“Qué linda fue la mañana / El sol queriendo salir / Yo tan feliz al abrir / Y mirar por la ventana / Contemplar con muchas ganas / Tanta y tanta maravilla / Ver retozar mi tropilla / Ver ese cielo infinito / Grande, el mundo, y yo chiquito / Linda es mi vida sencilla”.
Así escribe el ingeniero agrónomo Fernando Rojas Panelo, nacido y criado en Buenos Aires, pero con el corazón aferrado para siempre a los veranos camperos, que en su infancia y adolescencia supo pasar en los pagos de Azul, en el centro de la provincia de Buenos Aires.
Bichos de Campo quiso retratar la vida de este “personaje” rural, que al parecer siempre se salió de lo común. Es como aquellas personas que no saben explicarse, por qué siendo de y habiendo vivido en una ciudad, desde pequeñas siempre les gustó más el campo. Pues, el caso de Fernando, siendo hijo de militar y de familia porteña, es similar.
Desde chico, a este multifacético personaje no sabe por qué le fascinó compartir y vivir la vida sencilla de los que podríamos llamar “obreros” del campo, los que llevan siempre una vida austera, trabajando la tierra, arreando ganado, domando caballos, trabajando los cueros para hacerse sus propias pilchas gauchas -comenzando por las de trabajo diario, claro-, mateando o churrasqueando y despuntando versos al compás de una guitarra.
Aclaremos que las tareas del campo no son exclusivas de los peones, pero sí, tal vez, esa mirada del mundo tan bien expresada en la frase: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”. Y esa riqueza, es cultural en la peonada, aunque haya excepciones de ambos lados. Esa riqueza, que se percibe como una gran libertad para vivir. Esa sensación de libertad es la que seguramente captó desde chico, nuestro personaje, Rojas Panelo.
Comienza recordando, Fernando: “De chico, íbamos en familia al campo de mi abuela. Era un campo grande, de unas 10.000 hectáreas, ganadero, que quedaba a 15 kilómetros de Azul, sobre la Ruta 226, camino a Olavarría. En aquella época se hacía poca agricultura, de la que se ocupaban contratistas. La mayoría criaba vacas y ovejas, a campo. Luego, a partir de los años ’80, se fueron pasando a dedicar más a la agricultura, que a la ganadería. Y el ganado se fue corriendo hacia las partes bajas o a las altas, serranas, de los campos de poco valor agrícola, claro. Con los años y las sucesiones, aquel campo se fue dividiendo hasta que la última parte, de apenas 25 hectáreas, se acaba de vender hace dos meses”, expresa.
Cuenta Rojas, que apenas llegaba al campo, corría a compartir las horas con los petiseros, por ejemplo, y hasta hoy reconoce como su “padre campero” a quien fue Héctor Laplace, uno de ellos, de quien asimiló su sabiduría, el arte de trabajar el cuero en la soguería y la pasión por los caballos, que hasta hoy le duran. “Me levantaba a las 5 para ir a acompañar a los paisanos en sus trabajos diarios y hasta hoy me acostumbré a no dormir la siesta”.
“Viví la época de las yerras, las pialadas, rodeado de paisanos y domadores -añora-. Mi padre no tomaba mate y me trataba de ‘paisano’, porque cuando tenía 12 años le dije que cuando fuera grande, sería resero o domador, y él casi se infarta”, se ríe.
“Tenía 9 años cuando escribí en la escuela mis primeros versos criollos para el día de la madre –rememora Fernando-. Un tiempo después llegaron a mis manos unos versos de mi abuelo Manuel Rojas Silveyra, que era filósofo, con un gran talento y pasión por la literatura, y que escribió mucha poesía. La fui recopilando y hace unos años una de mis hijas me armó un cuadernillo con todos sus poemas. A éste nunca le interesó ganar plata, era un bohemio que se la pasaba en los bares hablando de arte y cultivando saberes. Supongo que de él me viene la facilidad por enhebrar versos criollos, que hago sólo por gusto y nada profesional”, aclara.
“Mi abuela, a sus 13 años, tocó el piano para Sarmiento, y me salió una hija pintora, artista plástica”, señala con orgullo.
“Hoy llevo hechos, versos en décimas hasta por encargue, para gente que yo no conocía -continúa, Fernando-. Le he dedicado versos hasta a una araña, que me daba pena matar. A eso de los 15 años aprendí de un amigo lo mínimo para acompañar un verso criollo con una guitarra, interpretando alguna milonga, porque la música que más me prendió en el alma, es la surera de los estilos, cifras, triunfos, huellas, milongas y demás, que expresa nuestra cultura criolla bonaerense”, detalla.
El agrónomo editó un libro sólo para su familia y amigos: “Hace 8 años mis hijos me pidieron recopilar algunos de mis versos criollos y edité un libro, que titulé ‘Versos de alpargata’, por lo sencillitos que son –explica-. No me creo poeta, sino apenas un verseador. Estimo haber escrito ya más de 400 poemas”.
“Una vez, revisando fotos, hallé una, donde mis nietas estaban tusando a uno de mis caballos y me brotaron estos versos: Cuando a veces revisando / Me encuentro con esta foto / En el instante yo noto / Que de sentir soy capaz / En el cuerpo mucha paz / Y en el alma un alboroto”.
Cuenta Fernando que decidió estudiar agronomía en la FAUBA en Buenos Aires, y que con un compañero, cuya familia tenía campo en Vivoratá, cerca de Mar del Plata, se propusieron hacer viajes a caballo desde Buenos Aires hasta aquella localidad. Duraban varios días, y una vez tardaron un mes en regresar.
“Como queríamos hacer la misma vida de los reseros -recuerda, Rojas-, tranqueando por la huella, por razones de trabajo, como cuando nos tocó llevar una tropilla desde Roque Pérez hasta Vivoratá, o como si fuera por trabajo, decidimos llevar siempre lo justo y necesario: una pavita enganchada en el bozal, un mate, una bolsita con yerba, un asador atravesado en la carona del recado, que era un fierro con dos ganchos, un poncho y nada más, sin una carpa siquiera. Pedíamos en los campos que nos dejaran dormir en un galpón, y en verano lo hacíamos ‘al sereno’”.
Recuerda que una vez los dueños de un campo descubrieron que eran estudiantes de agronomía, y les ofrecieron su mejor lugar para huéspedes, pero ellos preferían experimentar la vida de un resero.
Lamenta Fernando que cuando empezó la facultad dejó de tener tiempo para hacerse un llavero, una manea doble, un bozal, todo muy rústico, que son las pilchas de trabajo del gaucho, explica. “Aprendí de joven viendo a don Héctor cómo macheteaba los cueros con gran habilidad, en el galpón, mientras yo le cebaba unos mates en los días de lluvia”.
Fernando rememora que apenas se recibió, le tocó trabajar en campos de Santa Fe y en la costa este de la provincia de Buenos Aires, a los que asistía yendo en su modesto Citroen, que andaba a 80 kilómetros por hora y le costaba subir las lomas.
“Pero yo quería irme a vivir a Azul, y a los 2 años de recibido, en 1972, logré alquilarme una casita en la ciudad, muy cerca de un arroyo”.
Durante 2 o 3 años, cuenta Fernando que tuvo que seguir asistiendo a los campos del norte, yendo y viniendo en su Citroen. Luego, logró atender campos de la zona centro y sur de Buenos Aires y recuerda que su casa se inundó varias veces, donde llegó a tener hasta un metro y medio de agua.
“Una vez, en 1976, al llegar a una loma me detuve a contemplar el paisaje del macizo de Tandilia, que es una de las formaciones geológicas más antiguas de la Tierra. Quedé tan embelesado que me dije: Qué lindo sería tener alguna vez mi propio campito acá”, señaló, sin saber que muchos años después, lograría tener uno cerca de ahí, con un paisaje similar.
El ingeniero Rojas explica cómo llegó a ser productor casi sin imaginarlo: “En los campos que yo atendía, le di trabajo a un contratista. A él le fue muy bien, ganó buena plata, mientras que yo, como agrónomo, seguía con lo justo. Entonces me sugirió ponerme a sembrar para mí mismo, en vez de para terceros. Él me dijo que me haría los trabajos, y que le pagara al final de la cosecha. De pronto vi que había 50 hectáreas que se alquilaban, a pagar con el 30% de la cosecha, de modo que me faltaban los insumos”, relata.
“Fui a una cerealera y le pedí al dueño que me fiara hasta la cosecha -continúa el agrónomo-. Éste me dijo que para sembrar necesitaba tener alguna de estas tres cosas: plata, tierra o maquinaria. Le respondí que no tenía ninguna y se rió, pero al cabo de conversar un rato, me gané su confianza y decidió fiarme las semillas, los fertilizantes y herbicidas. Felizmente esa cosecha me fue muy bien. Entonces pasé a alquilar 100 hectáreas, y así fui creciendo hasta llegar a sembrar más de 2000 hectáreas”.
Fernando logró tener su propia tierra en 1997: “Mientras, viví austeramente con mis ingresos de agrónomo -sigue-. Tuve suerte en conseguir créditos accesibles y fui comprando tierras hasta que logré tener mi campo de 600 hectáreas. Pero eso sí, siempre viví endeudado”, sentencia.
“Le puse por nombre La Porfía. De las 600 hectáreas, 500 son aptas para la agricultura y 100 son serranas, pedregosas, donde aprovecho para criar vacunos. En las partes más planas del campo siembro maíz, girasol y soja. Y en las partes más altas siembro trigo y cebada. En 2007 me mudé de la ciudad a vivir a este campo, cerca de Pablo Acosta, a 50 kilómetros de Azul y a 80 kilómetros de Tandil”.
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El ingeniero se pone reflexivo: “Una vez que tenés un pedacito de campo propio, ya los bancos te dan crédito -indica-. Pero hoy no podría hacer lo mismo, porque sacar un crédito es prohibitivo. Para colmo, el precio de los cereales está bajo, los alquileres altísimos. Hasta el año pasado canjeaba los fertilizantes por cereal. Pero esta próxima campaña será muy difícil”, pronostica.
Y profundiza: “Nunca me sentí un productor, porque gran parte de mi vida no lo fui. Y lo logré con mucho sacrificio, de años. Recién ahora tengo una estabilidad. También pienso que hoy es más oligarca un sindicalista, que un propietario de un campo. A un chacarero promedio, con 250 hectáreas, no le da para tener maquinaria propia. Y he visto a muchos contratistas fundirse por sacar máquinas a crédito. Hoy cuesta mucho actualizarlas, porque están carísimas. Pero cada vez más se tornan obsoletas en corto plazo”.
Rojas prosigue: “Hoy el dueño del campo le pide una máquina ‘variable’ al contratista, pero ¿cómo hace éste para poder comprarla? El año pasado sembré un campo alquilado, pero no me fue bien. Por eso, no creo que lo vuelva a hacer este año. Tengo un colega joven que está más actualizado que yo, y lo aprovecho para que me ayude a decidir”, advierte.
Ahora que está jubilado, Fernando cuenta cómo tiene tiempo para sus afectos: “Tengo 8 caballos, dos para mí y 6 más mansos para cuando vienen mis hijos y mis nietos. Canalicé un arroyito que tiene una cascada y formé un espejo de agua para que beban las vacas. Es muy hermoso, porque se llena de aves, y construí una balsa para que mis nietos se diviertan. Nos subimos con el mate, un queso y un salame para disfrutar en el medio del lago”.
Culmina, Rojas Panelo: “A mis 76 años, les digo a mis hijos que al final de mis días, no me echen las cenizas en mi campo, La Porfía. Porque si llegaran a necesitar venderlo, como el de mi abuela, yo les complicaría llegar a concretarlo. Entonces les propuse que las esparcieran en la loma donde en 1976, al ver un paisaje tan maravilloso, nació mi sueño de tener mi campo en esta zona. Y les dije que quemen mi urna en algún fogón familiar. Éste es mi lugar en el mundo, y lo será para siempre”.
Fernando Rojas eligió dedicarnos sus versos más sentidos, de su poema “Reseriando”: “Bajo el candil de la loma / y un cielo agujereao de estrellas / voy tranqueando por la huella / sin tener querencia alguna. / Llevo toda mi fortuna, / que son mis doce gateados / por esta mano entablados. / Y punteándo va baquiana / la madrina, que es tobiana, / y un potrillo colorado”.
Además, decidió regalarnos la milonga gaucha “El pedido”, en letra de Wenceslao Varela y música e interpretación, de Santiago Chalar, ambos uruguayos.