Uno de los latiguillos más usuales de los militantes ligados a la izquierda, el ambientalismo o el propio kirchnerismo, que han hecho de la chicana al ‘agronegocio’ y a la soja uno de sus ejes discursivos más frecuentes, es aquella frase que afirma muy suelta de cuerpo que el sector agropecuario argentino moderno no produce alimentos. Incluso han nacido organizaciones que critican a la Mesa de Enlace y hablan de otro campo “que produce alimentos”.
Por suerte el gran Roberto Bisang (de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y el CONICET) sigue produciendo estudios y trabajos, esta vez acompañado por Santiago Vernazza. El último de esos ellos define con claridad que el 89% del valor agregado (VA) generado por el agro local “se destina -directa o indirectamente-, a la alimentación humana”.
Desde esta análisis académico -que se enfoca en 31 cadenas productivas que cubren el grueso de la actividad agroindustrial y explicaban en 2020 el 14% del PBI nacional y ocupaban a casi 2,2 millones de personas- solo el 10% del producido por el agro local “deriva hacia a la industria manufacturera o son insumos biológicos, mientras que poco más del 1% del VA total alimenta a la matriz energética”.
Toda una estocada a los sectores más politizados que dicen que el agro argentino no alimenta y que hay que cambiar de cuajo con el modelo.
En su análisis, por cierto, Bisang no es necio y reconoce que las cosas han cambiado mucho en los últimos años. Comienza afirmando que “hasta los años 80, las producciones agropecuarias fueron sinónimo de alimentos y éstos de comidas hechas en el hogar; el productor anclado junto con su familia a la vida rural era el proveedor de trigo, maíz, carnes, frutas y hortalizas; en el medio estaba la industria alimenticia y el sistema comercial (en tránsito del almacén al supermercado)”.
La soja, en aquel momento, recién aparecía en escena.
El trabajo, publicado en el informativo habitual de la Bolsa de Comercio de Rosario (BCR), establece pues que toda aquella imagen se alteró, quizás convocando a la nostalgia de los sectores progresistas. Dicen Bisang y Vernazza que “cambiaron los (diversos) perfiles del sujeto agrario, las formas de organizar las actividades y sus intensidades/rutinas tecnológicas“.
Por lo tanto, ahí surge la pregunta: ¿Qué produce el campo?
Mirá el informe completo aquí:
El campo argentino- más allá de los alimentos y más acá de la agroindustria
Luego de analizar las 31 principales cadenas productivas y su aporte al VA de 2020, los investigadores llegan a la conclusión que 89% del esfuerzo sectorial apunta de uno u otro modo a la producción de alimentos para los humanos.
De ese subtotal, dos tercios del VA proviene del reino vegetal. Y explica que en algunos casos este aporte se da de forma (como frutas y hortalizas) y en otros de modo indirecto (como con la soja utilizada para alimento del ganado).
Obviamente la soja y los cereales, por las características productivas de la Argentina, tienen un peso mucho mayor que otras cadenas. El complejo sojero explica un tercio del VA de toda la agroindustria, “pero si le adicionamos maíz, trigo, cebada y girasol se explica alrededor del 55% del VA del conjunto”.
“El complejo sojero tiene una doble característica: su preponderancia exportadora y su ausencia directa -casi total- de la canasta de los bienes consumidos internamente (ergo con bajo impacto en los índices de precios)”, reconocen Bisang y Vernazza.
Dentro de la oferta de vegetales, los complejos restantes aportan un 20% al VA del conjunto y “responden a las denominadas economías regionales”, se explica.
“Se trata de actividades ancladas en territorios específicos, de manufacturación cercana/en las fuentes de origen de la materia prima y empleadora masiva de mano de obra; su inserción externa es variable: va de enclaves exportadores con significativa relevancia externa (limones, berries y peras) a actividades de alto potencial pero confinadas al consumo interno (caprinos y ovinos), destacan los estudiosos.
En el agro moderno, los alimentos de origen animal tienden a integrarse operativamente con los que provienen del reino animal, “densificando la trama productiva en algunos espacios regionales”, apunta Bisang, que a modo de ejemplo cita que existen múltiples modelos de esa integración:
- En las chacras hay 552 plantas de alimentos balanceados, poco más de 200 extrusoras de soja y una decena de mini-destilerías de maíz.
- Otra vía es industrializar en finca productos perecederos: existen 3.066 envasadoras de aceitunas, 2.032 deshidratadoras de frutas y legumbres, 2.491 fabricantes de embutidos y chacinados.
- El Censo Nacional Agropecuario 2018 releva la presencia de 9.554 explotaciones agropecuarias (3,82% del total) que están integradas con agroindustrias.
Tras remarcar que a pesar de muchísimos cambios sucedidos el grueso del valor agregado generado por las 31 cadenas productivas se destina finalmente a la alimentación humana, incluyendo la tan mentada soja, el documento reconoce que en las últimas décadas “el campo va ampliando su rango de actividades hacia los insumos industriales, bioenergías y algunos servicios de base ecosistémica”, pero sin que estos rubros incidan todavía demasiado sobre el total de la torta.
Lo que sí sucedió es que entre 2000 y ahora “se modifica el peso relativo de lo vegetal respecto de lo pecuario, socavando el concepto de agropecuario; se destaca el complejo sojero por su presencia productiva y exportadora, marcando diferencias respecto del pasado dado su escaso peso en la canasta de consumo local”. En paralelo, las proteínas cárnicas revelan un claro avance de aves y cerdos.
Según Bisang y Vernazza, “todo ello va configurando un campo ampliado -más allá de los alimentos y más acá de la agroindustria- delineando una forma de producción -más cercana a una industria a cielo abierto que a una actividad primaria tradicional-“.
En definitiva, puede resultar cierto que el campo haya cambiado radicalmente. Pero eso no quiere decir -como afirman sus detractores- que haya dejado de producir alimentos.