Lo primero que resalta de la personalidad de la joven María Agustina Córdoba (29) es su tenacidad, que va detrás de sus sueños, concretándolos contra viento y marea, y porque puede llegar a tener hasta tres trabajos para hacerlos realidad. Estudió agronomía en la Universidad Nacional del Sur (UNS) en Bahía Blanca, y cree que quienes influyeron en su elección por la ruralidad fueron su abuelo materno y su padre. El primero fue encargado de un campo muy grande en Coronel Dorrego, y su padre, salteño, a pesar de ser ingeniero electrónico, siempre tuvo pasión por el campo y alquilaba uno, al que atendía los fines de semana. Hoy con 53 años logró dedicarse de lleno a la actividad agropecuaria y produce cebada, trigo y cría vacunos.
En 2015 Agustina obtuvo una beca de intercambio para ir a la universidad de Montepellier SupAgro, en la cuenca francesa de los quesos roquefort, donde permaneció seis meses. Los recuerda como una de las épocas más felices de su vida. Como ella no sabía hablar francés, primero la destinaron a vivir dos meses en una estación experimental del INRA en La Fage, que sería como una experimental del INTA de Argentina, donde debió trabajar en un tambo de ovejas junto a 15 personas.
Pero de noche, todos se iban a sus casas y ella se quedaba sola en un antiguo casco de campo, construido en piedra. “Me encerraba en mi cuarto y comía queso roquefort, de ovejas, claro –porque el auténtico roquefort debe ser de oveja-”, cuenta, mientras pone cara de gran placer. Allí trabajaba 8 horas, tres de ellas haciendo medición de consumo y armado de dietas de las ovejas en el final de la lactancia para ver cómo se modificaba la cantidad de proteínas y grasas según las dietas. Luego, ordeñaba, despezuñaba, vacunaba, caravaneaba (colocaba “caravanas” de identificación) alimentaba a las borregas y demás. Luego pasó un mes en otro campo y los tres meses restantes, en la universidad.
Agustina se quedó dos meses más en Europa y cuando regresó a Bahía Blanca le ofrecieron entrar al INTA, pero ella ya tenía claro que quería ser productora de algo propio. De pronto le ofrecieron un trabajo comercial de vendedora de insumos agropecuarios en la ciudad de América, al noroeste de la provincia de Buenos Aires y aceptó, porque pronosticaba una buena remuneración.
Pero ya instalada en esta ciudad, cada tanto se acordaba de Francia y experimentaba una gran nostalgia, hasta que se dijo: “Tengo que armar mi propio emprendimiento, y será un tambo de ovejas”.
“Comencé a interiorizarme en el tema. Los tambos de ovejas en Europa son mecanizados, como los de vaca de Argentina. Pero acá los de oveja en su mayoría son rústicos y con pocos animales. En toda la Argentina hay unos 100 tambos, y unos 20 o 30 en la provincia de Buenos Aries. Pero la mayoría tiene menos de 200 ovejas. Es una actividad poco difundida, porque no consumimos mucho queso de oveja como en Francia, por ejemplo, donde después del plato principal y antes del postre, siempre se come un plato de quesos. De modo que no era una actividad muy conocida en nuestro país y me costó informarme”, explica la joven agrónoma.
Agustina cobró un dinero de premios laborales y lo invirtió en comprar ovejas. Debía pedir las mañanas en su trabajo, pero decidió renunciar y se puso a asesorar a productores agrícolas, de modo independiente. Pero como necesitaba más dinero, se consiguió un tercer trabajo extra de administración para unos empresas agrícolas, que hacía en su casa al final de sus otras obligaciones. Alquiló una quinta de veraneo a 4 kilómetros de América, donde contaba con tierra para criar sus ovejas. Allí hizo su huerta y armó su gallinero.
En junio de 2018 compró 15 ovejas y una ordeñadora portátil y sus amigos la ayudaron a instalarse. En la primavera ordeñó por primera vez. Las ovejas tuvieron 18 corderos y luego compró 10 ovejas más. Se contactó con Hugo Chatelino de la fábrica de quesos “AMERILAC”, para que le hiciera un queso a fasón. Obtuvo su primera producción de 45 kilos de queso semiduro, que fraccionó en cuñas de 300 gramos y los vendió con su propia marca “La Cardabelle, quesos de oveja”. Le puso ese nombre porque así se llama un cardo endémico de la región ovejera de Larzac, Francia. Su flor es el amuleto de los pastores de allí, que la colocan en las puertas de sus casas, explica Agustina.
Ella no conocía a mucha gente de América aún, pero los vendió “de boca en boca” a 750 pesos el kilo. Aunque ahora comenzaba a tener otro atenuante que la acobardaba: la maldita inflación. Cuenta que Chatelino la asesoró y ayudó incondicionalmente. Ella sabía de pastorear ovejas y de tambo, pero no tanto de hacer quesos. Y él sabía mucho de quesos de vaca, pero nada de la leche de oveja, de modo que intercambiaron conocimientos.
Agustina comenzó a experimentar la misma felicidad que había sentido en Francia. Pero debido a la cercanía de la ciudad, comenzaron a hurtarle ovejas. Le contó a su padre y éste le dijo que le enviara sus 36 ovejas a su campo en Bahía Blanca, y así lo hizo. Algunas murieron en el traslado porque estaban a punto de parir. Agustina se puso muy triste, pero como si fuera poco, le surgió otro nuevo problema: al campo de su padre ingresaba un puma que le mataba de a tres ovejas y llegó a matarle 10 en total.
La joven agrónoma decidió repatriar sus ovejas y las llevó a un campo lejano, a 75 kilómetros de América. De las 35 que le envió a su padre, por culpa de los pumas, le regresaron 20. Ahora tenía el inconveniente de la lejanía, en pérdida de tiempo y gasto de combustible, porque ella seguía viviendo en la quinta a 4 kilómetros de América. Allí tenía buenas pasturas pero no podía montar el tambo. Necesitaba mudar las ovejas más cerca de su casa. Lo bueno es que allí conoció a una pareja de caseros que la ayudaron mucho y hoy están entre sus mejores amigos.
De pronto aparecieron en su vida Claudia y Diego, quienes decidieron dejar la ciudad de América e irse a vivir a su campo, “La Esther”, a 10 kilómetros de la ciudad, donde se dedican a la agricultura extensiva, pero con la intención de desarrollar en unas ensenadas -que son lotes chicos que rodean el casco del campo- un entorno productivo con la mayor biodiversidad posible: abejas, ovejas, pollos y gallinas, con pasturas naturales perennes, es decir, todo el año y agricultura agroecológica. A este proyecto lo llamaron “Suma Kaman, alimentos para el buen vivir”.
Ellos destinaron 40 hectáreas para producciones agropecuarias intensivas. Convocaron a diversos productores a asociarse, y ellos les dan las parcelas que necesitan. Le ofrecieron a Agustina ser parte del proyecto y aceptó. Llevó su tambo portátil y sus ovejas que ahora comparten las pasturas con gallinas pastoriles que van rotando en jaulas. Cuenta, feliz, que pronto llegarán las chicas de “Verde Porá”, que producen verduras agroecológicas a cielo abierto. Ya está presente Apícola Rodriguez con “Api Rod”, con sus colmenas para polinizar.
El ánimo de Agustina comenzó a mejorar. Se levanta a las 6 de la mañana y en 5 minutos ya está en el campo. Ahora tiene 80 ovejas y ordeña 36. Luego freeza la leche y la envía para hace quesos a fasón a una empresa de la ciudad de Las Flores, que hace quesos con leches “finas”. Le acaban de otorgar un crédito por la ley de promoción ovina con el que comprará un tambo de línea de 6 bajadas, una envasadora al vacío y más freezers. Es que su próxima etapa consiste en agregar valor a sus quesos. “Es que los yuyos que crecen acá son especiales y mis ovejas comerán un maíz agroecológico, que le darán otro sabor a la leche y a mis quesos”, asegura.
Además, explica que necesita llegar a un piso de 200 ovejas en ordeñe con unas 300 en total, lo que le permitirá tener un encargado que le ordeñe, para que ella se pueda dedicar a elaborar allí mismo, sus quesos. “Ya estoy decidida, el año que viene montaré la sala de elaboración en el campo”. Agustina hace cinco años que se mantiene sola y sueña con tener hijos para compartir sus pasiones con ellos. Estima que en un año dejará de poner dinero de sus otros trabajos.
“Todas las cosas malas que me pasaron, hoy me sirven como experiencia. Vender leche que ordeño, tomar mi propio yogur, ver las pariciones y ponerle apodos a cada una de mis ovejas es algo que me llena de felicidad y colma mi vida. Además, este lugar definitivo es hermoso. No sueño con una gran empresa. Me considero una pastora y sólo quiero poder vivir de lo que me gusta y no vivir para trabajar, sino gozar de esto que me apasiona”, asegura esta joven emprendedora a la que nada la detiene, y por esa razón su veterinaria la apodó “La loca Córdoba”.
Nos quiso dedicar, para coronar esta nota: “Al otro lado del río”, de y por Jorge Drexler: