En la vorágine de información en la que vivimos existe un indicador clave que no puede pasar desapercibido porque nos está gritando en la cara que el actual orden monetario “no va más” y resulta indispensable barajar y dar de nuevo.
Si tomamos los indicadores de materias primas elaborados por Dow Jones, puede advertirse que los valores de los commodities agroindustriales, luego de la última fase alcista registrada en 2021 –producto de compras masivas emprendidas por China–, comenzaron a caer para estabilizarse en un escalón apenas superior al registrado en el segundo lustro de la segunda década del presente siglo.
En lo que respecta a los activos energéticos –fundamentalmente petróleo y gas– la tendencia es claramente bajista luego de la suba impulsada por el conflicto militar ruso-ucraniano, lo que se explica en gran medida por la decisión estratégica de China de reducir su dependencia al petróleo importado.
La dinámica de las materias primas agroindustriales y energéticas –que son la base de la civilización humana– contrasta de manera notable con la evolución de los valores del oro y la plata, los cuales están realizando un viaje hacia la estratósfera.
El proceso de suba de los precios de los dos metales que operan como reserva de valor esconde quizás el temor de que nos encaminamos hacia un nuevo “reseteo monetario”.
El último “reseteo monetario” ocurrió en 1971, cuando el presidente de EE.UU., Richard Nixon, declaró formalmente el fin del patrón “oro-dólar”, lo que determinó desde entonces que ninguna moneda en el mundo tiene respaldo alguno en un activo físico concreto.
En 1976, en una reunión extraordinaria del Fondo Monetario Internacional (FMI) realizada en Jamaica, se estableció formalmente la libre flotación de todas las monedas del mundo. Así quedó formalmente inaugurada la época de la súper emisión monetaria –vigente hasta la actualidad– en la cual el sector financiero adquirió una relevancia preponderante respecto de los demás.
El anteúltimo “reseteo monetario” había ocurrido en 1944, durante la conferencia de Bretton Woods (EE.UU.), en la cual se acordó que el valor de todas las divisas del mundo sería fijado en función del valor del dólar estadounidense, y el dólar, a su vez, sería una moneda convertible a un valor de 35 dólares por onza de oro.
Tales eventos –es evidente– tienen la fuerza suficiente para mover las “placas tectónicas” sobre las cuales se sostienen las relaciones de poder entre las principales naciones y corporaciones del mundo. Y ambos se gestaron luego de grandes conflictos bélicos (Segunda Guerra Mundial y guerra de Vietnam)
Actualmente existen varios conflictos en curso o en proceso de incubación, aunque ninguno, por el momento, logró transformarse en un catalizador de un cambio estructural en el orden monetario global. La creciente militarización de los mares y la caracterización del Canal de Panamá y del Canal de Suez como enclaves estratégicos son indicios de que buena parte de la contienda que viene en camino se entablará en la búsqueda del control de los flujos logísticos.
Estar lejos de tales conflictos, además de tener la posibilidad de configurar diferentes rutas comerciales en el Atlántico, Pacífico o Índico, representa una ventaja comparativa gigantesca, al igual que la posibilidad de autoabastecerse de alimentos y energía.
Las naciones sudamericanas con abundancia de productos agroindustriales, energéticos, minerales y capital humano profesional, se encuentran en una situación privilegiada si en algún momento el ciclo de endeudamiento exponencial concluye para dar inicio a un nuevo “reseteo monetario”, el cual vendrá asociado con una reconfiguración del mapa geopolítico.
La mejor manera de prepararse para tal escenario es promover la generación de activos reales subyacentes de cualquier nuevo patrón monetario por crearse, con los metales preciosos a la cabeza, pero también con materias primas esenciales en los rubros agroindustriales, energéticos y minerales.
