También compositor, Roberto Héctor Chavero, “El Coya”, es el hijo de Atahualpa Yupanqui. De él heredó el hábito de la reflexión sobre lo que significa ser humano, la observación de los paisajes y el amor y el respeto por la ruralidad.
–Luego de tantos años de fallecido, Yupanqui sigue vigente. ¿Por qué?
-El reconocimiento a mi padre se debió no sólo al arte que exponía sobre el escenario. Mucho tuvo que ver la densidad de una obra profunda en lo conceptual, sustentada por un vasto conocimiento conformado por su dedicación a cultivarse a través de la lectura más variada, a interesarse por toda la música y el arte en general y por su necesidad permanente de aprender de la sabiduría de personajes y pueblos con los que contactó a lo largo de su vida. Como consecuencia logró un decir profundo y comprensible para todas las personas, no importando su condición social o educativa.
–Y hoy perdura…
-En el mundo actual hay muchos que buscan las palabras sabias que los ayuden a orientarse. Allí está una parte de la explicación. Otra reside en lo genuino de su palabra y de su música que, aunque representan un paisaje humano regional, como consecuencia de esa autenticidad se convierten en universales; es decir llegan a los espíritus sensibles de cualquier lugar del mundo.
–¿Qué les pasa a las nuevas generaciones con la obra de Atahualpa?
-Las nuevas generaciones han sido influenciadas por formas de comunicación que promueven la idolatría y no la comprensión. Esto deriva en una insatisfacción que las impulsa a buscar respuestas a los interrogantes fundamentales de la vida. Por supuesto esto no es un proceso masivo. Pero ante las crisis personales o sociales, se empiezan a buscar respuestas por fuera de lo establecido. Así, algunos llegan a la obra de mi padre.
–En su opinión, ¿cuál es la esencia de la obra de su padre?
-Es una obra con pocas respuestas directas y, a la vez, con muchas sentencias orientadoras. Nos pone frente a los interrogantes más profundos del ser humano. Nos interna en el paisaje, a través de relatos y personajes, para que podamos llegar a comprender cuál es nuestro lugar en el universo. Qué representa “ser humano”. Ese es, desde mi perspectiva, su planteo fundamental.
–¿Cuál es su canción preferida? ¿Por qué?
-La preferencia fue variando con el paso de los años. Hoy algunas me conmueven más: Camino del indio, Zambita del buen amor, Leña seca, La colorada, Los hermanos.
-¿Cómo ha vivido usted esta herencia?
-A la muerte de mi padre ya conocía bastante bien la obra, pero tuve que profundizar ese conocimiento y sobre todo, su comprensión. Fue como recorrer un camino descifrando el rumbo, pues abarca tantas facetas que no quería elegir desde una preferencia personal. Es como buscar un punto elevado para percibir en un monte, por donde va la senda con sus mil serpenteos, y estar seguro del rumbo.
–¿Usted compone? Si es así, ¿en qué se inspira?
-Escribo y compongo canciones con diversos ritmos nacionales y latinos. Tengo compañeros que me han enseñado mucho en esa materia. Siempre hay un disparador: un personaje, un paisaje, una historia que despiertan una voz que me dicta manifestarlos en versos o canciones o melodías. Muchas veces nacen juntas palabras y melodías. Otras veces no. Me lleva años terminar una canción hasta sentir que cuenta de un modo genuino y claro, honrando al sujeto de esa canción.
–Su padre fue peón rural y hombre de campo. ¿Cómo era la relación con sus caballos?
-Los amaba, representaban la libertad. El caballo vive sin hacer daño y cuando se entrega a su jinete le entrega lo mejor de sí. Yo le conocí un solo caballo: ‘El Extraño’, un zaino oscuro, brioso, de muy buena boca, un 7/8 diría el Tata (casi un pura sangre). Era un gusto para mí verlo sobre su ‘Extraño’ partir al pueblo o a las reuniones en los campos vecinos junto a los paisanos del pago.
–A usted, ¿qué cosas del campo le enseñó?
-Justamente a cuidar el caballo, a no brutearlo, a ensillarlo, a bañarlo. Lo que más recuerdo es un atardecer que íbamos al almacén a hacer las compras; ya no se veía bien, venía alguien en sentido contrario, caminando, y entonces me dijo: “Esta es la hora del ´¿Quién tú eres?´ porque ya se fue la tarde, la noche aún no llega y no se alcanza a distinguir quién viene. Y entonces surge la pregunta: ´¿Quién tú eres?´ Esa hora se repite cada día y, aunque en las ciudades y en los poblados se ha resuelto la cuestión de la penumbra, la pregunta persiste en los campos”. Para mí esa pregunta se repite cada día, donde me halle ese momento. Y ojalá fuera una pregunta que la humanidad se hiciera cada día: “¿Quién tú eres?”
–¿Usted tiene relación con la ruralidad?
-Desde mi primera niñez crecí en Agua Escondida (en Cerro Colorado, Córdoba). Con mi madre vivíamos en un rancho techo de paja y buscábamos agua en el río. Después vinieron las mejoras en la casa. Años más tarde me dediqué a trabajar un campito de 130 hectáreas en El Pantano, cerca de allí. Sembré, engordé vacas, hice muchas tareas rurales. Fue una bendición porque me ayudó a comprender mucho más profundamente la obra de mi padre y su forma de pensar. Sobre todo, doy gracias el haber conocido paisanos que me enseñaron secretos del campo y de sus trabajos, aliviando muchas veces la tarea. Y también, mi corazón está agradecido con todos los paisajes. ¡Tanto me han dado! Aunque debo reconocer que aún no aprendí todo lo que enseñaron.