La nuestra es una cultura muy visual, en la que el mensaje lo transmiten las imágenes -cada vez más vistosas-, los textos -cada vez más breves- y los efectos especiales -cada vez más impresionantes y menos verosímiles-. Lo interesante es que la contracara de esa espectacularización, de lo que se muestra y se autoseñala para ser visto, es la forma más sutil, menos perceptible, pero también efectiva de transmitir mensajes: los aromas.
El marketing olfativo es una de las ramas más exploradas pero a la vez menos conocidas de la publicidad sensorial. En realidad, necesita que así sea para funcionar, porque debemos ignorar que puede haber fragancias que emulen al café tostado en las cadenas de primer nivel, o aquellas que imiten a los pochoclos para estimular nuestro deseo cuando entramos al cine, o las que nos introducen aromas de la naturaleza dentro de un shopping.

Si eso sucede, es porque la dimensión olfativa es tan rica y tan amplia como el resto de los sentidos, y excede al tradicional perfume o al aromatizante de ambiente. Detrás de ese vasto sector hay personas como Marina Arslanian, que estudian y se forman para ejercer un oficio que tiene tanto de alquimia como de arte.
Cuando le preguntan qué es lo que hace específicamente a diario, Marina habla de “componer fragancias” porque considera que, al igual que un músico que escribe una melodía en su partitura, quien mezcla esencias y extractos, entre balanzas, anotaciones y recetas, también es un artista.
Lo cierto es que, al igual que una canción, o una fotografía, un aroma puede también recuperar recuerdos e inducir emociones. “Cada aroma lleva a cada persona a hacer un viaje distinto”, explica la perfumista, que dialogó con Bichos de Campo sobre los secretos de un trabajo mucho más necesario que conocido.
En el Congreso de Aromáticas que fue organizado en la localidad misionera de El Soberbio, la meca de la producción de aromas en plena selva misionera, Marina recolecta destilados y se lleva buenas ideas que luego volcará en su propia marca de velas de cera de soja, Kion.
Siempre que puede, y tiene la oportunidad, hace viajes de ese tipo, porque asegura que “el desafío para destacar y salir de lo tradicional es trabajar con elementos no tan conocidos”. Aunque las mejores fragancias son las que aporta la naturaleza, con sus hierbas, flores, arbustos y frutos, lo cierto es que también en la industria se hecha mano de componentes sintéticos, aún cuando se hace un trabajo artesanal como el suyo.
Pero que sean de laboratorio no significa que no sean buenas, opina la perfumista. De hecho, permiten reemplazar compuestos muy difíciles de conseguir o los de origen animal, pues antes era común matar algunas especies para obtener determinados aromas.
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Además de la pata artística, el oficio tiene también un componente de precisión, y para eso, afirma Marina, “no sólo hay que ser un buscador de aromas, sino que también hay que estudiar, porque en esta industria hay mucho chamuyo”.
En Argentina, la Asociación Química Argentina brinda una serie de talleres y ciclos de formación para enseñar sobre las materias primas y moléculas que componen perfumes. Mucho se aprende además en otras partes del mundo, donde incluso ya se ha avanzado con trabajos que vinculan los aromas al tratamiento de enfermedades crónicas, como el Alzheimer. Esa es una rama en la que también la perfumista asegura estar incorporándose.
Por lo pronto, luego de dialogar con este medio y de recolectar sus últimos destilados en la selva misionera, sabe que, al llegar a su casa, tendrá que hacer el trabajo más interesante: obtener de todo eso una fragancia que le despierte algún sentido o que recupere algún recuerdo de quien lo huela.





