Afuera, los recuperadores salen a hacer su recorrido del mediodía, con sus triciclos, su uniforme, y sus bolsones. Adentro, otros descargan los camiones que llegan en un lunes bastante complicado para la logística y lleno de contratiempos. A ese “trajín” está acostumbrada Alicia Montoya, a quien le sienta bien el rol de coordinadora del equipo técnico y, con tantos años al frente de ese establecimiento, se ha vuelto una experta en apagar incendios.
La cooperativa de recuperadores urbanos El Álamo, surgida como otras tantas de la crisis de los 2000, es la insignia del barrio de Villa Pueyrredón. Su sede ubicada en calle Constituyentes al 6000 es una ciudad aparte, un mundo que se mueve con sus lógicas, y un lugar donde la resistencia y la inclusión no son consignas vacías, sino que se juegan a diario entre los residuos.
Ahí mismo, con su tablet y su computadora, Alicia intenta atender a la logística de ese largo día que todavía queda por delante, con bolsones por recolectar, recorridos por armar y, sobre todo, batallas diarias por librar: contra un gobierno que, dicen, ya no los quiere en la escena, contra los bajos precios de los materiales y contra la caída del consumo.

Muchas de las 12 cooperativas que hoy se reparten en el mapa de Capital Federal nacieron como necesidad de darle carnadura a los movimientos cartoneros que se hacían masivos a fines de los noventa. Surgieron como una respuesta comunitaria, cuasi espontánea, a una de las crisis sociales más grandes que tuvo el país.
Cuando era sólo una docente y vecina del barrio, Alicia se enteró que en Villa Pueyrredón había un proyecto para que aquello que funcionaba como los antiguos “galponeros” -que compraban material a los cartoneros- se convirtiera en una cooperativa de trabajadores. Eran muchos los que, por esos años, salían a probar suerte en las calles para reemplazar al puesto que habían perdido o para sumar un ingreso extra. El Álamo fue una respuesta comunitaria a ese clima de profunda conflictividad social.

En 2013 al gobierno de la Ciudad lo dirigía Mauricio Macri junto a su discípulo, Horacio Rodríguez Larreta. Fue en ese entonces cuando se formalizó el vínculo entre el Estado y esas cooperativas, con un régimen que contempla la asignación de subsidios para cubrir los puestos de trabajo, la división del territorio para la gestión de los residuos secos y la cesión de inmuebles para montar los centros de reciclaje.
Ese esquema, que fue luego profundizado durante las gestiones de Larreta, empezó a crujir con la llegada de Jorge Macri a la jefatura de gobierno, quien, a tono con el humor presidencial, endureció su discurso y puso al “orden público” en lo más alto de su agenda. Los recuperadores urbanos vieron en ese viraje profundizarse la estigmatización.
“Yo siempre digo que el gobierno de la Ciudad fue más lejos de lo que quería en su intento y ahora está profundamente arrepentido porque se les fue de las manos”, señala Alicia, que recibió a Bichos de Campo en su oficina improvisada para dialogar sobre el presente del sector.

Lo suyo siempre fue la lucha, porque ese es el adn del proyecto de inclusión social con el que nacieron estas cooperativas de reciclaje. Sólo que ahora ven cómo, a diario, tambalea la estructura en la que trabajaron por más de una década.
Algunas alarmas sonaron cuando, de repente, los empezaron a comparar con personas en situación de calle y los acusaron de revolver la basura por placer. Otras cuando la policía empezó a frenar a las promotoras ambientales, aquellas que van casa por casa para ofrecer el servicio a los vecinos, o cuando los camiones de recolección empezaron a llevarse “por error” los bolsones con reciclables.
“Toda esta ofensiva es porque el gobierno pretende empezar a gerenciar el sistema. Eso nos lo dijo el propio subsecretario de Ordenamiento Urbano”, afirmó Alicia, quien asegura haber tenido acalorados debates con Pedro Comin Villanueva por ese cambio en las prioridades en el gobierno.

En esa cooperativa hay 156 trabajadores que cobran un subsidio estatal por gestionar los residuos. Eso incluye a una decena de promotoras ambientales, unos 40 recuperadores de calle, 8 choferes, personal administrativo y trabajadores de la planta. Los turnos son de 6 horas, de lunes a viernes, y los incentivos económicos no superan los 700.000 pesos en los mejores casos.
Como no se trata sólo de sostener a esas familias, sino a una red más extensa de ayuda social y de contención, -aún sin aportes, sin ART y con recursos insuficientes- la subsistencia se juega a diario en las calles, y la hora de la verdad es a cada hora, cuando llega el camión a la sede y se pesa la cantidad de material que ingresará.
Pero hoy el mercado no está de su lado: la caída en el consumo hace que haya menos reciclables en las calles y, por la flexibilización a la importación de basura hoy los precios de venta están por el suelo.
“Para ganar lo mismo que el año pasado, hay que vender 3 veces más”, lamentó Candela Pino, una de las trabajadoras de la cooperativa. Lo dice porque, de valer 300 pesos el kilo a fines del 2023, hoy el cartón, a duras penas, se puede vender por 180. La mayor parte de los demás materiales, como el PET y el vidrio, también retrocedieron notablemente frente a la inflación.
La razón de fondo, explican en El Álamo, es la flexibilización de los requisitos para la importación, tránsito y exportación de residuos, que hoy permite que ingrese material a menor precio desde otros países. La misma fue instrumentada mediante la resolución 393/2025, publicada el pasado mes de julio, que facilita la compra de residuos valorizados que se usen como insumo en procesos productivos o como productos de uso directo.
“Pero esto afecta a todos, porque para importar se usan dólares del Banco Central y además se está ingresando basura a un país que desactivó todos los mecanismos de control fitosanitario”, advirtió la coordinadora de la cooperativa.

Cada peso negociado en cada contrato, cuenta. Y eso varía mes a mes, porque una vez que selecciona el material y lo enfarda -como en el caso del cartón o el aluminio- o lo muele -como en el caso del plástico- la cooperativa debe ofrecerlo a las industrias que se lo compran, que bien podrían ya haber importado material y prescindir de su servicio.
“Es un negocio del día a día, hay algunos con los cuales está más aceitado el proceso y siempre nos compran y hay otros que varían mes a mes”, explicó Candela, durante la recorrida por la planta junto a alumnos y docentes de la Facultad de Agronomía de la UBA (FAUBA), de la que también participó este medio.

Igual de fluctuante es la llegada de los residuos. El sistema de trabajo de los recuperadores consta de recorrer una ruta asignada y visitar a los vecinos y comercios o empresas que aceptaron -gracias a la gestión de las promotoras- entregar sus reciclables. Lo que se recibe de esa colecta puerta a puerta luego se vende y se distribuye en forma de ganancia entre los trabajadores.
En paralelo, cada cooperativa celebra acuerdos con lo que llaman “grandes generadores”, que son industrias, hipermercados o grandes empresas que generan mucha mayor cantidad de residuos. De esa vía, que representa más de la mitad de lo que procesan mensualmente, se obtienen los fondos que permiten cubrir todo aquello que el gobierno porteño no subsidia. Desde las horas extra y el trabajo de los fines de semana y feriados, hasta el combustible de los camiones y el alambre para enfardar.
A veces esos recursos son suficientes, muchas otras no. Pero de eso se trata, de subsistir, no bajar los brazos y de librar una batalla diaria a la vez. Así lo reflexiona Alicia, antes de acomodar su silla, desbloquear su tablet, y volver al trabajo en un lunes que es como cualquier otro, pero que espera que no sea mejor que los que vienen.





