El salario mínimo en la Argentina es de 138 dólares mensuales. Se trata del cuarto valor más bajo de América latina por detrás de Venezuela (menos de un dólar), Haití (90 dólares) y Nicaragua (123 dólares).
Con un poder adquisitivo tan bajo, las empresas no pueden ofrecer una gran cantidad de bienes y servicios. Y los que ofrecen deben ser rústicos y baratos para evitar que sean incomprables. Reducen inversiones y empleos para adaptarse a la creciente pauperización.
Adicionalmente, el gobierno argentino obliga a las empresas a vender a un determinado precio máximo ciertos productos considerados esenciales sin importar si los valores establecidos no alcanzan para cubrir los costos. Y eso debe ser afrontado con los propios recursos del sector privado, lo que constituye, en los hechos, un impuesto encubierto.
Introduce derechos de exportación y un “cepo cambiario”, que representa una suerte de “segunda retención”, para deprimir el precio interno de los insumos exportables. Pero parece no ser suficiente. Porque empieza a amenazar con regular las exportaciones para “desacoplar” aún más el valor local de los bienes básicos respecto de los internacionales.
Con semejantes alicientes, deberían venir legiones de inversores a la Argentina para aprovechar las ofertas imperdibles de salarios regalados con precios de insumos baratísimos. Pero no viene nadie; de hecho, son muchos lo que se quieren ir y no pueden debido al “cepo cambiario” combinado con la prohibición de girar utilidades al exterior.
No viene nadie porque el Estado no tiene planes de detener su avance sobre el sector privado para quedarse con su rentabilidad e incluso con parte de su capital. Y ese proceso, si nadie le pone freno, solamente puede tener un único desenlace.
En Venezuela el salario mínimo no llega a un dólar porque el Estado, cuando terminó de liquidar al sector privado, estableció –ya sin competencia– que el trabajo de los siervos que no pudieron escapar de su territorio no valía nada. Hoy la principal fuente de ingresos de los venezolanos que no forman parte de la dictadura gobernante son las remesas que envían sus familiares desde el exterior.
La voracidad bulímica de la oligarquía populista que no tiene empacho alguno en triturar empleos, jubilados, empresas y proyectos de vida a través de impuestos, emisión monetaria, regulaciones y trabas de diversa índole, es la causa detrás del progresivo empobrecimiento de la población argentina. Y, como es la causa, jamás puede ser la solución del problema.
Buena parte de la supervivencia de la oligarquía –y no es un término caprichoso si consideramos a las dinastías familiares que nos gobiernan– depende de la ignorancia de los gobernados, quienes creen que el conflicto reside en la puja distributiva entre los diferentes estratos sociales y sectores económicos, sin advertir la cadena, cada vez más corta, que todos llevan puesta.