El carandillo comienza a ser un poco más escaso en los entornos de monte que rodea a la comunidad pilagá de Campo del Cielo, que está ubicada a unos 35 kilómetros de Las Lomitas, a las orillas de la desembocadura del Bañado La Estrella, uno de los mayores humedales que tiene la Argentina. Las mujeres de ese grupo originario tienen que caminar un poco más lejos para encontrar esa palma tan tradicional de la zona, cuyo corazón les aporta la materia prima, una larga fibra de color pálido, para que hagan sus artesanías con técnicas milenarias que solo ellas manejan con destreza.
Campo del Cielo es una comunidad de solo 130 personas, pero en toda esa comarca hay otras comunidades pilagá, o wichis, o qom, que conviven en paz entre ellas, en paz con los criollos y sobre todas en paz con la naturaleza. Unos pocos kilómetros más allá, la naturaleza desborda cuando llegan las aguas y el bañado lo cubre todo. Hasta los cielos se llenan de pájaros. Luego las aguas se retiran y de nuevo la sequedad.
En medio de esos contrastes es que crece el carandillo, que en idioma Pilagá se llama LAQATA y en idioma científico se llama Trithrinax schizophylla. Es una palmera de 2 a 6 metros de altura cuyo El “cogollo” es comestible y se parece a los palmitos. Las hojas del centro primero se secan al sol y luego se separan en filamentos fibrosos con los que luego se harán distintos tipos de tejidos.
Bichos de Campo llegó hasta el lugar de la mano de ProYungas, una ONG ambientalista que desarrolla un intenso trabajo allí con apoyo decidido de la Unión Europea. La intensión de la visita, muy corta por cierto, era ver cómo vivían los argentinos que pueblan los humedales y sobre todo cómo se las rebuscan. Las mujeres Pilagá de Campo del Cielo son un ejemplo más que claro. Organizadas en redes y cooperativas, han logrado vender sus artesanías a clientes lejanos hasta por Instagram y a buenos precios. Son ellas quienes generan la mayor cantidad de ingresos para sus familias. Y todo nace de una fibra vegetal presente en el lugar.
Jessica Sosa es la presidenta de una asociación de mujeres cuyo nombre en la lengua pilagá resulta muy difícil de pronunciar para aquellos que no estamos acostumbrados: Se llama LAQATALAWA y quiere decir justamente carandillo.
“Había varios nombres para elegir, pero pusimos este porque de allí nace el trabajo de la mujeres. Hace más de ocho años que estamos organizándonos”, cuenta Jéssica, que aprendió a hacer los tejidos y artesanías de esa planta de su abuela. “En todas las comunidades tenemos todavía estos saberes ancestrales”, explica.
Mirá la entrevista completa a Jéssica Sosa:
-Imagino que así se generan ingresos genuinos para la comunidad…
-Claro. Siempre nosotros decimos que a través del trabajo de las mujeres hay otro ingreso a nuestras familias. Son muy numerosas. Te estoy hablando de que algunas mujeres tienen cinco o siete hijos. Hoy en día es la que vende la artesanía, compra alimento y calzado para que los chicos puedan ir a la escuela.
En Campo del Cielo las artesanas comenzaron a organizarse primero con ocho integrantes, pero luego fueron creciendo y sumando nuevas comunidades vecinas. “Ahora somos alrededor de 160 mujeres indígenas. Estamos trabajando en la comunidad de La Bomba, Kilómetro 14, del 30 y del 19. Y por supuesto estamos todavía invitando a más mujeres”.
Toda esta red de mujeres Pilagá está a su vez asociada a una gran cooperativa de mujeres artesanas de las comunidades del norte, es decir que incluye a otras etnias, que se llama Comar (Cooperativa de Mujeres Artesanas del Gran Chaco), y agrupa nada menos que a 2.600 mujeres de toda la región. Es esa red la que les permite llegar con sus artesanías a los puntos más lejanos que ellas se imaginen. Y obtener mejores precios por ellas. A esto las ayuda además una empresa especializada en arte nativo llamada Matriarca.
Allí, juntas, las variedad de artesanías que se realizan se multiplica, pues hay mujeres (más hacia el oeste) especializadas en trabajar con las lanas y otras que hacen tejidos con otro tipo de fibras del monte, además del carandillo. “Digamos que cada etnia tiene su artesanía. Nosotras nos dedicamos más a lo que es la cestería, pues nos acostumbramos ya que hacer canastos, paneras y todo eso”, indica Sosa.
Con el correr de los años y con la ayuda de numerosas instituciones, las mujeres de Campo del Cielo han logrado construir una sala comunitaria que funciona además como sala de ventas de sus artesanías para los turistas que llegan hasta la zona, atraídos por los paisajes del Bañado La Estrella. “Ahora el lugar está muy muy lindo. Muchas mujeres decían ‘queremos una casa para hacer artesanía'”. Y allí está. Ahí nos reciben y nos muestran lo que hacen.
Unos metros más allá de la casita, en el patio de la vivienda familiar, Hilda González y Ana María Jordán nos muestran como es su trabajo cotidiano en el que hacer una pieza puede demandarles hasta una semana. Son ellas las que nos dicen que cada vez les cuesta una caminata más larga llegar al carandillo, encendiendo una luz de alerta. Pensamos en que el INTA debería comenzar a imaginar cómo preservar y resembrar esa variedad.
-Ustedes se han organizado para responder a una demanda que por suerte existe. ¿La gente quiere sus productos? – le preguntamos a Jéssica.
-Sí, gracias a Dios y a pesar de la pandemia que hubo, tuvimos mucha demanda, nos hicieron bastantes pedidos. Pero nosotras, que ya nos veníamos organizando, no queremos que nos compren una sola artesanía en el mes la mujer, sino que se venda mucho para que las mujeres puedan tener un ingreso en la familia. Eso lo pudimos lograr gracias a las ventas que vienen trabajando en Buenos Aires y también por las redes. Hoy en día tenemos las redes.
-¿Se manejan bien en las redes?
-Nosotras pudimos lograr a través de una capacitación que estuvimos haciendo, aprendiendo a manejar las computadoras, hacer una página de las artesanas de Campo del Cielo, que mucha gente ve. Nosotras publicamos lo que hacemos, la recorrida, las visitas que venimos haciendo en las casas con las mujeres, para que la gente del otro lado pueda conocernos.
-¿Crees que se puede vivir bien y ser feliz acá?
Jéssica, de 32 años, se sorprende con la pregunta, pero contesta con celeridad, como para que veamos que ni lo duda.
-Claro. Yo que viajo muchas veces, en no más de cinco días me quiero volver acá. Es otro ámbito todavía, gracias a Dios. Vienen los turistas y nos preguntan por la seguridad de los chicos. O sea, todavía por ahí los chicos juegan, se van a la casa del vecino. Todavía tenemos eso. ¿Esa es la paz no?
-¿Y cómo te imaginás el futuro de la organización de mujeres artesanas?
-Y… Que esto siempre siga. Que podamos conseguir o lograr cosas para la comunidad, el bienestar de los jóvenes. Hoy en día a veces no pueden estudiar porque estamos a 35 kilómetros de Las Lomitas y hay veces que no pueden salir a estudiar. Entonces como organización soñamos poder concretar algo para que los chicos puedan seguir estudiando.
La propia Jéssica estudió traductorado de inglés durante tres años pero no pudo terminarlo. Piensa que le sería de mucha utilidad para atender mejora los turistas que llegan del extranjero.
Las mujeres Pilagá de Campo del Cielo llevan la voz cantante y definen con claridad las prioridades de su comunidad. Cuando los turistas llegaban al lugar y las veían trabajar, solían preguntar lo mismo que nosotros: cómo es la planta, el famoso carandillo.
“Entonces bueno, nació la idea de mostrarles la planta, la hoja, la planta entera. Y entonces se nos ocurrió hacer un sendero que entra al monte donde hay muchos otros árboles, y la gente empieza a preguntar. Y entonces empezamos a hacer reuniones con las mujeres mayores, para saber cuál es la utilidad de cada árbol, si se puede hacer con algunas plantas un tinte o si son comestibles o medicinales, o para qué lo usaban los tiempos antiguos. Y bueno, esas cosas. Y con esto digamos el interés de la gente crece y vemos cómo se valora más lo que lo que es parte de tu cultura”.
Y prosigue: “Con eso también hicimos un libro, un libro que cuenta un poco lo que hay en ese sendero”.
Y Jéssica Sosa y las mujeres Pilagá organizadas nos regalan ese libro, que pudo editarse también con apoyo de la Fundación ProYungas,:
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