La mañana empieza temprano en el vivero municipal. A las siete, Marcos Duarte ya está revisando los plantines de álamos, sauces y paraísos que germinan en hileras bajo el tibio sol del invierno.
“Siempre me gustó el ‘planterío’. Me llevo bien con las plantas pero la vida fue por otro lado”, dice mientras acomoda con meticulosidad un grupo de plátanos y palmeras. Está todo muy prolijo y hay abundancia en el vivero; más allá, en unas viejas tinas crecen los plantines de lo que serán los árboles que irán a forestar escuelas, espacios públicos y también el jardín de algún privado.
Marcos vivió toda su vida en Moreno, oeste del Gran Buenos Aires. Trabajó en seguridad, también en el rubro gráfico, y junto a su esposa Silvia, multiplicaban sus horas entre un vivero propio (no producían sino que revendían plantas), un taller de costura y otro de cerámica; el ritmo era agobiante. “No parábamos. Entre el trabajo y los viajes en colectivo o tren, la vida se nos iba sin darnos cuenta”, recuerda.
El punto de quiebre llegó en 2019, cuando Silvia sufrió un ataque de pánico severo. “Fue un llamado de atención, el cuerpo le dijo basta”, cuenta Marcos con la serenidad de quien ya atravesó la tormenta… pero que aprendió la lección. Los médicos fueron claros: necesitaba frenar y así fue como ella decidió pasar un tiempo en Ingeniero Thompson, un pueblo de poco más de 200 habitantes en el partido de Tres Lomas, donde vivía un primo.
Lo que debía ser un descanso temporal se convirtió en un cambio de vida y un día Silvia lo llamó y le dijo: “Marcos, acá hay paz, hagamos la vida en este lugar”. Unos meses más tarde, en marzo y con la decisión ya tomada, Marcos fue a Thompson para conocer el pueblo donde iría a vivir lo antes posible, una vez que “se acomodara”, como él decía. Su idea era trabajar un poco más para juntar plata y planificar con calma la mudanza, pero era 2020, y la pandemia alteró los planes.
De un día para el otro la vida cambió: del conurbano intenso y de viajar dos horas de ida y dos horas de vuelta al trabajo, Marcos pasó al silencio de la ruralidad y a las distancias de un pueblo. Se inscribió en la bolsa de empleo de la municipalidad y gracias a su experiencia con plantas, al tiempo quedó a cargo del vivero. “Hoy producimos unas 5.000 plantas al año, entre especies forestales y ornamentales. Algunas van a espacios públicos y otras se venden a privados. Me siento útil, haciendo algo que me gusta y viviendo en paz”, cuenta mientras recorre las hileras de álamos que suenan con el viento.
“No se puede comparar la vida en este lugar con la del conurbano, me cambió la cabeza. Acá hay seguridad, tranquilidad, la posibilidad de emprender sin estar siempre corriendo”, describe. Aunque reconoce que no todo es fácil: sus hijos aún viven en Moreno, y la distancia se siente. “Uno como padre siempre está pendiente, aunque sean grandes. La clave está en el equilibrio: ir de vez en cuando, pero disfrutar lo que construimos acá que es muchísimo”, resume con una sonrisa de orgullo.
En una parcela cercana al vivero, otras manos también trabajan la tierra. Laura Miño, Jennifer Rosales y Carina Acosta forman el equipo de la Unidad Hortícola de Ingeniero Thompson, un proyecto impulsado por la municipalidad para promover el trabajo joven, el acceso a alimentos sanos y la producción sustentable.
Ninguna tenía experiencia previa, pero tenían muchas ganas de aprender, así que luego de recibir capacitación de un productor que les enseñó todo desde cero, las chicas arrancaron. Hoy, las tres jóvenes trabajan de lunes a sábado, de 6 a 13, cultivando todo tipo de hortalizas: acelga, puerro, brócoli, remolacha, coliflor, calabaza, sandía, morrones, y más recientemente, plantines de frutilla y frambuesa, que la comunidad empezó a pedir cada vez más.
La producción es agroecológica: no se utilizan fertilizantes ni agroquímicos. “Eso significa más trabajo manual, claro. Hay que estar encima de las plantas, cuidar el invernáculo, hacer compostaje, pero a nosotras nos gusta”, cuenta Laura. “Algunos nos dicen ‘pobres chicas’, por todo el trabajo físico que hacemos, pero a mí me encanta agarrar la pala, yo prefiero esto mil veces antes que estar encerrada en una oficina”.
Además de la venta directa en la unidad, cada semana organizan dos ferias en la plaza principal de Tres Lomas, donde los vecinos ya las esperan para comprar verdura fresca. “Tenemos clientela fiel. La acelga es lo que más nos piden, pero también las lechugas hidropónicas que empezamos a producir”, cuenta Jennifer.
“Este trabajo te ordena la economía y lo cotidiano”, agrega Carina. “Nos da estabilidad porque producimos y vendemos todo el año, entonces uno puede planificar y organizarse”.
“Acá todas hacemos de todo”, aseguran. “Nos organizamos para ser más eficientes y productivas porque sabemos que hay gente esperando nuestros productos y porque representa un ingreso diario para nuestros hogares. Es mucho trabajo porque hay que estar constantemente sacando yuyos y cuidando las plantas, pero el resultado es lograr alimentos ricos y saludables, que a los vecinos les encantan y a nosotras nos da una oportunidad de crecer”.