Por Matías Longoni.-
Han pasado 22 años desde que en 1995 los Estados Unidos introdujeron el primer cultivo transgénico, la famosa soja RR, que un año después llegó en la Argentina. Aquella biotecnología consiste en introducir un gen de una especie en el ADN de otra, para contagiarle cierto rasgo o característica. Casi un cuarto de siglo después, ninguno de los pronósticos que se escucharon, a favor o en contra, se han cumplido: ni a los hombres nos han crecido enormes senos ni los OGM (Organismos Genéticamente Modificados) han solucionado el problema del hambre en el mundo.
A esta altura de la historia ese debate apunta a quedar abierto y sin zanjar, porque todo indica que ha aparecido una tecnología mucho más revolucionaria que la transgénesis. Se llama “edición genética” y su nombre lo dice todo: se trata de modificar el genoma de cualquier organismo vivo, pero no introduciendo genes de otras especies sino modificando sus propios genes, editándolos. Esto se hace con intensión de realzar ciertas características o para suprimir otras.
En realidad, la edición genética no es algo nuevo: distintos grupos científicos la ensayan desde los años 70, pero con métodos muy rudimentarios e imprecisos. Lo que ocurrió ahora y está provocando una revolución a escala global es que en 2015 se inventó una técnica, llamada Crispr (por su sigla en inglés), basada en la defensa inmunitaria de las bacterias. Permite editar los ADN de modo simple, rápido, eficiente y barato. ¿Qué tan barato? Bueno, para desarrollar un nuevo cultivo transgénico una empresa debía destinar en promedio us$ 180 millones. Ahora alguien podría editar una semilla con un gasto de apenas us$ 75.
Historia: Qué es CRISPR y por qué es tan importante para nuestro futuro
Para espantar fantasmas de antemano hay que decir que este desarrollo no fue realizado por grandes laboratorios multinacionales sino por cinco jóvenes científicos (entre ellos el argentino Luciano Marraffini, que trabaja en la Universidad Rockefeller, en Nueva York) que bien podrían ganar muy pronto el premio Nobel.
En su oficina de la Asociación de Semilleros Argentinos (ASA), Miguel Rapela, gerente de esa entidad, se entusiasma con el campo de acción que se abre para la agricultura a partir de esta nueva tecnología. Se para frente a un afiche que muestra decenas de variedades de maíz y dice que la edición genética podría acelerar muchísimo los tiempos que se necesitan para obtener una variedad del cultivo por vía del mejoramiento convencional. ¿Cómo se hace hasta ahora? Como a través de los siglos: se cruzan a campo dos maíces durante varios años, para que uno tome cierta características del otro.
“Lo que va a ocurrir con esta nueva tecnología es que los procesos de mejora de los cultivos van a ser mucho más rápidos y van a estar al alcance de muchas más personas”, dice Rapela. En rigor, en la breve historia de los cultivos transgénicos la obtención de nuevos OGM estuvo ligada casi en exclusividad a las grandes semilleras globales, como Monsanto, Syngenta o Basf, ya que los costos resultaban prohibitivos para la mayoría de las instituciones públicas o universitarias.
Ahora en cambio, suceden cosas como ésta: el científico Adrián Mutto y su grupo del Inta de Balcarce, ha editado los genes de siete vacas Holando para que sus crías, que nacerían en febrero de 2018, puedan producir leche sin alérgenos. “No serán transgénicos”, subrayó el científico, que además pretende generar cerdos modificados mediante edición como modelos para estudiar diversas enfermedades humanas, u otros que tendrían un rendimiento superior en carne.
Hasta la irrupción del Crispr, buena parte de los costos que debían afrontar los investigadores tenían mucho que ver con las regulaciones para liberar los nuevos eventos al mercado, ya que los Estados exigen numerosos ensayos a campo y una seria de análisis de riesgo antes de aprobar un OGM. El nuevo método no solo resultó revolucionario por su eficacia para editar un ADN con bajos presupuestos al alcance de cualquier laboratorio medianamente equipado.
Luciano Marraffini, el argentino que podría ganar el Premio Nobel
La técnica podría causar más alboroto por el hecho de que los Estados ya no estarán frente a un transgénico sino delante de un “cisgénico”, como se denomina a la modificación genética de un organismo que recibe un gen natural que proviene de otro organismo sexualmente compatible, o de la misma especie. Ante el dilema, todo el sistema regulatorio también quedó bajo revisión.
Como ya sucedió a principios de los ‘90, con la creación de la Comisión Nacional de Biotecnología Agrícola (Conabia), el organismo encargado de regular en materia de transgénesis productiva, la Argentina se anticipó a ese debate y dictó la Resolución 173/2015, que determina qué hacer frente a las nuevas solicitudes de su sistema científico.
La Conabia recibió ya varios pedidos y lo que debe decidir ante cada caso es si aplica sobre ellos regulaciones tan intensas como las que exige a los transgénicos. Todo dependerá del grado de edición que se haya efectuado. Si es escaso, el proceso se asemejará al de un cultivo convencional que no requiere de permisos adicionales. Si son cambios grandes, se lo considerará un OGM y por tanto se lo someterá a las reglas de la Conabia.
El esquema regulatorio se debate a escala planetaria y habrá que estar muy atentos a la posición que asuman China y los países de la Unión Europea. En materia de transgénicos, las prevenciones exageradas de esas potencias demoró mucho la introducción de nuevas variedades. Es un escenario que quiere evitarse con las semillas editadas.
De todos modos, como sucedió con la soja RR o el maíz Bt que hoy se siembran en la Argentina, Estados Unidos volvió a picar en punta y ya liberó dos cultivos logrados mediante edición genética. Son una colza y un lino resistentes a herbicidas. La semillera Pionner, líder en ese mercado, prepara además un maíz industrial con alto contenido de almidón para producir pegamento.
Artículo publicado por la agencia Télam en el suplemento Agro del 22 de septiembre de 2017