La lechería es una sucesión de desafíos que generalmente ofrece más golpes que alegrías. Hay algo en la pasión de tener vacas y producir leche que los iguala a todos. Siempre la última opción es abandonar la tarea, pase lo que pase.
Este vez, Julián Alberto habla desde la angustia, desde la desazón de una tormenta que se llevó la planificación y la inversión de años el viernes a la noche, cuando se hacía el último turno del ordeño en su establecimiento.
En el corazón de la cuenca lechera santafesina, en el límite entre San Vicente, Angélica y San Mariano, la cola de una tormenta generó una combinación de fuertísimos vientos, algo de agua y bastante granizo.
Lotes enteros de agricultura que sobrevivieron a la sequía, se desmayaron con las piedras. Pero quizá lo más impresionante fue ver una estructura completa de un galpón destinado al confinamiento de vacas, que retorcido en el piso de cemento hacía despertar del sueño del progreso a esta familia productora.
El Establecimiento “El Chiflón” tiene 235 hectáreas y eran 350 las vacas que estaban en ordeño, con un resultado de 11.300 litros por día. Todos los animales con collares y con el objetivo claro de producir de la mejor manera posible, aplicando tecnología, invirtiendo en bienestar animal.
Desde marzo de 2020 comenzaron los Alberto a andar por ese camino en la tierra, en la que Julio, el padre de la familia, trabajaba ya desde hace unos 50 años. Veterinario él y también veterinario su hijo Julián, conforman el eje de la unidad productiva. Paulina, su otra hija, es contadora y administradora de la empresa familiar.
Las mejoras en la sala de ordeño ya estaban listas: piso de goma, puertas de aparte que se combinaban con los collares que ya funcionaban. Ya estaban listas también las pistas de alimentación de cemento, con fosas para el tratamiento de efluentes. Y las columnas, los perfiles y las cabreadas del gal´´on, que se instalaron entre agosto y octubre, y que solo esperaban la llegada de las chapas, para las cuales un crédito aprobado el 18 de este mes había habilitado la compra.
La estructura estaba lista y en este noviembre se iba a techar. Pero la naturaleza no lo quiso. La tormenta provocó la destrucción total del tinglado en construcción de 150 metros de largo por 14,5 de ancho y 10 metros de alto. Eran 52 columnas con los perfiles para el anclaje de chapas.
El viernes pasado, con una tormenta que no estaba en los radares ni pronósticos, llegó un mensaje de uno de los empleados que vive en el campo. En el medio de la lluvia, la pedrada y el viento les decían que se había dado vuelta el flamante carro forrajero, muchos árboles y todo lo que estaba cerca de la guachera. Julián y Paulina hicieron los 14 kilómetros que tienen hasta el campo y empezaron con linterna en mano a descubrir el desastre.
Había vacas por todos lados, porque se cortaron 2.000 mil metros de alambrado. En la estampida algunas quedaron abajo de los fierros, que también se llevaron dos cámaras de seguridad. Además se rompió el cemento de la pista de alimentación, las barandas y los cordones, además de dos comederos de caño petrolero de nueve metros; y se volaron 20 paños grandes de media sombra.
“Con el tractor y la pala empezamos a levantar lo que pudimos. Estuvimos más de dos horas sacando vacas de abajo de la estructura”, cuenta entre lágrimas Paulina. En tres fosas de la pista se cayeron 18 vacas en total, muchas tuvieron que pasar la noche en medio de la bosta y el barro, una se ahogó en los efluentes. Una vaquillona murió por el golpe contra un poste y también un ternero aplastado por un árbol.
La furia de la naturaleza es proporcional al dolor y la desazón. Al día siguiente Julio fue al campo y descubrieron que las 35 hectáreas de maíz recién sembradas habían sido arrasadas, aunque lo peor fueron las 160 de alfalfa que ya no pueden alimentar ni a las vacas secas.
“Nosotros tres tenemos nuestras profesiones y trabajos, independientemente del campo. Por eso siempre trabajamos reinvirtiendo todo en el tambo. Ahora estábamos ilusionados en llegar de la mejor manera al verano, con más confort para las vacas, pero esto nos paralizó”.
Paulina le cuenta a Bichos de Campo que el sábado estaban dispuestos a dejar todo porque la desazón era enorme. Pero en el espíritu tambero está la voluntad de seguir siempre. “No estamos solos, porque otras cinco familias viven del trabajo en el tambo, por eso no podemos abandonar”.
Estuvieron casi un día sin electricidad, porque las líneas del servicio se cayeron todas. Todavía no se pudo correr la estructura caída y al menos destacan que no se dañó el robot que ya tenían para acercar el TMR en los cuadros de alimentación.
En estos días se hicieron todas las denuncias, se activaron las pericias de los seguros de los créditos, se comenzó a organizar la compra y los préstamos para asegurarle la comida a los animales. El director de Lechería santafesino, Abel Zenklusen, los orientó en los trámites y sólo queda esperar la respuesta de las garantías de cada uno de los compromisos económicos que estaban en marcha.
Pensar hoy en retomar normalmente la actividad se hace difícil. Este martes se cargaron las primeras 27 de 49 animales que se venden para achicarse y volver a los 9.000 litros por día con 300 vacas en producción, retrocediendo así los casilleros que habían avanzado en dos años.
Es que combinado el fenómeno climático con el marco lechero actual, la crisis económica y política, no es fácil mirar hacia adelante.
“Siempre supimos que el tambo es muy sacrificado, pero cuando pasan estas cosas lo vemos con más claridad. La lechería siempre queda en el medio de todo, de las políticas, de las presiones de la agricultura. A pesar de todo vamos a seguir”, asegura ella.
La familia Alberto todavía no puede entender lo que pasó, la furia de la naturaleza, los años de trabajo perdidos… Pero sí saben que con más empeño van a poder recuperarse en una primavera tremenda, en un año muy difícil, en un contexto general que nunca deja de ser provocador en todo sentido.