La sociedad argentina, al menos unas 25 millones de personas en condiciones y en edad de votar, deberá enfrentar este domingo 22 de octubre una decisión histórica: ¿Qué ponemos a la gran parrilla que es este país, que todo lo asa y muchas veces lo quema?
¿Ponemos pollo? ¿Ponemos cerdo? ¿O ponemos vaca? ¿Acaso alguna vez nos animaremos a pensar en opciones más disparatadas e inusuales, como una pata de cordero? ¿Alguno se animará a elegir un pescado o a ése lo desechamos de una, porque se desarma demasiado? En la parrilla no sirve poner cosas que se desarmen. Salvo que tengas esas rejas que aprietan al pescado de turno y lo encorsetan, la parrilla no es apta para sentimentalismos.
La pucha, qué dilema. ¿Qué hacemos? Desde hace algún rato que a la hora de hacer un asado ya no hay solo una única opción, como tenían nuestros abuelos.
En aquellos tiempo era todo más sencillo, pues era todo vacuno y solo una selecta minoría podía elegir el caviar, que no se conseguía en las carnicerías de barrio. Braden o Perón. La opción era sencilla. Hubo veces que lo que se ponía en la parrilla se resolvía con el 70% de las manos levantadas, votos a favor. Y mafangulo.
Solo a veces. Porque muchas veces pasaba que el otro 30% no se resignaba a comer lo que quería la mayoría y pateaba todo el tablero, desparramaba lo que hubiera sobre la parrilla, y hasta meaba las brasas todavía encendidas. Se cagaban en todo utilizando la fuerza. Eran tiempo de encularse. Sin asado que nos reúna en la mesa familiar, pues las gentes se iban a dormir largas siestas, y muchas veces con la panza vacía.
Pero en los años más felices llegamos a comer 100 kilos anuales de vacuno por habitante, y además nos sobraba porque exportabamos 1 millón de toneladas de cortes vacunos a los ingleses y a los yankees, que nos adoraban por eso, y hasta cometeaban a nuestro diputados, nuestros ministros y nuestros senadores, aunque algunas veces también les disparaban en plena sesión, por si las moscas. Hay que preguntarle a Lisandro por todo aquello. Ahora ni bola nos dan los gringos y solo le podemos mandar carne con hueso, o hueso con carne, a los chinos, que comen cualquier verdura.
Pero antes, cuando yo era chiquito, el lomo iba siempre para afuera, para la Cuota Hilton, porque acá nos alcanzaba con las costillas. Éramos felices con eso. Siempre fue lo más rico aunque no lo más sano, porque la grasa es colesterol y el colesterol se va acumulando y al final -tarde o temprano- es sinónimo de arterias tapadas. No importaba mucho, porque antes éramos menos rebuscados. Solo sabíamos que nos podíamos llegar a morir o de viejos o de excesos. Ese era el dilema. Había muchísimos tiros en las calles, pero casi nadie moría se por la inseguridad ni nos preguntábamos si había sido un infarto, un ACV o simplemente el síndrome de Estocolmo. “Que Dios lo tenga en su gloria”, decíamos ante los finados sin poner en duda ni siquiera eso de la gloria de Dios. El Papa no era argentino, pero seguro que Dios también comía asado de vaca como nosotros.
Y todos comíamos carne de novillo y éramos sin duda más felices.
Ahora ya no se consigue aquel novillo de 450 a 600 kilos, un animal pesado, veterano de mil pasturas y mil batallas, pero finalmente un león herbívoro al cual le habían quitado los testículos a temprana edad -diría alguno las criadillas- para que eche kilos de modo más acelerado. Y culo, que solo sirve para cagar y para sentarse. Tenía ese animal, por cierto, mucha más corpulencia y más músculo político, de ese músculo que sangraba a veces porque nunca terminaba de cocinarse del todo el asunto.
Con el correr de los años nos dimos cuenta que los sucesores del vacuno de exportación, la famosa dinastía vacuna, venía a decepcionarnos. Resultaron ser todos ellos unos blandengues de cabotaje: vaquillonas, terneros y novillitos de bastante menos kilates, escasísimo sabor y falta visible de consistencia. Quizás no enfermen tanto como los de antes porque tienen mucha menos grasa. Y quizás ahora haya bifes de chorizo que se cortan con cuchara en algunos boliches de San Telmo. Existen además boludos que aplauden eso. Pero es la carne de bichos que ya no se alimentan en el duro pastizal nativo de la cuenca del Salado, ni dejan los dientes en ello. Ya nadie deja nada por algo. Ni la vida ni los dientes. Nada dejamos.
Antes ser desdentado era sinónimo de sacrificio. Y ahora solo significa descuido.
Nos hemos acostumbrado, con el paso del tiempo, a estar encerrados en un corral. Los comederos ahora los tenemos muy a mano, cual planes sociales de fin de mes, cual wifi de clave abierta y velocidad generosa, cual renta por las acciones o bonos que compramos, o simplemente porque nuestro chozno nos legó un título de propiedad. Allí, en los recipientes, se pone el alimento balanceado que las vacas comerán agachando las cabezas, y que luego por transición comeremos nosotros mismos.
Salvo unos pocos días al año, como este domingo, en que podemos encender el fuego para hacer un asado. Que se queme o salga crudo.
La carne de esos vacunos modernos es más insípida que la de antaño, sin dudas. Pero sobre todo más breve. Todo dura demasiado poco, es chiquito. Si antes una costeleta pesaba 500 gramos, ahora debemos conformarnos con una costillita de solo 250. Y ni hablar de los huesitos del asado, que tiene el tamaño de un dedo meñique. Algunos se parecen al carozo de una aceituna, que tragamos y escupimos lo más lejos posible, como si la distancia obtenida en ese escupitajo significara algo. Algún boludo, por suerte, de vez en cuanto se ahoga y muere asfixiado.
No dan ganas de hacer este domingo un asado de vacuno, no dan ganas. Esa carne hace rato que perdió el sabor severo que supo tener, y también perdió la grasa y también la sangre. No sé si decirle “anodina” o llamarla “insulsa”. No sé como definir además la tropilla que marcha a faena, repleta de hacienda liviana sin marca ni seña, que parece robada de otros campos pero muge y muge para disimular y hacernos creer que son vacas todavía.
Pero no son, ni saben, ni sienten como vacas.
No sé exactamente cuando el pollo entró a competir de modo tan firme con la carne vacuna por tener un espacio en esta parrilla. Solo sé que fue en los años 90, con aquel Menem, amoral de mierda, que blanqueó vender chicha por limonada pero sin embargo para algunos ha sido el mejor presidente de la historia. Cosa curiosa que elijamos a los mejores entre los que tuvieron los peores indicadores de la historia. Después de todo, comprendo, no todos tuvimos cerca de Yuyito González ni mucho menos logramos elevar un cohete de Córdoba hasta la estratósfera.
Pero hubo en la Argentina de esos años un auge de las pollerías. Había pollo parrillero por doquier, tanto como paddles o como viajes a Miami. O como ramales que cerraban. O como chacareros que se fundían. Había muchos. Competían estas aves palmo a palmo contra la carne vacuna, la que iba bajando escalones rumbo al descenso cantado. Si antes, en los años felices, habíamos comido 100 kilos, en los años 90 bajaron a 70 kilos, y en 2000 ya estaban en 65, en 2010 en 60 y ahora nos quedamos en menos de 50 kilos por habitante y por año. La mitad que antaño.
El pollo, en esa debacle de las ideologías y de las parrillas, sirvió para disimular el desbande. El pollo no vuela pero, como la vaca, sacía. Y tiene huesos para mordisquear con la ansiedad que nos caracteriza. El pollo además está allí cuando se lo necesita, para ocupar los espacios vacíos en la parrilla. De golpe su consumo comenzó a crecer muy fuerte, hasta llegar en los últimos años a un bipartidismo casi perfecto, que se reparte en dos mitades iguales. Hay ahora 48 kilos de carne de vaca por año por argentino, más 48 kilos de carne de pollo por año y por argentino. Sumados dan los mismos casi 100 kilos de antes. Nada se extraña.
Es el encanto de estos 40 primeros años de democracia: donde tenemos la barriga llena de nuevas ideas, un mundo de sensaciones. Creemos que comemos igual, lo mismo que siempre. Pero en verdad lo que sucede es que nos van cambiando el tipo de carne que ingerimos. Ya no es oscura ni roja pues el comunismo murió cuando cayó ese muro. Ahora es blanca. Ya n es dura ni fibrosa, ahora es siempre blanda.
¿Qué ponemos a la parrilla de este domingo? Alimentarnos ya no cuesta sacrificio ni lleva tiempo, como sucedía antes, cuando un novillo tardaba tres o cuatro años en llegar al matadero, y luego una semana más -bien madurado- en llegar a las carnicerías. Un pollo, el mismo pollo, siempre el mismo pollo, tardaba antes 70 días en arrimarse a los 3 kilos de peso. Ahora tarda 45 y el peso es casi el mismo.
Es el pollo que tiene todas las luces encendidas dentro de la granja de engorde, como nosotros el aire acondicionado. También se alimenta de granos, básicamente soja y maíz, como los nuevos vacunos. La receta parece ser la misma. No queda margen para comer gusanos.
En los primeros años de este milenio, cuando la vaca y el pollo comenzaban a emparejar los tantos, algunas vez por derecha y otras por izquierda, alguna vez con los Chicago Boys y otra vez con la escuela de Frankfurt, comenzó a ser una nueva opción el cerdo. Ser o parecer, que no es lo mismo.
Al cerdo antes todos le decíamos sencillamente y sin ruborizarnos “chancho”, pero resulta que ahora los cultores de esa producción no quieren que los llamen así y prefieren nombres mucho más atildados, bien pro. El porcino, además, ha venido mejorando la genética a pasos acelerados. Si antes habían estado en el chiquero de la obra pública o tocando las puertas de los cuarteles para escupirle el asado a la gente, ahora lucían mucho más democráticos y hasta “populares”. Dale Bo, dale Bo, dale Bo. Votamos todos con resignación y las parrillas de leña fueron cambiadas por gas en los carritos de la costanera.
No sé bien cómo sucedió. Pero valiéndose del visible retroceso de la vaca y detrás del aggiornamiento del pollo, el consumo de carne de cerdo también creció fuerte en estos últimos tiempos. Si en la crisis de 2001, cuando había pasado la moda de la pizza con champagne y algunos se masturbaban comenzando a probar el shushi, nosotros los argentos comenzamos a probar primero con la costillita, más tarde con el pernil y luego con un pechito o con un matambre a la parrilla. Con la carne fresca del cerdo hasta nos animamos a hacer milanesas. Y además una estadista nos decía que vayamos, que era afrodisíaca. Así el consumo de los porcinos creció de 6 a casi 20 kilos por habitante y por año.
Todavía el cerdo no llega a enamorar a toda la gente y mucho menos emparda los niveles de consumo entre las carnes más populares. O “populistas”. Pero allí está, como una buena alternativa para la parrilla en estos días de grandes decisiones.
“Estamos frente a una elección de tres tercios”, dicen todas las encuestas, luego de preguntar por las preferencias de los argentinos por cada una de las carnes que hay en cartelera.
Lo cierto es que todas ellas saben bastante parecido, pues todos esos animales se terminan de engordar sin hacer grandes esfuerzos, con granos que no buscan sino que se les acercan… De todos ellos se pueden hacer milanesas, aunque también parezcan servir para tirar a la parrilla este domingo. Los cortes pueden ser engañosos, pero casi todos se pueden utilizar y el sabor será más o menos el mismo.
Corte presidente o corte gobernador, el resultado será siempre parecido. Las únicas inocultables son las alitas de pollo, que de todos modos hace rato no pueden volar. Se suelen quemar abandonadas a la parrilla, porque casi todos prefieren otros bocados.
La sociedad argentina, al menos unas 25 millones de personas en condiciones y en edad de votar, deberá enfrentar este domingo 22 de octubre una decisión histórica: ¿Qué ponemos a la gran parrilla que es este país, que todo lo asa y muchas veces lo quema?
¿Y luego, cómo acompañaremos la carne cuando finalmente la elijamos? ¿Será con ensalada de lechuga o de zanahoria? ¿Habrá zapallos en el menú? ¿Le pondremos huevo? Si la cebolla nos hace llorar, ¿podremos dejarla afuera? ¡Quién quiere llorar en un día como el que nos toca vivir ahora!
¿Y habrá postre? El chocolate siempre queda bien con todas las opciones.
Escribís muchooo, para no decir nada….
Milei presidente!!
Cuánto hace que venimos comiendo pollo y polenta con este gobierno corrupto