Era 1910 cuando Ángel Álvarez tocó suelo argentino. Recién llegado de España fue directo a instalarse a una chacra de De Bary, un pueblo del partido de Carlos Pellegrini, en la provincia de Buenos Aires, que hoy tiene 100 habitantes y vaya uno a saber cuántos tenía en ese entonces. El caso es que al poco tiempo se mudó a la ciudad de Pellegrini (a 10 kilómetros) y montó una panadería.
En este momento son las 6 menos cuarto de la mañana y me encuentro con Betina, la nieta de Ángel, que sigue con el oficio de la panadería (aunque en otro lugar físico) y cada día llega junto a su marido Santiago a las 4 de la mañana para preparar todo y hornear en su horno alimentado a leña, que es lo que distingue sus panes, alfajores y facturas de otros de la zona.
“Me crie en la cuadra, mirando todo, tomando nota de recetas y cocinando con mi abuela, nunca fui a estudiar panadería formalmente”, dice Betina mientras acomoda los lienzos que tienen los panes en crudo para no pegarse. Durante la semana usan 80 kilos de harina por día más 200 gramos de levadura y 200 kilos de leña para producir unos 80 kilos de pan y unas 40 docenas de facturas diariamente.
Observándolos trabajar tengo la impresión de que la panadería es un perfecto sistema de relojería donde todos los procesos están unidos y que por eso mismo deben ejecutarse con precisión, ya que el resultado depende de la exactitud de cada paso. Por ejemplo, la levadura trabajará según el clima y hay que estar atento a eso; a la vez, el amasado debe hacerse a determinada hora del día previo para que, a la madrugada cuando ellos llegan a la cuadra, estén en el momento exacto para acomodarse y entrar en el horno donde caben 40 kilos de pan.
“Es un horno chico”, dice Betina y pienso que todo es cuestión de ópticas ya que a mí me resulta enorme, entre bello y amenazante, una boca voraz que nos observa. O quizás es que he dormido muy poco y todo tiene un tinte onírico. “Lo construyó un hornero de Rosario que conozco de toda la vida y viene una vez por año a limpiarlo. En un momento pensé en comprar un horno a gas donde todo es más simple, pero perderíamos nuestra esencia”, reflexiona.
Santiago escucha callado y apenas asiente porque está hiperconcentrado en su tarea que consiste en acomodar las masas en la pala, introducirlas en el horno en forma de abanico (y no de otra forma para que se cocinen bien) y estar atento para sacar el pan en el momento justo, mientras acomoda las tablas donde se han leudado las masas.
“Yo no sabía nada de panadería, empecé a trabajar acá en 2013 y fui aprendiendo”, cuenta Santiago sin sacar la vista del horno. “Toda la vida trabajé en el campo, con animales y venía a la panadería de visita hasta que ciertas circunstancias económicas hicieron que dejara eso para trabajar aquí; empecé estibando el pan, después alcanzándole el pan a Betina que era quien manejaba la pala y poco a poco me fui animando”.
“Sin duda es mi mejor panadero”, asegura Betina con una sonrisa, “aprendió rápido y es muy prolijo. Hoy estamos solos en esto, trabajamos unas 12 horas por día y sólo cerramos el domingo”. Además de las masas para el té, otro de los fuertes de la panadería es la galleta, que para mi sorpresa resultó ser la misma masa del pan con la única diferencia del sobado: lleva el doble.
“Al principio mis amigos venían a ver qué hacía yo en la panadería y se reían porque pensaba que iba a hacer cualquier cosa y hoy ya saben que soy todo un panadero”, cuenta Santiago riéndose mientras saca la pala con el pan caliente cuyo consumo, en la pandemia bajó un 40%.
“Creemos que fue porque la gente se quedó en su casa y amasó más”, supone Betina, “pero la venta de facturas y palmeritas se mantuvo como siempre. Acá el consumo es muy tradicional, hay que ser cuidadoso con la innovación: en un momento se me dio por hacer panificados con harinas ´raras´ y no funcionó, así que seguimos con lo de toda la vida”.
Ahora tenemos un momento de descanso. Ya han horneado todo el pan que desprende su aroma desde los canastos y mientras se termina de hacer el café Betina me propone que elija “todo lo que quiera comer”.
¡Qué momento!
Aparecen frente a mí bandejas de medialunas, facturas con crema y membrillos, galletitas, alfajorcitos de maizena, la galleta que late desde un costado y el seductor pan tostado por otro. Es como ser Alicia en el país de las Maravillas fusionada con un pantagruélico banquete romano y de tanto que hay, no sé por dónde arrancar. Me quedo en silencio contemplando la abundancia y la belleza. Finalmente me gana la simpleza del pan con ese crujido maravilloso y ancestral que me transporta a las meriendas de café con leche, azúcar, pan y manteca.
Afuera ya es de día.