María Gracia Terreno y Pablo Rodríguez son protagonistas de una historia de amor y de lucha. Ella empezó contra sí misma, peleando por la autosuperación en Córdoba. En cambio él, en Buenos Aires, quería cambiar el mundo, pero la vida le mostró que el camino elegido no era el eficaz y entró en crisis. Fue cuando por esas picardías del destino, ambos decidieron viajar a Nueva Zelanda y en 2016 se conocieron allí, se enamoraron y comenzaron juntos una nueva travesía que desembocó en un emprendimiento agrícola y de cuidado y respeto por la naturaleza.
El desenlace, después de trabajar en una enorme cantidad de oficios bajo dependencia, resultó en que volvieron a su patria, la Argentina, a emprender algo propio “porque acá tenés más posibilidades que allá”, dicen hoy, convencidos, mientras cultivan tomates de viejas variedades, aromáticas y reforestan con plantas nativas su chacra de Los Espinillos, en Potrero de Garay.
“Estamos justo en Paravachasca, pegados a Calamuchita, pero vendemos nuestros productos en la Feria Agroecológica de Villa General Belgrano, porque nos queda más cerca y ahí hay mayor movida turística”, explica María.
María Gracia es oriunda de Laguna Larga, Córdoba, y Pablo Rodríguez, de Mar de Ajó, en la costa de Buenos Aires. A ella desde joven le gustó viajar de mochilera. Se había recibido y ya trabajaba de diseñadora industrial cuando se vio en la necesidad de romper el cascarón familiar. Para ello, qué mejor que viajar en busca de vivir la experiencia de valerse por sí misma en otro mundo y de paso conocer una cultura diferente y adversa.
Como sus padres enseñaban yoga, eligió viajar a Nueva Zelanda, para trabajar, ahorrar, aprender inglés y luego viajar a la India para profundizar esa práctica milenaria y fundamental, debido a que, “controlando el propio cuerpo, busca controlar las pulsiones inconscientes, el carácter”, según ha advertido el filósofo rumano Mircea Eliade.
Pablo había estudiado ciencias políticas porque soñaba con transformar un entorno que no le convencía. Había elegido el camino de trabajar en una ONG con políticas públicas, pero la realidad le demostró que por ese camino, el mundo lo cambiaría a él, y no al revés. Esto le produjo una crisis que lo llevó a viajar a Nueva Zelanda, sin saber que María había decidido el mismo destino. Allí se conocieron, se enamoraron y comenzaron a buscar trabajo juntos.
“Trabajamos en limpieza, en restoranes, de pintores, en un parque de diversiones, cosecha de ostras, yo de babysitter, pero los que más nos gustaron fueron los trabajos con la tierra, en cosechas de frutas y en jardinería -cuenta la cordobesa-. Yo trabajé en un jardín botánico que me inspiró para siempre. Después nos fuimos a vivir a Australia, pero a mí me empezó a dar ganas de volver a Argentina, aunque Pablo no tenía muchas ganas, pero lo convencí de regresar por un tiempo”.
Sigue contando, María: “Mi papá tenía una fábrica de implementos agrícolas y mi mamá era docente. En 2002 abrieron un centro de Yoga, y al tiempo decidieron vender todo y mudarse a vivir de modo más bucólico, donde seguir compartiendo el Yoga y otras actividades holísticas. Compraron un terreno en Los Espinillos, se hicieron una cabaña para vivir y otra para hospedar gente que fuera a descansar, conectar con la naturaleza y a valorar los recursos. Ellos me habían regalado un terreno de 3 hectáreas a 200 metros del suyo, frente al lago Los Molinos, donde corre un hermoso arroyito”.
“Yo hacía mucho que venía soñando hacerme una casa de barro, con los conceptos de bioconstrucción y permacultura, y habíamos vivido en una así, que era parte del paisaje, en la isla Waiheke, en Auckland -continúa María-. En 2018, ya en Córdoba, empezamos a construir la casa con amigos y con ahorros que nos trajimos. La chacra había estado sobrepastoreada y tenía pocos árboles. Comenzamos a reforestarla con plantas nativas y aromáticas, levantamos una huerta un poco abandonada, a la que le dimos una impronta agroecológica. Mi padre había hecho un invernadero y nosotros agregamos uno grande y estamos por hacer dos más”.
Detalla Pablo: “El lugar no tenía luz, ni agua, ni gas, y tuvimos que construir sistemas para sacar agua, tomar la de lluvia, hacer tratamiento de aguas grises, y regular el uso de modo eficiente porque, si bien teníamos un arroyo en frente, Córdoba tiene unos inviernos muy secos. Aprendimos sobre las medicinas que te da el monte, sus usos, la importancia de la época en que salen, como recolectar leña de una manera que no sea extractivista, cómo podar los árboles para no dañarlos, cómo dejar las pasturas para que se regeneren y brote el banco de semillas y mucho más”.
Agrega María: “Emprendimos un proyecto agroecológico, regenerativo, biodinámico, de agricultura sintrópica, ancestral, de soberanía alimentaria, de intuición y conexión con la naturaleza para intervenir el ambiente con cuidado y respeto de sus leyes. Lo llamamos Valle Sagrado y con esa marca empezamos a vender en la feria lo que íbamos cosechando. Pero sumamos algunas verduras de otros productores de la zona, ya que lo nuestro era poco. La demanda fue cada vez mayor y ampliamos los productos, de toda Córdoba y después del país. Así fue como conformamos una ‘Red Agroecológica’ para conectar a los productores con los consumidores’, de modo que vendemos frutas, hortalizas, verduras y aromáticas de todo el país, y acabamos de agregar productos de almacén”.
Retoma Pablo: “De pronto vino la pandemia y nuestros papeles de la visa no estaban aún, así es que nos fuimos quedando en nuestro país y a esta altura decidimos que sólo viajaremos temporariamente, dejando amigos y familia a cargo”.
Detalla, María: “Producimos tomates ancestrales en temporada de verano acompañado de mucha diversidad de flores, otras hortalizas y aromáticas, desde agosto a abril. Hasta el momento tenemos cinco especies de tomates ‘reliquia’, amarillos, violetas, negros, rojos y anaranjados. Y en invierno cultivamos pack choi, apio, mostaza, kale, cilantro, flores de caléndula, borraja, algo de jengibre y cúrcuma, que sólo es posible en invernadero porque hiela y tenemos mucha amplitud térmica. Hemos regenerado pasturas y reforestamos, buscando semillas en el monte o comprando plantines”.
Pablo explica que él se ocupa del mantenimiento diario de los cultivos, el preparado de purines, fertilizantes naturales y demás, y que María Gracia se encarga del procesamiento y cuidado de semillas. En la huerta, ella hace los trasplantes, cosechas, cuidado de flores, pero también de la administración y del diseño de etiquetas, packaging, cartelería y redes sociales.
Además, Gastón, hermano de María, se sumó para atender las ventas, la logística y el contacto con los productores. Este último también se ocupa de la venta de productos de almacén, siempre agroecológicos, como harinas, legumbres, aceites, panificación, dulces, hamburguesas veganas, productos deshidratados, etc.
“Las familias nos hacen compras comunitarias y de eso se encarga Pablo -aclara María-. Y Gastón se ocupa de las ventas personales. También se han sumado al proyecto otros amigos: Benjamín Baigorria, Leonardo y Gerónimo. Nos gusta que siempre haya gente de paso, que ayuda, aporta semillas y comparte la vida”.
Haciendo un balance acerca de si pueden vivir de este emprendimiento, María quiere señalar: “En este momento no vivimos sólo de la producción, porque así lo hemos decidido, aunque sí se podría vivir, poniendo toda la energía en ella. Pero nos gusta hacer muchas cosas y tener diversos ingresos porque eso no nos hace depender de una sola fuente. Esto, en este país, nos da más tranquilidad. Yo hago retiros holísticos, actividades como Yoga, Rebirthing, y sobre alimentación consciente en el EcoLodge de mis padres, como también servicios de diseño, que es mi profesión”.
La cordobesa reflexiona: “Tratamos de hacer una vida al ritmo de la naturaleza, aprendiendo de ella, y aumentando poco a poco la producción. Sabemos que la vida rural nos demanda mucho trabajo físico y no queremos llegar al punto de no querer volver más al campo, como les pasó a mis bisabuelos italianos, que se mudaron al pueblo por cansancio”.
Y culmina: “Nos regulamos bastante, vamos sintiendo lo que el cuerpo nos pide, compartimos el trabajo con nuestras familias y amigos, en forma comunitaria y horizontal, y no dejamos de aprovechar todas las tecnologías que nos facilitan la vida. Con Pablo pensamos seguir viajando, cada tanto, para hacer cursos, dar charlas o conseguir semillas. Es que los viajes y conocer otras culturas son una universidad de la vida. En pandemia compramos con amigos una chacra en el norte de Misiones, con árboles frutales, donde empezamos un proyecto de conservación de fauna y flora, junto a ‘Aves Argentinas’, con corredores verdes, ‘sembrado de agua’ para regenerar la tierra y demás”.
María Gracia y Pablo eligieron dedicarnos “El lenguaje del monte”, parte del disco “Canto al monte nativo”, de y por Guía Guillermina Acosta, cantante de Traslasierra que con el mismo quiere aportar a la toma de conciencia por el cuidado de nuestros montes.