¿Para qué sirve un productor agropecuario? Un típico político argentino diría para generar las divisas indispensables que necesita el país. Los economistas que trabajan para los políticos, un poco más sofisticados –pero no mucho más–, señalarían que son necesarios para recomponer las reservas internacionales del Banco Central (BCRA).
Los ensambladores de Tierra del Fuego asegurarían que la misión de los productores argentinos es fabricar los dólares que requieren para importar piezas y componentes, mientras que los agroindustriales dirían para proveer de insumos a fábricas elaboradoras de alimentos, fibras y biocombustibles.
Todas esas respuestas son válidas, pero incompletas, porque se focalizan en la necesidad específica de aquellos que responden la pregunta sin considerar otros servicios adicionales prestados por los empresarios agropecuarios.
Los productores son un activo esencial para consolidar la soberanía territorial de una nación. Por lo tanto, todas las políticas orientadas a fortalecerlos, tienen como propósito consolidar la propia seguridad del país en cuestión.
En 2005 EE.UU. creó un programa de promoción de biocombustibles (Renewable Fuel Standard Program) con el propósito de asegurar su independencia energética. Sin embargo, en los últimos años, gracias al desarrollo de los yacimientos hidrocarburíferos no convencionales (shale oil), EE.UU. logró transformarse en un exportador neto de petróleo.
De todas maneras, los programas de biocombustibles, lejos de ser desarmados, siguen más vigentes que nunca. El Departamento de Agricultura de EE.UU. (USDA) estima que en el ciclo 2024/25 el 36,9% de la producción estadounidense de maíz se destinará para elaborar bioetanol y burlanda de maíz. En lo que respecta al aceite de soja con destino a la elaboración de biodiésel, esa proporción proyectada es del 47,4%.
Se trata solamente de un programa entre muchos otros que EE.UU. instrumenta con la meta de preservar la presencia de productores agropecuarios en su territorio nacional.
Si nos guiamos sólo por el producto generado por los empresarios agropecuarios sin considerar los servicios territoriales prestados por los mismos –que comprenden tanto cuestiones soberanas como sociales y ambientales–, entonces resulta indistinto que los bienes sean generados por diez grandes grupos o diez miel pequeños, mediados y grandes productores.
Así, con esa premisa, para el soberano de turno resultaría factible extraer recursos excesivos de la actividad agropecuaria sin preocuparse por la salida de actores del negocio y la promoción de la concentración territorial.
Semejante proceso, si bien potencia los beneficios de la economía de escala, incentiva el despoblamiento del territorio y el valor agregado asociado a la sociodiversidad, dado que los más pequeños, además de proveer sustento a las comunidades locales, pueden ver oportunidades de negocio que las grandes corporaciones, detrás de un escritorio, muchas veces pasan por alto.
Adicionalmente, si el negocio agropecuario se hace tan inviable que termina por expulsar a la mayor parte de los productores genuinos para dejar todo en manos de un puñado de grandes compañías, se corre el riesgo de perder el propio país, pues esas corporaciones, de un día para el otro, pueden ser adquiridas por empresas estatales de naciones con ambiciones colonialistas o con necesidades imperiosas de asegurar su propia soberanía alimentaria.
Argentina se ha transformado en una “máquina” de triturar a productores agropecuarios en las últimas décadas, lo que promovió un fenómeno extraordinario de creatividad e innovación impulsado por una presión de selección salvaje que dejó solamente en pie a los más aptos. Pero esa particular política tiene un punto de inflexión a partir del cual no existe retorno al quebrar la capacidad de recuperación.
El productor agropecuario, sólo continúa sobre suelos de composición mixta. Y ya no existe más, ni volverá a existir sobre suelos con buena aptitud agrícola.
En toda la zona núcleo, por ejemplo, desaparecieron de los campos, alambrados, aguadas, corrales y las viviendas que ocupaban antaño aquellos productores agropecuarios que ” hacían la chacra”, quedaron hechas taperas. Ningún propietario de tierras agrícolas volverá a la explotación mixta. Y menos que menos a vivir en el campo, porque hay que agregarle el altísimo grado de riesgo por la inseguridad que tendría que asumir.
ARG cuenta con unas 23 millones de hectáreas de tierras con aptitud agricola que ya no se volverán a utilizar para otra cosa.
Lo que sí deberíamos procurar, es una reconversión del negocio agrícola que hoy es un cambalache. 70 % en manos de arrendatarios que pagan arriendos astronómicos y que son la verdadera causa por la que los productores dueños de tierras se corrieran del negocio pasándose a rentistas pasivos.
Las retenciones no deben rebajarse ni quitarse.
Hay que procurar meter al negocio al propietario, para que sea él quién gestione la producción de su campo y, entonces, sacarle al negocio agrícola la mochila enorme que representa en sus costos, el pago de arrendamiento. Que quienes cuenten con maquinaria abandonen el sembrar en tierra ajena y se conviertan sólo en prestadores de servicios facturando como contratistas rurales.
El campo agricola que llora por sus numeros finitos, es el arrendatario. El gobierno debe hablarles claro. Ya no estamos para tirar manteca al techo quitando retenciones para respaldar a quienes se les ocurre pagar altos alquileres y meterse a un negocio donde nadie los llamó, ni los obliga y en donde no son imprescindibles, ni irreemplazables