“La aplicación de insecticidas químicos es una práctica muy arraigada que se empezó a cuestionar hace pocas décadas. Pensar en erradicar su uso es una utopía, pero sí es cierto que la aparición de los llamados métodos de control biológico para las plagas va en aumento y se posiciona como un buen complemento de aquellos, especialmente con el objetivo de terminar con la utilización de venenos que tantas consecuencias negativas trae a nivel ecológico y sanitario”.
Con este razonamiento justifica María Florencia Vianna, becaria del Conicet en el Instituto de Botánica Dr. Carlos Spegazzini, de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata, el trabajo que está haciendo actualmente junto a otros colegas. Ellos buscan e investigan hongos naturales que puedan reemplazar, aunque sea parcialmente, el uso de insecticidas.
Vianna pertenece a un grupo de investigación que trabaja con hongos entomopatógenos, es decir que afectan a insectos que dañan cultivos pero sin perjudicar a las plantas ni al resto de organismos benéficos que se alimentan de otros o que polinizan flores.
“Estos hongos son microorganismos que se hallan en la naturaleza, entonces nuestro trabajo comienza con un relevamiento de las cepas que están presentes en determinada zona, que en mi caso particular es el cinturón hortícola de La Plata”, relata Ana Clara Scorsetti (foto), otra investigadora del Conicet que integra el mismo equipo.
Una vez que seleccionan y aíslan en el laboratorio estos microorganismos, proceden a identificarlas a nivel taxonómico –es decir, su clasificación biológica– y molecular, y evalúan aspectos como la tasa de reproducción o de crecimiento a distintas temperaturas. También prueban su capacidad patogénica y su virulencia. Esto es, en qué medida afectan a los insectos plagas.
“Estudiamos la interacción tritrófica, es decir entre la plaga de un cultivo, un insecto benéfico y el microorganismo entomopatógeno, para observar si entre los dos últimos se puede producir un efecto sinérgico para combatir al primero pero sin perjudicarse entre sí”, resume la especialista.
Según una larga crónica de divulgación del propio Conicet, Scorsetti se entusiasma: “Hasta ahora, tuve muy buenos resultados con el caso puntual que involucra a un escarabajo mariquita llamado Eriopis connaxa; su presa, que es el pulgón, una plaga muy extendida en las huertas, y un hongo que enferma a estos últimos. Lo que observé en mi trabajo es que el predador evita comer a los pulgones infectados por el hongo, y en cambio elige ir por los sanos. De esta manera, ambos se asocian para controlar a la plaga por dos frentes distintos, y sin consecuencias negativas mutuas”.
Vianna, por su parte, estudia la capacidad endofítica de los hongos, que es la posibilidad de penetrar los tejidos y establecerse de manera sistémica en todo el vegetal. “Una vez que selecciono las cepas que me interesan, preparo soluciones de unas células llamadas conidios, y las inoculo por aspersión para observar si existe colonización en las hojas, tallos o raíces”, explica la becaria.
Continúa: “La ventaja sobre otras técnicas, como puede ser la aplicación directa en los insectos, es que al proliferar en el interior, los hongos no se ven afectados por factores climáticos como la luz solar directa o la escasa humedad, que pueden disminuir su acción”.
Vianna (foto) se focaliza en la mosca blanca, un insecto que chupa la savia de las plantas, y que precisamente de esa manera se espera que ingiera al hongo, en este caso de dos especies: Bauveria bassiana y Pupurpureocillium lilacinum. Como es imposible hacer generalizaciones, la acción de cada microorganismo sobre los diferentes insectos en determinados vegetales debe probarse una por una, modificando las variables involucradas. Hasta el momento, sus experimentos vienen arrojando resultados positivos en las solanáceas, familia que alberga a los tomates, pimientos, berenjenas y tabaco, entre otros cultivos.
Los hongos entomopatógenos no tienen una sola manera de actuar: muchas veces afectan funciones vitales que eventualmente resultan fatales, pero otras tienen un efecto repelente, haciendo que directamente los insectos prefieran no alimentarse de esas plantas y vayan hacia otras.
“En general los productores quieren que la plaga desaparezca por completo; que no quede ni un ejemplar, entonces directamente aplican el químico, que mata al instante. Un método biológico no produce eso, sino que necesita unos días, pero desde el comienzo de la infección, el insecto deja de producir daños porque está enfermo, con lo cual muchas veces ni siquiera es necesaria su erradicación”, añade Vianna.
El concepto fundamental es el manejo integral de las plagas, que involucra la utilización de químicos pero en dosis menores a las que normalmente se usan, y en combinación con métodos biológicos. Además, antes de cualquier aplicación se promueve la realización de monitoreos para evaluar la cantidad de insectos por metro cuadrado y calcular el daño económico estimado que pueden provocar.
“Se tienen en cuenta ciertos parámetros de los cuales se sabe que, si el volumen de la plaga es inferior, lo que llegue a comer no va a perjudicar la productividad de la planta, y entonces en definitiva no hay que aplicar nada. Es todo un conjunto de estrategias que se deberían implementar para al menos reducir el volumen de compuestos tóxicos que se emplean, y así evitar matar a otras especies, e incluso minimizar los peligros asociados a la seguridad de quienes los manipulan”, apunta la becaria.
Uno de los proyectos más avanzados dentro del mismo grupo es el de Sebastián Pelizza, investigador dedicado al desarrollo de un insecticida biológico contra la langosta migratoria, una plaga que arrasa con todo tipo de cultivos y vegetales, y que llega a formar mangas de hasta 25 kilómetros de frente y de 5 a 10 de profundidad.
Con apariencia de nube gigantesca, se trasladan a lo largo de distintas provincias y cada vez que descienden para alimentarse dejan el terreno absolutamente pelado, incluidas las hojas de los árboles. El formulado –que se encuentra en fase de prueba– está desarrollado a base de conidios de un hongo y se aplica por rociamiento. Cuando toma contacto con la superficie del insecto, germina sobre la cutícula que lo recubre y penetra hacia su interior, invadiendo los sistemas respiratorio, circulatorio y digestivo hasta producir la muerte.
“El efecto final tarda entre 48 y 72 horas, pero la langosta que ya está infectada por el hongo deja de alimentarse a las pocas horas, entonces, si bien se la sigue viendo entre los cultivos, ya no los daña”, refiere Pelizza, y destaca que las pruebas a campo se realizaron en los alrededores de la localidad salteña de Salvador Mazza. Esa parte del trabajo se llevó adelante junto con técnicos del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), quienes rociaron una zona con un insecticida químico comercial, al tiempo que los científicos hicieron lo mismo con el formulado en otro sitio.
Al comparar los resultados, se comprobó que el método biológico había alcanzado una mortalidad de alrededor del 70 por ciento, una tasa muy buena por ser el primer ensayo. Como dato importante, el experto afirma que una vez que salga a la venta, el producto tendría un costo similar e incluso menor a los convencionales, la única manera de poder competir con ellos.