Cuando la invité a cenar, ella me dijo que hacía tiempo que quería ir a un restaurante que ofrece solamente platos elaborados con alimentos agroecológicos. Por supuesto, no me negué, pues yo estaba dispuesto a decir que sí a todo para que, cuando se presentase el momento oportuno, obtener la misma respuesta.
El lugar en cuestión era por demás agradable y la gente que lo atendía también. Mi compañera estaba tan contenta que dejé que ella elija por ambos. No me importaba nada más que su espléndida sonrisa.
La entrada consistió en una sopa de calabaza presentada en una pequeña ollita, tan pequeña que bastaron unas tres cucharadas para terminarla. Y ni siquiera de una cuchara sopera, sino de una que estaba a mitad de camino entre una cuchara de postre y una sopera.
El segundo plato estaba compuesto por una ensalada milimétrica de rúcula con algunos maníes esparcidos por arriba y apenas condimentada por aceite de oliva. En ese momento supuse que se trataba de uno de esos menús de los diez o los doce pasos, en los cuales uno va probando un poquito de todo hasta quedar satisfecho o mareado. Ya vendrá algo más sustancioso, pensé.
Pero cuando la chica que nos atendía nos preguntó si íbamos a elegir un postre, mi rostro se transformó, sin que pueda disimular mi desagrado ante mi compañera, quien preguntó si estaba todo bien. Tendría que haberme callado, sabía que sí, pero no pude evitarlo.
“¿Por qué son tan pequeñas las porciones?”, pregunté finalmente, tratando de parecer lo más amable posible. “Porque aquí no sólo le damos de comer a las personas, sino a los millones de microorganismos que habitan el suelo, a los insectos, los hongos, en fin, todos los seres con los cuales compartimos el planeta”, dijo la chica con un tono de voz que me pareció quizás un poco severo. “Aquí no somos egoístas”, añadió, ahora sí, sin ninguna duda, con un tono de voz bastante severo.
Pedimos un postre para intentar endulzar tan engorroso momento, pero recibimos un cuarto de manzana rodeada con un hilito de miel. Esta vez no pregunté nada. Solamente quería retirarme de ahí.
Pero cuando pedí la cuenta, una inocultable expresión de horror se apoderó de mi rostro al observar que el costo de la cena era de 10.800 pesos. Sabía que, si quería volver a ver a mi compañera, tenía que callarme, sí, callarme, por favor.
“¿Cómo es posible que éste sea el monto por pagar, acaso hay algún error?”, pregunté, lo siento, no pude evitarlo. Con un gesto aleccionador, la chica que nos atendía explicó que en las huertas y fincas agroecológicas trabajan muchísimas personas y que su esfuerzo tenía que ser adecuadamente retribuido.
No dije más nada. Mi compañera tampoco. De hecho, no respondió un solo mensaje más de WhatsApp. Desde entonces, las primeras citas sólo las tengo en hamburgueserías.