvo un gato montés”, concluye. Nos quedamos callados, mirando esas plumitas en silencio y con la sensación de que todas las cosas adquieren otro tono, otra profundidad cuando uno está lejos de la ciudad o el celular no tiene señal.
Un leve sonido de agua nos indica que estamos cerca de un arroyo, con árboles que recuerdan a películas de Tim Burton, con sus ramas enroscadas y raíces que se han levantado del suelo. Sin darnos cuenta llegamos a un claro en el monte donde alguien ha dispuesto alfombritas que nos invitan a sentarnos y naturalmente lo hacemos. “Pónganse cómodos; quien quiera acostarse, mejor todavía”, sugiere Alejandra Rébora, también del equipo de la expedición.
Y lo que ocurre entonces es maravilloso. Apoyamos nuestras espaldas en esas lonitas y el mundo se abre para nosotros: la cercanía con la tierra intensifica los aromas del monte y el cielo se nos muestra como si fuera la primera vez; es que algo de iniciático hay en esta experiencia porque nos proponen mirar las estrellas desde la cosmovisión del pueblo Chaná, habitantes originarios del sur entrerriano que vivieron en estas tierras hace apenas unos 2000 años.
Un ejemplo de observar el cielo desde la mirada chaná es que ya no vemos la Cruz del Sur, sino la hoja romboide del árbol sombra de toro, con propiedades medicinales, o incluso la pisada del ñandú, animal emblemático de la zona. ¿Y si realmente hubiera miles de mundos que ni sospechamos?
“Rescatamos a los chaná en esta expedición nocturna porque son parte de nosotros, son nuestra historia autóctona, son nuestros abuelos”, dice con énfasis Samuel Moreyra, naturalista, ideólogo de esta experiencia de monte y coordinador de actividades turísticas en Gualeguaychú.
“Los chaná eran extremadamente sabios, respetaban la naturaleza, la valoraban y cuidaban. Además, representaban en el cielo su vida en la tierra y crearon su propio mapa estelar. Observando las estrellas sabían cuándo comenzar la cosecha y cuándo llegaba el frío y, observando, algunas plantas especificas sabían cuando iba a llover. Era un pueblo sorprendente, olvidado en la historia por la gran mayoría de las personas”.
Seguimos en el suelo. Nuestros guías nos ayudan a decodificar el cielo y de pronto las Tres Marías se han convertido en tres viudas (madre y las dos hijas) que perdieron sus hombres en una guerra o también la base de un puñal cuya punta marca el Norte.
“Y aquél es el tapé kué, el camino que dejaron nuestros abuelos para que recorramos al partir de esta tierra y para llegar al cielo”, describe Facu haciendo referencia a lo que siempre hemos llamado “Vía Láctea”.
De pronto, farol en mano Ale nos dice que es momento de continuar con la caminata y que no nos alarmemos si estamos un poco mareados o con sueño. “Es por la ingesta de aire puro”, nos asegura con tono de sonrisa, aunque la sonrisa no la vemos porque si nos alejamos un poco (solo un poco) de la linterna o farol, la negrura es tan densa que no percibimos ni nuestras manos. Por momentos es como flotar.
Nos ponemos de pie y avanzamos por un lugar donde nos inunda un aroma dulce y agreste a la vez: son los espinillos o aromitos, de frutos amarillos y todo un símbolo distintivo de esta zona. Facu nos invita a tocar las cortezas de los árboles y la propia tierra, a reconocer sonidos y a experimentar olores. Y todo casi sin ver nada de lo que hacemos. Tan acostumbrados estamos a usar la vista que no disponer de ella nos obliga, como nunca, a despertar todos los otros sentidos y nos sentimos como más altos o mejor dicho, algo así como más expandidos.
Luego de hora y media la experiencia nocturna se acerca a su fin. Salimos en fila india, en silencio, con la sensación (compartida por todos y mencionada, al día siguiente, a la luz del día y en el desayuno) de que ¿la naturaleza? nos observa, que nos observó todo el rato y que ahora nos deja ir. Con esta idea sobrevolando salimos del monte y vemos un enorme fogón que nos recibe con toda su energía, colores y potencia. Inexplicablemente la vista de ese fuego nos conmueve, ese fuego que reúne a los humanos.
“A mucha gente se le caen las lágrimas en este momento”, nos dicen nuestros guías, “y hay visitantes que ya terminada la expedición, se quedan toda la noche junto al fuego o hasta que se apague”.
Y sí, se nota que hay muchas ganas de salir de casa y ahora que post Covid, se puede, se hace: “En junio de este año Gualeguaychú reabrió al turismo”, explica Samuel. “Primero era necesario tramitar un permiso, pero a partir de agosto ya fue posible vacacionar en la ciudad libremente, con todos los protocolos y cuidados necesarios. El turista ha revalorizado muchísimo los espacios abiertos y la naturaleza, y acá tenemos mucho de eso”.
Nos acomodamos en un círculo alrededor del fogón y Samuel, con una linterna de minero en la cabeza, nos lee un cuento chaná, relacionado a la “felicidad del humano” que nos deja cavilando: es inevitable que un relato junto al fuego nos toque alguna fibra íntima y nos quedamos un rato en silencio, apenas escuchando el crepitar.
Entonces Ale y Facu nos avisan que es el momento de la última actividad: caminamos unos metros y allí nos esperan unas palas y unos arbolitos nativos (quebracho blanco) que esperan ser plantados por nosotros. Lo hacemos, con la dicha de sentir que nuestras manos tocan la tierra y que estamos haciendo algo concreto para la naturaleza. Plantamos lo árboles, les ponemos un nombre y la fecha de hoy.
“Miren”, dice Sam señalando el cielo una vez más. Ha salido la luna, casi redonda y amarillenta. La misma luna de los conquistadores y de los pueblos originarios, la misma luna de los animales y el río. La expedición nocturna ha terminado, la emoción empieza a aflojar y aparece el relax de la mano de sándwiches, empanadas y alguna copa de vino junto a este fuego sagrado. Estamos contentos y conversadores. Y la misma luna nos acompaña.