A comienzos de este año 2020 tuve la oportunidad de conocer la ciudad de Olta, en el centro oriental de la provincia de La Rioja, cabecera del Departamento General Belgrano, a 170 kilómetros de la capital riojana y sobre la Ruta 79. Está emplazada en una gran depresión u hoyo que sería el lecho de un volcán extinguido, en medio de un clima árido con escasas lluvias en verano. Pero curiosamente se la llama “El Oasis de los Llanos Riojanos”, porque posee un microclima que explica su gran vegetación debido al agua que se precipita por las nubes que llegan con el viento del este y chocan contra el cerro. También la rodean vertientes que traen agua de deshielo de la Cordillera.
Esta privilegio natural en la región fue aprovechada por la mano del hombre, quien generó una intensa actividad agrícola: en el año 1986, en la Colonia del Cisco, se producía ají para conserva de la variedad sweet banana, largo y dulce, para pickles; pimiento de calahorra, el que se usa para las pizzas; berenjena para escabeche y cebolla. También hortalizas para abastecer a Olta, empleándose a mucha gente.
Pero con los años las verduras fueron perdiendo precio hasta llegar a un punto que no valía la pena sembrarlas, las semillas se volvieron caras y finalmente se fue perdiendo la cultura del trabajo al perder poder adquisitivo, el salario. Primero se perdió la mano de obra especializada y luego, la común. Aparecieron los planes sociales y ya nadie prefería trabajar. Sumemos a esto la falta de servicios y los caminos intransitables.
Hoy esa gente que era operaria y tuvo que migrar a la ciudad, halla la dificultad de que un kilo de carne le cuesta 400 pesos, cuando en el campo podía criar sus cabritos, sus gallinas y sus chanchos y tener sus vaquitas. Y además, actualmente el precio de las verduras y hortalizas ha recobrado valor al haber menor producción. El Estado está mejorando los caminos y los servicios en las áreas rurales para que la gente regrese a vivir y a trabajar donde sólo en quince minutos, en una moto, por ejemplo, puede llegarse a la ciudad.
Olta está a unos 500 metros de altitud en medio de cerros que pueden alcanzar los 1500 metros. Los pobladores solían llevar sus vaquitas a cierta altura donde crece muy buena pastura, pero debían cuidar a los terneros de la rapiña de los cóndores y además, si los dejaban mucho tiempo allí, se les volvían cimarrones.
Dicen que: “¡Quien bebe el agua de Olta, no se va más!”. Es una ciudad muy bella con mucho potencial turístico y un gran atractivo histórico. Se puede visitar el monolito donde fue ejecutado su gran caudillo, el “Chacho” Peñaloza.
En Olta se inspiró Gabino Coria Peñaloza, para escribir la letra del famoso tango Caminito, uno de los tres más famosos del mundo -junto a La Cumparsita y El Choclo-. Transitaba ese camino ancestral que va de Olta a Loma Blanca, para ver a una bella mujer que pretendía. Luego, Juan de Dios Filiberto se inspiró en el Caminito de La Boca para componer su música.
Por las pasturas tan especiales son famosos los cabritos de Olta, y en el mes de julio se celebra el “Festival del Cabrito”, en el predio El Estanque, donde se degustan en todas sus formas de cocción, como a la estaca, a la parrilla, en guiso a la olla, o en la deliciosa “Chanfaina” que se prepara con las vísceras y la sangre de aquellos.
También se celebra el “Festival Provincial de la Laja”, en Loma Blanca, poblado que está pegado a Olta, en el predio “Las cuatro M”, a mediados de febrero. Es que allí se asienta una formación geológica de lajas rosadas, muy resistentes y de bellísimo aspecto, aparentemente únicas en el país y tal vez en el mundo.
Al este de Olta, en un loteo de 100 hectáreas, varios particulares han comprado terrenos y allí las extraen en sus canteras. Hoy sólo han quedado apenas cinco canteristas en actividad. Las lajas son un recurso escaso porque la formación tiene unos pocos kilómetros de extensión y va alejándose hacia abajo de la superficie terrestre, al punto de que su extracción ya se volvería más cara de lo que se la podría comercializar.
Llegué a Olta de noche y mi querido amigo Guillermo Tello me recibió con un típico cabrito a la parrilla y lo comimos sobre una emblemática mesa de lajas rosadas que engalanaba el jardín de la casa. Tanto mi amigo, como el atento Carlos Fernández -que tiene una mesa de la mentada laja en su casa, de unos cuatro metros de largo- me recomendaron hacer esta nota al canterista Cristóbal Norberto, “el Negro Díaz”, quien habita en Loma Blanca.
De 68 años de edad, Díaz estudió hasta sexto grado y comenzó a trabajar a sus 14 años. Su padre era obrero de una de las canteras de laja rosada y él recuerda que de más niño le llevaba la vianda. El Negro me contó que en esa región escasea el trabajo y la mayoría debe migrar. Y por eso en Olta crearon la “Fiesta del Reencuentro”, para las vacaciones de enero, cuando todos regresan a su pago natal. El Negro Díaz anduvo durante 26 años trabajando en Córdoba y en Neuquén para una empresa eléctrica. Pero regresó.
Con mucho esfuerzo pudo llegar a comprar una hectárea de tierra sobre la laja rosada y comenzar a construir su propia cantera, de unos 1000 metros cuadrados de corte, a la que llamó “San Cayetano”. Tuvo que cavar hasta llegar a la piedra y rebajar unos siete metros de escombros hasta llegar a la veta. La laja llega hasta los 15 metros de profundidad desde el nivel del suelo.
Al comienzo hacía todo a mano, con carretillas, y con una sierrita hizo su aserradero. Vendían las lajas de formas irregulares. Recuerda que andaba con alpargatas bigotudas y así le quedaron los dedos de sus pies… Hasta que pudo comprar un camión volcador para sacar el escombro que queda al usar unos explosivos. Luego compró otro, más una pala mecánica para limpiar el terreno hasta llegar a la piedra. Compró una máquina que corta la laja con disco diamantado.
Hasta hoy la laja se quiebra a mano y se carga a mano. En verano se trabaja muy temprano, antes de la hora 5, buscando la fresca, porque si no hay que estar luego con hasta 45 grados de calor sin una sombra. Y en invierno es muy frío hasta que pega el sol. Cuando llueve mucho, en verano, hay que sacar el agua con bomba durante semanas y no se puede trabajar. También todas las semanas debe llevar unos 6000 litros de agua para trabajar en su cantera.
El Negro fabrica mesas y bancos bellísimos y de excelente calidad, que sirven para colocar a la intemperie porque son muy resistentes. También maceteros. Y se usan mucho para pisos, veredas y para revestir paredes. Les compran revendedores de Córdoba y de San Luis, como también de la costa de Buenos Aires. Pero suele pasar épocas de pocas ventas y, por lo tanto, de poco trabajo.
Ya tuvo que pasar por una operación de la columna y dos de las caderas. Pero no deja de meter mano en casi todos los oficios de canterista. Lo acompañan seis empleados fijos y algunos temporarios, pero dice que cada vez se le hace más difícil conseguir jóvenes que quieran continuar en ese duro oficio.
Toda su vida fue muy ordenado y cuidó hasta los centavos. Todo lo que tiene lo ganó con mucho esfuerzo y el Estado lo abrumó con impuestos. Hoy siente orgullo de haber logrado “ser alguien” en la vida. Con su independencia económica tiene una finca con algunas vacas y pudo hacer, junto a su esposa Victoria, que sus hijas estudiaran y que hoy sean profesionales: una ingeniera; otra, abogada y otra, profesora.
A Don Cristóbal le gusta comer las empanadas riojanas con carne cortada a cuchillo que prepara su esposa, con pasas de uva, huevo y aceitunas, y en su caso con ají del monte, bien picante. Y le apasiona la música del litoral argentino. Pero eligió uno de los himnos que pintan a Olta y sus alrededores, dedicándonos un valsecito: “Olta”, por el grupo “Los Legales”.
Nota de la redacción: Agradezco la información que me brindaron: el Diputado y agricultor Carlos Fernández, el investigador Raúl Oliva, el geólogo Ramón Carrizo, mi amigo Guillermo Tello “el Sanjua”, y las hijas del Negro Díaz, Andrea y Gabriela. También a Marcela Díaz, de la dirección de Turismo.
A Olta la conozco por haber contribuido a reparar la válvula de riego, del dique que estuvo bloqueada más de una década.
Cuando desde la ciudad de la Rioja le ordenaban con un radio grama, el encargado les respondía recibido procedere según lo ordenado.
Peron en la práctica no podía hacer nada.
Pero en invierno al bajar el nivel de agua del embalse la pérdida disminuía, y en época estival como necesitaban regar los cultivos, le ordenaban aumentar la erogación, entonces como empezaba la época de lluvias aumentaba la pérdida, y el encargado, que no podía ni caminar, respondía, afirmativo, pero no podía hacer nada, Cuando se jubilo, le pasó las “novedases” y con ellas el tema de la válvula, a quien lo reemplaza.
Hasta que llegó el momento que fui comisionado para habilitar la válvula que permanecía bloqueada, y se me apareció el nuevo encargado del dique para suplicarme que no dijera nada, y lo tranquilice. Pero sólo hasta ahora que lo cuento después de lo ocurrido, en la década del año 1990.
Afectuosos Saludos. Rodolfo