Su hermana lo apodó Harry Haller, el protagonista de El Lobo Estepario, de Herman Hesse, tal vez por su inconformismo con lo establecido y por su incesante búsqueda, que él hoy prioriza, la “interior”. Alberto Cubría (56) nació en La Plata, pero se crió en el tradicional barrio Alberdi, de Córdoba, en casa de sus abuelos, junto a su madre.
Desde chico le apasionaron los animales e insectos. En el patio criaba “fuentones” de lagartijas, sapos, arañas, víboras, un chancho y hasta consiguió un sachet de sangre humana vencida para alimentar a un vampiro. Luego influyó en él un matrimonio vecino, de reconocida trayectoria intelectual y cultural, cuya casa era “toda biblioteca”.
De adolescente se reencontró con su padre y fue a vivir con él a San Rafael, Mendoza. Allí conoció al destacado antropólogo, arqueólogo y naturalista Humberto Lagiglia, director del Museo de Ciencias Naturales de esa ciudad, que le marcó el rumbo de su vida para siempre. Estudió Biología en la Universidad, pero no terminó la carrera, porque los profesores no lo cautivaban como Lagiglia. Se volcó a la filosofía americanista de Rodolfo Kusch y abrazó el arte de la cerámica como un modo de conocimiento arqueológico y antropológico para vivenciar la América Profunda. Viajó a encuentros de artesanos por América y pudo conocer diversas etnias y sus culturas. Aprendió a tocar los aerófonos andinos, quena y sikus y llegó a ganar un primer premio en la realización de Máscaras, que le fascinan porque nos remontan a nuestros ancestros.
Vendiendo en el Paseo de las Artes, de Córdoba capital, conoció a la también artesana y artista cordobesa Marcela Carranza, de sangre 100% comechingón, con la que formó una familia. Un buen día se preguntaron: ¿Por qué no vivir en algún lugar adonde soñaban -durante todo el año- irse a vacacionar?
Y se fueron a instalar en el kilómetro 4 de la Ruta 34, en el camino de las Altas Cumbres, a 950 metros de altitud, que es un “Econtono” o franja de transición entre el monte chaqueño y el pastizal de altura, de la Pampa de Achala -desde los 900 hasta los 1200 metros- porque se asienta un aire caliente y crecen el Molle y el Romerillo, me explicó Alberto.
Se ubican en la bajada de la Pampa de Achala (a 2000 metros de altitud) antes de llegar a Mina Clavero. En medio de un monte hicieron su casa y en el año 1999 fundaron el Museo Arqueológico Comechingón, y más tarde, el Jardín Botánico de Cactus. A éste lo cuida más Marcela, y Alberto se ocupa más del Museo. Pero los hallé regando las plantas ya que no llovía desde marzo.
Ambos tienen allí su Taller de Arte, donde él trabaja con la cerámica, pero además pinta. Trabajan con pinturas a base de tintas naturales. Ella realiza artesanías en madera y en calabazas. Uno de sus hijos, que vive cerca, Malku Cubría (24), es su auténtico heredero, porque le apasiona la cultura Comechingón y creó una empresa de venta de réplicas de puntas de flechas y minerales de Traslasierra, y realiza “biyuterí” con gemas.
Durante el verano los visitantes pueden verlos trabajar en vivo, y por esto, se podría llamar mejor “EcoMuseo”, porque incluye a agentes culturales vivos. Desde el año 2015 decidieron no cobrar más la entrada, y vivían de la venta de sus obras de arte o artesanías. Hoy lo hacen sólo por internet porque la ruta aún está cerrada a causa de la Pandemia.
Alberto continúa con su pasión por criar animales y tiene gallinas y pollos para su consumo de huevos y carne. Cría canarios, loras australianas, palomas colipavas, hasta una lora calacante o calancate, de 12 años, que silba la melodía de “Ojos azules”, y dos gatas.
Cuando le dije que la cultura del pueblo originario Comechingón tiene poca prensa, se puso a contarme: eran seminómades, porque cazaban y recolectaban, pero por épocas, sembraban maíz, poroto, zapallo y se halló, en Cerro Colorado, batata calcinada, que es de origen amazónico. Asentaban sus chozas de modo semisubterráneo, es decir hundiendo su mitad bajo el nivel del suelo hasta un metro, lo que las hacía más frescas en verano y más cálidas en invierno, y más protegidas del viento. Eran grandes viviendas comunitarias, de 7 x 4 metros, donde residían unos 4 o 5 aborígenes casados, en total unas 25 personas.
Cuando sembraban lejos de sus chozas, hacían dos chozas temporarias, por cada hectárea, para quedarse a cuidar sus cultivos. Abundaban unas llamas de menor tamaño que las del norte. Le pregunté si los Incas llegaron a Córdoba y me dijo no hay certeza de eso, porque por ejemplo, no hay construcciones en piedra, en Córdoba. Pero sí de que los Incas llegaron hasta el río Diamante en el Rincón del Atuel, en Mendoza.
Pero la toponimia quechua de Córdoba, parece deberse a que los españoles fueron bajando con hablantes quichuas para poder comunicarse con los habitantes naturales. Mina Clavero se llamaba Tinkima, que parece significar “Juntura” (de los ríos Mina Clavero y Panaholma) en quichua. Cosquín, sería Pequeño Cuzco.
Alberto cree más en el arte que en la ciencia, sobre todo porque el paradigma de ésta es eurocéntrico. Sostiene, con un aire dionisíaco, que en la América profunda, San Jorge, en vez de vencer al Diablo -simbolizado en la serpiente- se abraza con él y se van a beber un vino, juntos. La luz y la oscuridad van juntas, porque cuando aumenta la luz, crece la sombra.
Sueña con seguir viajando por la América profunda, y continuar su viaje interior hacia el corazón del hombre americano, a través del arte, sin subestimar a la artesanía. Un verdadero artista es un chamán. Marcela, Alberto y Malku nos esperan a todos en su Museo, su Jardín y su Taller, pero les preocupa que a mucha gente le interese más comprar que por aprender y conocer.
Debido a los duros tiempos que viven en Córdoba, a razón de la Pandemia y de los incendios forestales, esta luchadora familia nos quiso dedicar la canción “Sobreviviendo”, de y por Víctor Heredia.