El presidente de EE.UU., Donald Trump, confirmó –tal como había adelantado Bichos de Campo– que está gestionando una ampliación del cupo de importación de carne bovina para la Argentina y, tal como es usual en esta época, se desató una avalancha de operaciones políticas y opiniones infundadas que dejan atrás lo auténticamente relevante en la cuestión, que es, precisamente, la información.
El presidente Javier Milei quería anunciar la ampliación del cupo de exportación de carne vacuna durante la última Expo Rural de Palermo, pero no pudo ser por un problema –Trump mediante– de índole arancelario.
El cupo actual concedido por EE.UU a la Argentina comprende 20.000 toneladas anuales con un arancel preferencial de apenas 40 u$s/tonelada (menos del 1% considerando el valor FOB promedio de exportación a ese destino). Por fuera de la cuota el arancel es del 26,4%, lo que implica que se encuentra ahora en un total de 36,4% al sumarle los diez puntos adicionales aplicados este año por Trump de manera discrecional.
El problema es que la nueva cuota –que sería por 60.000 a 80.000 toneladas anuales– quedaría, tal como pretenden los funcionarios estadounidenses, con un arancel “preferencial” del 10%, que si bien es bajo comparado con la situación presente en otras naciones, para un país como la Argentina, que aplica un derecho de exportación del 5% sobre los cortes de novillos (los de vaca están exentos), representa una cifra elevada.
Los negociadores argentinos, en cambio, quieren que la cuota ampliada tenga el mismo arancel preferencial de 40 u$s/tonelada vigente antes de la política discrecional instrumentada por Trump.
No se trata de una negociación fácil porque Trump está teniendo que enfrentar la furia de los productores estadounidenses, que representan una base importante de su electorado.
Una empresa ganadera estadounidense con sede en el estado de Wyoming, Meriwether Farms, publicó en redes sociales una carta destinada Trump en la cual asegura que ampliar el cupo de exportación de la Argentina “sería una absoluta traición al ganadero estadounidense” porque “es uno de los últimos símbolos de independencia que tenemos en la nación”, por lo que “la continua manipulación y traición por parte de quienes dicen apoyarlo debe cesar de inmediato”.
Las propias estadísticas oficiales muestran que las exportaciones sudamericanas de carne bovina enviadas a EE.UU. son marginales, dado que el grueso de ese negocio es gestionado por los socios comerciales de México, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
“Entendemos que los precios de la carne son altos y admiramos su preocupación por todos los estadounidenses, pero esto no es culpa del productor estadounidense.
Es culpa de los políticos que han permitido que entidades alineadas con los BRICS dominen la industria cárnica, que participan en la fijación de precios y que, además, mienten continuamente a sus consumidores”, señala la carta de Meriwether Farms en referencia a las corporaciones brasileñas JBS y Marfrig que operan en el mercado estadounidense.
Ese discurso xenófobo puede calar fuerte en un público furioso y crecientemente polarizado, pero está bastante lejos de la realidad de los hechos. La ganadería estadounidense acaba de librar una guerra contra la naturaleza y salió perdiendo. Una feroz sequía provocó la desaparición de gran parte de los recursos forrajeros y promovió un proceso masivo de liquidación de la hacienda bovina.
Con un stock bovino nacional de 94,2 millones de cabezas, según el último dato oficial publicado en julio pasado, EE.UU. registró este año el nivel más bajo de ese indicador de los últimos 75 años. La recuperación, en caso de darse, tardará muchos años.
Como es usual en tales dinámicas bioeconómicas, un exceso de oferta –producto de liquidación– generó un “veranito” de caída de precios de la carne vacuna que fue seguido por una estampida de los valores del producto en góndola. La furia de los consumidores puede ser manipulada con facilidad en la era la postverdad.
Un aspecto central de la cuestión es que muchas empresas ganaderas estadounidenses –incluyendo a Meriwether Farms– dejaron hace rato de ser exclusivamente ganaderas, porque comercializan por cuenta propia cortes de alta calidad no sólo con marca, sino con un relato propio, que es el aspecto más sustancial en el marketing alimentario.
“Enraizada en los agrestes paisajes de Wyoming, Meriwether Farms es más que un establecimiento agropecuario: es una promesa. Una promesa de preservar las tradiciones de la ganadería estadounidense, cuidar la tierra y garantizar que cada familia tenga acceso a carne de res tan honesta y saludable como el país del que proviene”, señala la empresa en su hoja de presentación.
Cuentan con un supermercado en línea en el cual pueden comprarse cajas de cortes provenientes de animales tanto alimentados a grano como a pasto, además de un vender membrecías de un club de suscriptores de productos cárnicos de la empresa.
Es imposible que la carne importada compita contra ese relato, incluso considerando los cortes de mayor valor, que están destinados a atender nichos de mercado muy específicos, como hoteles o restaurantes temáticos. Lo cierto es que el grueso de la proteína roja sudamericana que ingresa a EE.UU. lo hace para atender a los consumidores que se quedaron afuera de la “fiesta”, es decir, aquellos aman la carne vacuna, pero cuentan con un presupuesto acotado.
En un mundo normal, tal flujo comercial sería tan habitual como deseable. Pero en el mundo desquiciado en el que vivimos, donde aparecen enemigos debajo de las baldosas y es más fácil encontrar culpables que respuestas, la importación representa una afrenta contra los intereses nacionales, que al final del día, por supuesto, no son tan tan nacionales, sino más bien propios. Muy propios.