La política se dirime siempre en dos frentes: el de la acción y el discursivo. Este último resulta vital para diseñar lo que entendemos por “realidad” y, finalmente, establecer un marco específico para determinar una agenda pública.
En los últimos meses las noticias hablan de fideicomisos alimentados con aportes forzosos del sector agroindustrial para subsidiar el costo mayorista de alimentos básicos. Y ahora se procedió a congelar las exportaciones de harina y aceite de soja –algo insólito para un país que vive de las divisas generadas por ambos productos– para buscar algún mecanismo de extracción adicional de recursos que permita seguir ampliando la cantidad de alimentos subsidiados.
En los hechos, eso implica que la Argentina ya cuenta con su propia Agencia Nacional de Alimentos, aunque, claro, no exista formalmente tal cosa. Pero es lo que se advierte al unir las diferentes piezas del rompecabezas.
Las distintas políticas instrumentadas, más allá de cuáles sean los mecanismos empleados, implican extraer de manera involuntaria recursos del sector agropecuario para derivarlos hacia diferentes empresas elaboradoras de alimentos a cambio de que éstas vendan productos al precio máximo determinado por el gobierno.
En ese esquema, las empresas de alimentos pasan a ser una suerte de “contratistas” de la Agencia Nacional de Alimentos, dado que, si bien tienen control sobre los costos, no es el caso al momento de fijar los precios de venta de los productos que comercializan.
Un aspecto interesante, al abordar la cuestión con esa premisa, es visualizar que los únicos contribuyentes forzosos de la Agencia Nacional de Alimentos son los productores agropecuarios, la mayor parte de los cuales son pequeños y medianos empresarios. No son las grandes corporaciones mineras. Ni las gigantescas compañías petroleras. No. Son los productores.
Por supuesto: para que todo esto sea posible es necesario sembrar sospechas de toda índole contra las empresas elaboradoras de alimentos y promover el resentimiento entre los sectores más desfavorecidos de la población, para que adviertan, con total claridad, que el drama que viven reside en el hecho de que gente muy mala quiere aprovecharse de ellos.
ARCOR ganó $19.918 millones en 2021.
Vende comida. Tuvo ganancias extraordinarias.
¿Las reinvierte?
Deja menos de la mitad para futuras inversiones, se reparten $7.000 millones en efectivo entre los accionistas y guardan el resto para futuros dividendos.#HabraConsecuencias pic.twitter.com/WcVPTE4umn— ari lijalad (@arilijalad) March 14, 2022
Tal como sucedió en otras regiones del orbe en las cuales se encaró tal experimento, una Agencia Nacional de Alimentos es el preludio de una Empresa Nacional de Alimentos, porque, cuando la inflación de costos comienza a “comerse crudas” a las empresas “contratistas”, los accionistas deciden “tirar la toalla” para abandonar la actividad y, muy probablemente, también el país. Y es en ese momento culmine cuando aparece la figura del Estado salvador para hacerse cargo de la compañía abandonada por los inescrupulosos empresarios.
Spoiler Alert. La Empresa Nacional de Alimentos también se termina fundiendo porque, sencillamente, no puede hacer frente a la inflación galopante. Supongamos, por ejemplo, que el flamante gerente comercial de la Empresa Nacional de Alimentos asume con un salario mensual de 400.000 pesos y, al año siguiente, con una inflación del 60%, reclama una actualización de 240.000 pesos para cobrar 640.000 pesos. ¿Qué tendríamos que decirle? No, pará, si la idea es contener el valor de los alimentos, tu sueldo tiene que estar congelado. Y él seguramente diría que no le alcanza para pagar las expensas del barrio privado al que va todos los fines de semana y estaría en todo su derecho de reclamar, porque el problema no es el valor del trigo, del maíz o de lo que cobra el gerente. El problema es que el Estado está financiando un gasto público elefantiásico con emisión monetaria y eso solamente puede terminar de una manera: con inflación galopante.
Y la inflación no es otra cosa que uno de los impuestos más injustos que existen, porque –para expresarlo de alguna manera–, cuando el Estado amplia la cantidad de dinero existente, los grandes beneficiarios de esa acción son los primeros en acceder a esa masa adicional de efectivo, dado que pueden aprovechar los “precios viejos” presentes en la economía, mientras que los mayores perjudicados son aquellos que tienen ingresos pseudo congelados pero deben hacer frente a los precios actualizados por el golpe de la inflación. Y estos últimos, casi invariablemente, son los más pobres y los jubilados. Es decir: los más indefensos.