Omar se bajó de la camioneta, fue directo al galpón y, a martillazo limpio, desarmó la pulverizadora de arrastre para que nadie la volviera a usar.
Aunque aún no lo sabía, ese fue el punto de inflexión en la vida de Luciana, que luego le hizo hacer lo que hizo: dedicarse a la agroecología. “Cuando papá se enfermó de cáncer el médico le preguntó si aplicaba agroquímicos y ante su afirmativa le dijo que no lo hiciera más”, describe esta ingeniera agrónoma que desde muy joven pensaba que “había otra forma de hacer las cosas”, otra forma de producir.
“Mi padre se afligió mucho porque él se veía como un productor de punta, pero esa enfermedad le estaba mostrando otra cosa. Aquella escena del galpón quedó grabada en mi memoria; creo que ahí empezó todo, aunque yo por supuesto no era consciente de eso”.

Luciana Sagripanti vive en el sur de Córdoba, en el paraje Villa Marcelina, cerca de Coronel Moldes y en su campo que se llama La Milagrosa. A ella no le gusta decirle “chacra” y (como para todo lo que dirá en esta nota) hay un motivo. “Culturalmente nos corrimos de ciertas palabras porque dejaron de representarnos y eso tiene que ver con una forma de ver el mundo y a la producción agropecuaria”, describe.
La Milagrosa se compone de cien hectáreas agroecológicas dedicadas a la ganadería de base pastoril, donde además producen alimentos para el autosustento: miel, huevos, leña y algo de cereales de invierno, cuando el clima lo permite. Pero no siempre es fácil porque la zona es semiárida y las lluvias suelen ser erráticas, así que planificar se complica.
Su familia lleva cuatro generaciones en el mismo lugar y hasta el 2001 fueron básicamente tamberos. “Yo me presento como nieta de chacareros tamberos, pero hubo un momento en que mis padres dejaron de reconocerse en esa identidad”, cuenta. Fue cuando la palabra “productor” reemplazó a “chacarero, y ser del campo empezó a sonar más a empresa que a comunidad.
“Mis viejos se corrieron de esa identidad por una cuestión de propaganda, por esa idea de que el productor debía verse como empresario; el tema es que cuando sustituís ‘chacarero’ por ‘productor’ te convertís en un engranaje del agronegocio y las palabras son movimientos que trabajan internamente”.
Después de la crisis tambera de 2001, cuando “la leche no valía nada” su familia desarmó el tambo y se enfrentó a una decisión tajante: alquilar el campo para agricultura industrial o buscar otra manera de seguir viviendo en él. “Si nos íbamos al pueblo nos íbamos a morir de pena”, confiesa Luciana. Así fue como eligió quedarse y emprender una transición hacia la agroecología porque irse no era una opción.

“He vivido todo un éxodo rural disfrazado de progreso, vi cómo se vaciaban los montes y se perdía el poder de decisión sobre los recursos y entendí que había otra forma de quedarse”.
Actualmente su rodeo es diverso: iniciaron cruzando las Holando del tambo con Hereford, Angus y recientemente con ganado criollo. “No tengo una raza definida”, dice. “Buscamos rusticidad, resistencia a enfermedades y a las altas temperaturas (acá las olas de calor son cada vez más intensas) y ya notamos beneficios en la producción; a la vez hemos reducido el uso de insumos veterinarios”.

En el medio de todo esto Luciana estudió agronomía. Como cuentan muchos agrónomos, en la carrera se encontró con todos los sesgos productivistas y paradigmas de producción convencional, pero en su interior había una inquietud latente: que tenía que haber “algo más”. Ese sentimiento hizo que los primeros libros de agroecología le llegaran como “señales” y, movida por las ganas de aprender, empezó a visitar granjas biodinámicas y a conocer experiencias que proponían otra forma de relación con el entorno.
“Era eso: volver a sentir dignidad por tu trabajo como productora, saber que lo que producís lo puede comer tu hijo, tu vecino, cualquiera, sin miedo”, expresa.

Así, Luciana se fue formando con la recorrida de campos agroecológicos y en 2005 comenzó la transición “lote a lote” de La Milagrosa. Por esa época también se sumó al grupo Nueva Semilla, integrado por productores de distintas zonas de Córdoba que buscaban salirse del modelo hegemónico.
“Fue un pilar fundamental, aprendimos unos de otros, compartimos experiencias, errores, herramientas”. Durante casi veinte años coordinaron capacitaciones y encuentros y hoy siguen unidos: se venden entre ellos los excedentes de producción, animales, huevos, semillas. “Ya somos familia”, grafica.
Hoy, al mirar ese fatídico 2001 con la caída del precio de la leche, Luciana reflexiona: “Fue un momento tremendo, con el campo descapitalizado y con tres amenazas muy definidas: los extremos climáticos (sequías de tres años que obligaban a malvender la hacienda), la dependencia del mercado (como productores de leche éramos rehenes de la industria) y la falta de políticas públicas para las chacras pequeñas y medianas. Hubo una idea implícita de que el campo debía producir commodities, no alimentos para las personas que lo habitamos, creo que fue algo pensado para que ocurriera de ese modo y hubiera tierras disponibles para producir soja”.

En este contexto, la agroecología fue su respuesta. “Diversificar me permitió no depender tanto de insumos ni de tecnologías costosas como la genética”, explica y lanza un comentario fuerte: “En la lechería invertimos años en seleccionar vacas que dieran más de treinta litros, con semen importado y un montón de tiempo y dinero invertido, y cuando se vino la crisis las tuvimos que vender al gancho; al final no era un problema de eficiencia, era el sistema el que nos asignaba un rol más allá de lo buenos que fuéramos produciendo”.
-Hoy, en La Milagrosa viven y trabajan varias personas. ¿Eso no representa un costo alto?
-Es cierto que hay muchos trabajadores pero no lo veo como un costo, sino como lo que le da vida a la ruralidad. Todos vivimos en el campo, en un ambiente sano, no en esos desiertos químicos del monocultivo.

-Se dice que la agroecología no solo cambia la forma de producir sino que también transforma los vínculos. ¿A qué se refiere?
-En el modelo convencional yo observaba que los hombres tomaban todas las decisiones y las mujeres siempre estaban como “al servicio”, con poca voz propia. Acá es distinto: las mujeres tenemos un rol activo y decidimos sobre la producción, porque la agroecología es una manera de ver el mundo que tiene mucho que ver con lo que nosotras consideramos importante, como tener la familia sana y bien alimentada, no tanto si se logra una cosecha récord.
-Y a los varones, ¿qué les cambia la agroecología?
-En que ellos también recuperan su libertad.

-¿En serio? ¿Acaso los hombres no son libres siempre?
-A los hombres se los coacciona a través de todo lo que se espera de ellos: que sean proveedores, eficientes, exitosos. Esa es una gran presión. Por eso en tantos años de asesorar a productores en transición a la agroecología muchos me decían: “volví a nacer”, porque se reencontraban emocionalmente con ellos mismos a través de cómo se vinculaban con la tierra. Y eso es muy conmovedor.




