Dedicado a Matías Piasentini
El Problema
El asunto era serio, porque complicaba la integración productiva entre dos establecimientos de la misma firma, ambos en la provincia de Corrientes.
Un campo de malezal en el norte, allí no hay “mío mío”; el otro más al sur en el departamento Curuzú, en esas cuchillas sí, y brota como en almácigo.
El “mío mío” (Baccharis coridifolia o “romerillo” fuera de la Mesopotamia) es una planta muy tóxica, letal para el ganado que lo consume, algo que casi no les ocurre a animales que lo conocen por haberse criado en su presencia. (* )
En el invierno o cuando hay seca, esta maleza suele ser lo único verde que sobresale y el riesgo aumenta con hacienda hambreada. Yo mismo había tenido experiencias nefastas trayendo a Curuzú o a Entre Ríos, novillos desde donde no hay “mío mío”.
Hay técnicas camperas para prevenir (en Corrientes “curar”) la intoxicación, como frotar boca y morro con la planta o con una infusión de esta, pero si te pasás con lo del té y la frotada, la boca se les llaga. Por unos días les cuesta alimentarse, pierden estado y hasta el sentido del gusto y pueden volver a comerlo.
Otra alternativa –con esta no me fue bien- es hacer fueguitos con pilas del yuyo y para ahumar a los animales en riesgo. Pero sea cual sea la técnica, hay que estar atento y observar si algunos comen cuando se largan al campo. Cuando las precauciones fracasan e igual lo hacen, el último recurso es impedirles tomar agua.
Suele funcionar, en general sobreviven, aunque el rumen pueden quedar dañado de por vida.
En síntesis, que es un lío bárbaro y que todo ese trajín no es gratis, en el proceso de “cura”, enseñanza o acostumbramiento, el ganado pierde peso y algunos mueren.
Según mi estadística, aun cumpliendo con los protocolos de la medicina veterinaria popular, al introducir vacunos de otra zona la mortandad es del 1,5%, incluso soltando animales llenos o saciados.
En esos años, la falta de pasturas e instalaciones en ambos campos dificultaba aún más los procesos.
El Plan “B”
Desde siempre escuché de algunos que “curaban en secreto”, personas que poseen el conocimiento y el don para conjurar el daño de bicheras, verrugas, mío mío, etcétera. Algo que debe ser concedido por quien ya lo posee. Volveré sobre este punto.
Me resistía –ya no– a creer en esas supercherías, pero el tema era importante y no resolverlo podía implicar ni más ni menos que manejar ambos campos por separado, como si fueran de distintos dueños.
Averigüé con ganaderos conocedores, consignatarios de hacienda aburridos de traer vacunos o yeguarizos que no “conocen” “mío mío”, también con capataces curtidos y hasta con veterinarios.
Todos me remitían a una sola persona, el “Doctor” Atanasio Almirón, de quien nadie entre los que realmente tenían experiencia me supo referir fracasos concretos.
Terminó de convencerme un profesional, administrador de una compañía ganadera muy importante, acostumbrado a manejarse con un ejército de veterinarios, asesores, “coachs” y varios etcéteras, un estado mayor más numeroso que el personal de a caballo.
-¿Sabés qué Silvestre? Dejá de joder, búscalo al “Doctor” Almirón y terminá con el tema, no vas a tener problema.
El “Doctor” Atanasio Almirón
Hace 15 ó 16 años, el hombre tendría alrededor de 65 y vivía en la orilla de Mercedes.
Cuando lo encontré iba a pié tironeando una ternera guacha con una soguita, para dejarla a la vuelta de su casa en un baldío que estaba lindo de pasto.
Hacían un calor y una humedad africanos, pero él tenía puesta una boina de lana cruda, más adecuada para agosto que para ese febrero sofocante.
Sirve completar la traza del hombre.
Pantalón corto negro, holgado y muy gastado, de los que usaban los futbolistas en la época de Bernabé Ferreyra, esos que se ajustaban con dos piolas como de zapatilla, cuyos extremos a él le colgaban sin atar.
El calzado, botas de goma, las cañas recortadas arriba de los tobillos con una tijera de tusar.
Camiseta con agujeros grandes, originalmente anaranjada, todavía se entendían el emblema de un partido político y el nombre de un candidato de años atrás.
Encima la camisa de trabajo de algodón grueso color caqui, las mangas abrochadas al puño.
Sujetando el conjunto contra una barriga prepotente y firme -no era una panza caída- la faja negra de lana, de esas que ya casi no se usan.
Cuando me presenté, me pasó una tarjeta de impresión casera y confeccionada por alguien en cartulina de colegio, decía: “Doctor Atanasio Almirón”.
Posteriormente supe que el nombre completo en el DNI del personaje era “Atanasio Doctor Almirón” (sic). También que su onomástico coincidía con “San Atanasio Doctor de la Iglesia”. Con picardía él había alterado el orden de los nombres.
Le expliqué los motivos de mi urgencia:
Acababa de descargar una ternerada recién destetada que no conocía “mío mío” y que acumulaba días de trajín en medio de una ola de calor.
La tropa venía muy sufrida por la juntada, la clasificación, el destete, los tratamientos de “limpieza” de garrapata, un arreo de más de 2 leguas, desde el campo de origen al embarcadero, y con toda la burocracia de entonces para cargar y despachar:
Que el paratécnico, que el policía, que volcar en una planilla la parva de dígitos y letras que integraban la identificación de cada uno de los terneros.
Después de salir y hacer 45 kilómetros de camino de tierra, llegar al pueblo y estacionar los camiones al sol, mientras se “visaban” los documentos.
Además los camioneros tuvieron que descansar un rato, prolongando aún más la duración prevista de 7 u 8 horas de camión. Finalmente, habían descargado a la madrugada en un encierre.
En resumen, todo eso que conocemos los ganaderos del norte, tan difícil de hacer entender a cierta burocracia.
Allí estaban los terneros, hambreados en un corral del que surgía un balerío lastimero.
El tiempo les jugaba en contra, pero largarlos así nomás sería suicida.
Había manejado situaciones similares, con éxito regular, pero con lotes mucho menos numerosos.
Esta vez era otra cosa y yo estaba jugado, magia o técnica, si no funcionaba, sería un desastre.
Cuando le pinté mi cuadro de situación, el “Doctor” no pareció preocuparse ni tampoco compartir mi urgencia. Si aceptó salir esa misma tarde fue más que nada para tranquilizarme. Se lo agradecí, aunque aclaró que acababa de volver de viaje y necesitaba tomarse unas horas antes de que lo buscara. Su idea era llegar al campo esa tardecita con algo de luz como para hacer “el trabajo”.
Cuando lo busqué, la traza era muy diferente, a su manera, prolija.
Nuevamente es imprescindible la descripción:
Bañado y afeitado, se había puesto un diente de oro.
Sombrero de paño negro y ala 12, pañuelo al cuello, botas de cuero; cinto ancho con un par de hebillas muy grandes a la espalda y adelante una rastra con el centro en forma de escudo, también inmenso, casi como para poner al frente de una comisaría.
En el trayecto hablamos poco, en parte porque aturdía con su vozarrón, pero me interesó saber algo de él y me contó que esa misma mañana había llegado de hacer un “trabajo” en un establecimiento adonde lo habían llevado y traído en avión.
-¿Adónde fueron tan lejos Don Atanasio, para tener que ir en avión?
-Pero no sé Patrón.
Por el nombre del campo, me di cuenta que había estado en una cabaña muy importante y muy conocida de otra provincia. El casi no tenía idea de dónde, tampoco le interesaba.
Como curiosidad, me sorprendió su pregunta sobre si había muchos perros adonde íbamos, si eran sujetos y si no podrían atarlos o mejor llevarlos a otro lado. Equivocadamente supuse que era para impedir que la perrada alborote a los terneros mientras el curandero hacía su “trabajo”.
Sobre Almirón, apenas pude saber que en la juventud había sido tropero, especialmente trayendo ganado desde “las Misiones” hasta los remates de Mercedes, donde casi no hay “mío mío”.
En Corrientes, para la gente de campo de cierta edad, Misiones es una provincia, pero todavía algunos llaman Misiones a todo el nordeste correntino.
Primer “trabajo” con nosotros
Cuando llegamos, no me dio ni un tiempito como para ponerme en capilla y meditar por última vez sobre el riesgo que estaba asumiendo.
Solo y por intuición, Almirón identificó al capataz, le pidió un caballo y le dio instrucciones para que se dispusiera a acompañarlo a largar los terneros de donde estaban encerrados a un potrerito contiguo.
El capataz se sintió obligado de advertir a Almirón en forma fehaciente:
-Mire Don que ese piquete tampoco tiene mucho pasto y hay mucho “mío mío”.
Dijo algo obvio, pero la advertencia fue hecha en mi presencia para desligar cualquier responsabilidad ante lo que podía ocurrir. No quería compartir conmigo la más mínima parte de la culpa.
Fue como si Don Almirón no hubiera escuchado la notificación del capataz, porque ahí nomás montó y salió a caballo detrás de los terneros que por el hambre se desparramaban rápidamente en abanico apenas pasaban la tranquera, dejando de balar por primera vez desde que llegaron.
El “Doctor” llevaba las riendas en la mano izquierda y la derecha atrás, a la altura de la cintura o adelante, en el hueco que hay entre los dos bastos y la carona, lo hacía apretando un puñadito de “mío mío”.
Mientras el caballo iba al paso, él murmuraba algún rezo.
Adelante el capataz, después los terneros, atrás de los terneros él, yo a pie cerrando la procesión, caminando rápido y estirando el cuello para intentar ver lo que pasaba. Magia o técnica, si no funcionaba, sería un desastre.
No habrán pasado más de 5 minutos desde que el último ternero pasó por la tranquera y Almirón, que estaba como 200 metros por delante, dio vuelta su montado y tranquilamente se puso a mirar un padrillo que estaba al otro lado del alambre; quizás lo hizo como compadrada o para hacerse el interesante.
Por fin vino para mi lado.
-¿Y ahora, Don Almirón, qué falta hacer?
-Ya está.
-¿Cómo ya está?
-Ya están curados patrón.
Semi “agregado” a la estancia
La segunda o tercera vez que lo traje, cuando terminó con su función almorzó con la gente y se quedó un rato conversando con ellos debajo de unos naranjos. Los dejé tranquilos un rato, pero luego tuve que avisarle que se aprontara para llevarlo.
Me avisó que pensaba quedarse unos días, no fue pregunta, solo informó.
Desde entonces siempre que venía se instalaba, evidentemente la pasaba bien o como dicen en Corrientes, “se hallaba”.
El personal estaba pendiente de él y hacía su trabajo con displicencia, yo no podía evitarlo, tampoco quería. Se salteaban la siesta y quedaba por largos ratos con el “Doctor”. Por la noche también la seguían hasta tarde y claro, a la mañana siguiente andaban a los bostezos.
Es que veían a Atanasio Doctor Almirón como lo que era, una suerte de mago o taumaturgo, de intermediario con lo misterioso. Eso en Corrientes se toma muy en serio, más en el campo, donde las “médicas” suelen ser la primera opción ante alguna dolencia o golpe.
Con los paisanos podía ser bastante locuaz en temas como parejeros, jinetes, reservados famosos de los festivales de doma, etcétera.
Varias veces los oí hablando de arreos, algo que casi dejó de haber, pero los jóvenes vieron a sus mayores participar o escucharon de grandes tropeadas y por eso su admiración y curiosidad:
¿Cuántos días de marcha hay de tal lado a tal otro? ¿Cuáles eran los rondaderos? O si le les había ocurrido de grandes tormentas eléctricas y disparadas.
Eso sí, Atanasio Almirón jamás hablaba sobre su trabajo de curar el “mío mío” en secreto y por prudencia tampoco le preguntaban. Pero un día tuvo que dejar bien en claro su reserva sobre el asunto, cuando un “mencho”, muy bueno e ingenuo pero algo desubicado, pretendió que el “Doctor” le enseñara su ciencia.
Ahí nomás y de una, el curandero lo puso en su lugar apelando a una zafaduría, con toda la intención de avergonzarlo delante de los compañeros. Santo remedio.
Abordaje racional fallido
Durante 2 o 3 años, traíamos al “Doctor” para que ejerciera su ciencia cada vez que se recibía hacienda que no conocía “mío mío”.
Su eficacia fue casi absoluta; muy de vez en cuando moría algún animal intoxicado, en general vacunos que fueron trasladados siendo adultos.
Él me había prevenido, insistiendo en que si el ganado tenía más de 4 dientes, esperara 3 ó 4 semanas después de la cura, antes de mandarlos a bañados sin “mío mío”, para que los novillos no “perdieran el sentido”, olvidando lo que él les había transmitido.
Durante un tiempo seguí buscándole una explicación lógica al asunto, pero desde su primera visita tuve que descartar de plano la explicación reiterada por quienes pretendían que la trampa estaba en que los animales se saciaran en un lote sin “mío mío”, antes de largarlos a otro bien empastado pero con “mío mío”, algo que supuestamente les daba la alternativa de seleccionar los bocados reduciendo el riesgo.
Restaba enfocarme en el procedimiento de Almirón. Después de algunos “trabajos” del Manosanta creía saber de memoria la parte visible de su liturgia, pero faltaba conocer esos sortilegios misteriosos que parecían ser lo más importante del proceso.
No basta con el cómo ni con repetir las fórmulas
En la Feria de Tristán Narvaja de Montevideo encontré por casualidad tres tomos de unas revistas muy viejas con la transcripción de un manuscrito de Roberto J. Boutón (Él lo llamó “Bien Criollo”) y era la recopilación de costumbres rurales del Uruguay de fines del siglo XIX y principios del XX.
El autor describe exactamente el ritual visible que yo conocía, pero además incluía una serie de rogativas muy estructuradas y específicas, algo que en su momento habrá sido muy difícil de recopilar y que hoy aún más.
Inferí que como si la parte visible de la liturgia que representaba don Atanasio, coincidía con la descrita por Boutón, los conjuros serían también los mismos.
Para entonces ya casi había dejado de buscarle una explicación racional al proceso, que no parecía tener justificación científica. Pero tampoco me terminaba de resignar concediendo que todo fueran magia o capacidades recibidas.
De un modo bastante “light” y poco convencido, suponía la existencia de un vínculo mecánico entre el ritual completo y la inmunidad al “mío mío”, y que en algún momento hasta podía aparecería esa explicación positivista que terminaría por explicar el funcionamiento de la “cura”.
Si era así, para alcanzar los resultados debería bastar con la simple repetición mecánica del ritual (sortilegios incluidos), sin necesidad de que nadie me transmitiera ningún don ni nada.
¿Para qué lo habré intentado? ¡Fracaso total!
Se murieron todos los terneros, aunque por suerte o como licencia a mi creciente resignación a la irracionalidad, había tenido la prudencia de probar con un lotecito reducido.
Almirón y los perros
La personalidad de Atanasio Doctor Almirón se integraba con matices sorprendentes, entre estos su relación con los perros, porque él les tenía mucho miedo y los detestaba, tanto como los perros lo detestaban a él.
En contra de lo que había pensado por sus insistentes pedidos de mantenerlos alejados, el problema no era que interfirieran mientras el “curaba” los terneros.
Cuando Almirón y quienes le ayudaban salían a caballo, la perrada no los seguía, algo que es muy raro, porque desde que un paisano se dispone a ensillar, los perros dan vueltas alrededor de los palenques, locos por salir al campo. Pero cuando Almirón montaba con ellos, se mantenían alejados y el hombre si andaba por la cocina o por las piezas, bastaba que lo vieran a media distancia o que escucharan su vozarrón, para que se erizaran y le torearan y los más bravos hasta podían ensayar una atropellada.
Porque otra particularidad era su voz, gruesísima y a todo volumen, que en parte asocio con el nerviosismo de la perrada.
Atanasio Almirón y yo
No puedo decir que con Almirón hayamos desarrollado una amistad recíproca, no era hombre de escuchar a los demás, yo tampoco lo soy. Sin embargo él me consideraba y solía consultarme sobre cuestiones y ámbitos en los que sin justificación, me tomaba como una enciclopedia.
El universo de sus curiosidades e intereses podía ser tan sorprendente como las cosas que no le interesaban en lo más mínimo y en general aprovechaba para hacerme esas preguntas entre largos intervalos de silencio, cuando la gente había salido al campo y podíamos tomar unos mates:
-Dígame Don Silvestre ¿El Antonito Gil era dañino (por el gauchillo Antonio Gil)-. En Corrientes dañino se suele usar por ladrón).
Otra más que recuerdo entre unas cuantas rarezas:
-Patrón ¿Usté hubiera ido a pelear a las Malvinas? Yo conozco otros patrones que fueron, pero eran correntinos.
Con el tiempo y en confianza, le dije lo que había aprendido mirándolo y también la parte de los sortilegios que yo había podido averiguar por mi lado. No le oculté mi experimento fallido.
-Ajá- dijo… Y se quedó callado.
No se rió, no sonrió, ni mostró el más mínimo gesto de sarcasmo ni de satisfacción por mi fracaso al haber invadido sus incumbencias. Pasaron varios minutos y me dijo: “Patrón, a eso se lo tiene que pasar alguien” (yo conocía el nombre de quien había beneficiado a Almirón habilitándolo para curar “en secreto”).
Es que ese don de curar “en secreto” debe recibirse de quien lo posee y éste a su vez solo puede concederlo a una o dos personas en toda su vida. Algo que debe ser hecho en una fecha religiosa determinada, con luna en menguante y en otras circunstancias y condiciones precisas.
Todos querrían haber sabido lo que él hacía, pero Atanasio entendía que mi interés no pasaba por lo económico. De cualquier manera no termino de comprender por qué tuvo conmigo ese gesto.
El secreto y el don
Lamenté mucho la muerte de Almirón hace ya algunos años, y supe que su hijo había recibido de él el don de curar en secreto. Me dicen que es bastante eficaz, pero yo no necesito traerlo.
Puede parecer trillado o mala copia de Borges recurrir a textos u hojas de libros que se esfuman misteriosamente o que de pronto aparecen en blanco.
La realidad es que cuando nos incendiaron la “mayoría “ de la estancia (En Corrientes “mayoría” es la casa patronal de un establecimiento), se quemaron mis tres ejemplares (los tomos XXVIII, XXIX y XXXI) de la revista Histórica de Uruguay. Los mismos contenían la transcripción de los manuscritos de Bouton antes mencionados, donados al museo por su viuda.
Posteriormente los volvieron a publicar como ordenados y prologados por Lauro Ayestarán, con el título “La Vida Rural en El Uruguay”.
Hace algunos años encontré en Punta del Este, esa edición del texto de Bouton “La Vida Rural en El Uruguay” (** ).
Lo estuve revisando sin demasiado interés, yo no lo necesito pero me había parecido oportuno consignar la cita con las oraciones del ritual.
Ahora veo que esto no tiene sentido, pues en su momento pude comprobar que el simple conocimiento del proceso o la memorización y repetición de fórmulas no alcanzan para curar el “mío mío” y además, es mejor que esas cosas no se anden desparramando por ahí.
(* ) La Historia Olvidada: Batalla del Mio Mio – María Sáenz Quesada, La Argentina. Historia del país y de su gente.
(** ) La Vida Rural en El Uruguay – Prólogo y ordenación de Lauro Ayestarán – Convenio – Ediciones de la Banda Oriental y Ediciones de la Biblioteca Nacional Montevideo – 2009