En este 2019 es justo y necesario dar luz a una emocionante historia acerca del origen y el presente de una bodega riojana, Chañarmuyo, fundada por un hombre que sabe leer la vida entre líneas, con espíritu quijotesco y una mística envidiable. Un hombre lleno de sueños y de poesía en el hablar.
En este momento tan crítico de nuestro país, en especial para los pequeños y medianos productores y emprendedores, este correntino levanta una antorcha de esperanza para señalar un camino posible, que tiene como pilares a la solidaridad, el sacrificio y el compromiso social de pensar que de esta crisis saldremos en racimo y no cada uva por su lado. ¡Qué mejor imagen para quien ha apostado a las vides!
Me refiero al doctor Jorge Luis Chamas, de 58 años, que trabaja desde sus mozos 18, productor agropecuario de la Mesopotamia argentina, nacido en Corrientes y de padre santiagueño. Allá por el 2000 andaba trabajando en una compañía de agua potable por la provincia de La Rioja, que al poco tiempo fue estatizada.
En aquel entonces Jorge se enteró de un beneficio impositivo para quienes desarrollaran proyectos vitivinícolas en una región con condiciones agroecológicas que resultaron excepcionales. Nos referimos al valle de Chañarmuyo, al noroeste de La Rioja, donde Jorge decidió comprar un terreno de 80 hectáreas sin siquiera haberlo visto.
Luego Chamas decidió aventurarse en un avioncito hasta La Rioja con un piloto amigo, y partieron luego en camioneta a conocer aquel valle donde había comprado su parcela. Pero se les hizo la noche y tuvieron que quedarse a dormir en el pueblito de Chañarmuyo, un antiguo asentamiento diaguita con numerosos restos arqueológicos, que en lengua cacán significa Chañar redondo, o Chañares a la redonda. Era un pueblito de no más de 100 almas, en ese momento, en vías de extinción.
Hicieron unos kilómetros hasta Campanas para comprar algunas provisiones y de regreso, ya al anochecer, avistaron en el camino a una dama de blanco que, con señas, les pedía llevarla. Por un segundo sospecharon fuera una fantasmal persona de las leyendas, pero era una lugareña, a la que levantaron y con la que fueron conversando hasta el pueblo de “casas de adobe abandonadas”.
La señora de rostro curtido por el clima seco, de las noches heladas y de los azotes del sol, les fue contando que allí los ancianos criaban a sus nietos porque los jóvenes marchaban hacia el sur a trabajar en el petróleo, en Comodoro Rivadavia, a unos 2.300 kilómetros de lejanía. Cada tanto enviaban dinero para mantener a sus hijos, y con mucho esfuerzo regresaban luego de varios años a ver a sus familias y a sus hijos crecidos.
Eso conmovió a Jorge hasta los huesos, y fue lo que lo empujó a emprender el proyecto vitivinícola, en un oasis de condiciones únicas en el mundo, en medio de un desierto rocoso y de escasa vegetación que se encuentra rodeado de la Sierra del Paimán, de más antigüedad que la vecina Cordillera de los Andes, al noroeste de la argentina provincia de La Rioja.
El gran historiador Don Félix Luna le había contado una vez a Jorge que en 1905 se había librado una cruenta “guerra” por el agua, entre Pituil y Chañarmuyo. Porque allí hasta hoy, el agua lo es todo. Pero eso no lo amedrentó para arrancar con su proyecto a fines del 2001, justo cuando nuestro país atravesaba una tremenda crisis que le jugaba en contra a cualquier emprendedor.
Así fue que se aventuró en construir una bodega en el valle de Chañarmuyo, al pie de la sierra del Paimán, y luego un bellísimo hotel asociado, de 10 habitaciones, con vista al fértil viñedo y al majestuoso paisaje serrano que rodea al valle, custodiado celosamente por cóndores y cardones que señalan al cielo, ese mismo incontaminado que en las noches se convierte en un mar de estrellas.
El establecimiento cuenta con una cocinera excepcional, la cual prepara empanadas riojanas al horno de barro, o un cabrito al mismo horno con salsa de malbec, que es “capaz de aplacar a cualquier toro embravecido”, sentencia Jorge Chamas. También cocina platos picantes que endiablan a cualquiera, y riquísimos postres regionales.
En el año 2014, el nombre “Valle de Chañarmuyo” fue reconocido como zona con Identificación Geográfica (IG) por el Instituto Nacional de Vitivinicultura, en función de las especiales características del lugar para la producción de uvas con destino a la elaboración de vinos finos.
Hoy la bodega ha alcanzado un enorme prestigio por haber llegado a producir vinos de alta gama, y junto al hotel emplean a 36 personas fijas, en blanco, y a otras 30 durante las vendimias, que conforman dos tercios de la población activa del pueblo de Chañarmuyo. El otro tercio trabaja en la municipalidad de Famatina.
Jorge proyecta para los próximos cinco años anexar más tierras y llegar a un total de 140 hectáreas. Dedicar una sola hectárea para embotellar su propio vino de calidad controlada, a unos diez dólares la botella. Exportar un tercio de la producción, no superando las 250.000 botellas, y los dos tercios restantes comercializarlos a nivel nacional, dedicándose a proveer de uva a una gran bodega argentina. Las tierras restantes, dedicarlas a producir nogales, que demandarán más empleos.
Todo el año es propicio para visitar la bodega, parando en el sobrio y bellísimo hotel que no descuida un solo detalle a la hora de agasajar a sus hospedados. Para los amantes de la pesca, el dique de Chañarmuyo, con su espejo de agua costeado por una frondosa arboleda es un buen atractivo para obtener pejerreyes. Y para los amantes de la cultura, el sitio arqueológico “La Parrilla” se encuentra a escasa distancia del dique. El conjunto estudiado hasta el presente incluye unos 300 recintos pertenecientes a la cultura de la aguada.
Jorge reflexiona que había miles de negocios mejores, y que por desconocimiento terminó invirtiendo cinco veces más de lo que había estimado. Su mayor atenuante es la lejanía respecto del centro enológico, ya que Mendoza dista a 900 kilómetros de su bodega. También su lejanía de los puertos. “Si te falta un tornillo, tenés al menos unos 100 kilómetros para conseguirlo. Además, la industria es muy competitiva, sobre todo en los vinos de alta gama, donde no admite errores”, dice. Agrega que a veces hay que ser un poco locos, pero fundamentalmente siempre coherentes.
Antes de despedirse nos dejó este sabio mensaje: “Siempre creímos, soñamos y apostamos. Aunque a veces nos sentimos vencidos, nunca bajamos los brazos. El pueblo quintuplicó su población y los jóvenes de Chañarmuyo volvieron. Y se afincaron formando familias, criando sus niños, educándolos. Crecieron creyendo y también apostando. Se cumplió un sueño, con paciencia y humildad, y concentrándonos en la capacitación. El trabajo era grande y no daba para aflojar. Y en el vino éramos nuevos, en un nuevo lugar. Debíamos aprender mucho, de los mejores. Y a los mejores contratamos. Creo en un modelo de país solidario y siento que tuve un mandato providencial, del cual no me arrepiento, sino que me enorgullece y ojalá muchos lo tomen como experiencia, para saber que es posible a pesar de tantas adversidades”.
Agradezco la generosidad de Lionel Scigliano, gerente comercial de la empresa, quien hizo posible esta nota.
Nos despedimos con una canción de y por el cantautor riojano, Pica Juárez, “La encendida”.