A veces, el río también te echa.
Oscar Ochoa nació en Victoria, Entre Ríos. No en la isla, pero casi: su infancia se tejió entre el barro y los camalotes, al ritmo de su padre, que era islero y pescador. Desde muy chico, el Paraná fue su patio de juegos, su escuela y, más tarde, su lugar de trabajo.
“Sí, que más o menos cuando tenía cinco años salía de jardín y venía con mi viejo y salíamos a pescar, era así”, recuerda, sin rodeos, con esa forma de hablar típica de un tipo sencillo. La vida de Oscar fue durante décadas la de muchos: pesca artesanal, bote, hielo, escamas, jornadas largas para juntar lo suficiente y venderle al acopiador de turno.
“Veinticinco años más o menos que lo hice. Y si tengo que hacerlo, lo tengo que hacer, lo hago igual, ¿qué va a ser?”, dice con una mezcla de resignación y orgullo. Pero hace tiempo que esa vida dejó de ser posible.
El Paraná, ese gigante marrón que todo lo daba, ahora no da mucho. Por el contrario, da poco y a muy alto costo. “No vale nada el pescado y la herramienta sale muy cara, el combustible sale muy caro y no hay ganancia, ¿viste? No sirve. Ya directamente se está acabando la pesca, en realidad”, dice Ochoa.
A Oscar no le quedó otra que reinventarse. Primero fueron changas: cortar pasto, levantar alguna pared. “Y ahora se me dio la oportunidad y entré a trabajar en una escuela como mantenimiento”. No es el sueño de su vida, pero es lo que hay. “Es un laburo”, dice, como quien acepta el destino.
Aun así, el río no se le va. “Sigo ligado porque los fines de semana, cuando tengo gente que viene de afuera, yo tengo una página también y me llaman y vengo. Traigo turismo a pescar deportivamente”.
Hoy Oscar es guía de pesca. “El dorado se busca porque te da una buena pelea, salta el dorado y entonces la gente se ilusiona, ¿viste? Eso es lo que más quiere el turista, sacar dorados para sacarse la fotito y después lo largan al dorado. Es así”.
Pesca con devolución, una experiencia para turistas que buscan adrenalina, aunque para Oscar es apenas un extra: “De eso no se puede vivir. Es un extra. Porque tengo un viaje al mes y con un viaje al mes no hacés nada”.
Los costos lo matan: “Hasta donde estamos, que acá le llaman el Corte Traverso, frente a la Laguna Grande, tenés un gasto, de 15 litros para venir y 15 litros para irte. Y después más las recorridas que uno hace de pesca embarcado. Necesitás por lo menos 50 litros para andar bien. Ahí nomás tenés un gasto de 60 mil pesos de combustible”.
Pero el problema más grande no es el precio del gasoil. Es que ya “no hay pescado”.
Oscar lo explica sin tecnicismos, con la autoridad de quien conoce el río mejor que su propia casa: “No dragan las bocas de acá para que entre el pescado. Hubo tiempo que no se podía andar navegando porque estaba todo seco el río. Dragan el Paraná y tiran todo el barro, toda la arena y toda la resaca para las bocas de acá, del río Victoria. Entonces no tiene entrada el agua. Y el pescado tampoco va a entrar”, narra Ochoa.
Y si no entra el pescado, no hay pesca. “Todo esto sería agua. Y ahora es todo campo. Entonces el pescado no tiene donde entrar a alimentarse y a reproducirse”.
Mirá la entrevista completa con Oscar Ochoa:
A la falta de peces se suma otro drama: la depredación. No es un juicio moral, es la consecuencia directa de la desesperación. “Los pescadores se tienen que ir cada vez más lejos para conseguir. Encima, con los precios que pagan, cada vez achican más la malla”. El experto en río afirma que por necesidad, los pescadores están ajustando el tamaño de los instrumentos de pesca, para sacar piezas más chicas, y de esa forma vender por volumen y no por tamaño. Esta es una condición que se desprende del comercio en la costa: si se pagase por peso del animal, pescarían piezas más grandes. “Es como que se lo están colando al río. Pero la culpa no la tiene el pescador, sino el acopiador o el que se lo compra”.
Oscar propone algo básico, lógico, pero que nadie implementa: “Que sea por pieza. Si no, por kilo está bien, que sea de un kilo y medio, dos kilos, más o menos. Entonces van a pescar con malla más grande. Y el pescado chico que no matan se va a reproducir. Y vuelve a explotar la vida en el río”.
Oscar habla del río como quien habla de una relación tóxica. No se lo puede abandonar, pero tampoco se puede vivir de él. Para los pescadores, ahí está su casa, su vida. “No puede dedicarse a otra cosa. Es que no hay tampoco trabajo. Hay mucha gente que no sabe ni leer, ni escribir, no tiene ningún oficio, nada. Lo único es la pesca”.
Y lo que queda es la supervivencia: “A veces hay carne, pero a veces caza algún capincho, alguna nutria para comer, pero después está complicado el tema de la pesca”.
“Yo le digo que está muy complicado el tema de la pesca, está muy complicado”, repite al final, casi como una plegaria.
Oscar Ochoa no es un caso aislado. Es el rostro de un modelo que se hunde junto al agua que desaparece. De un saber que no cotiza. De un río que ya no alimenta. De un país que no mira hacia sus islas, hacia sus ríos.