Toda moda tiene componentes del pasado. La de los vinos artesanales y sin conservantes es una de ellas, y, comparada con la tradición del “vino de la costa”, es evidente que tiene poco de novedosa. “Nosotros hace 100 años que hacemos eso”, observa Martín Casali, un cooperativista que está muy al tanto de las últimas tendencias y se propone conjugar la tradición con nuevas formas de producir.
Hace tiempo que adquirió notoriedad la intensa actividad vitivinícola que hay en el centro-sur de la provincia de Buenos Aires. Sobre todo en Berisso, por su cercanía con el río y sus tierras fértiles. Allí, son varias las familias que trabajan en sus pequeñas fincas, cosechan todo tipo de frutos, y producen el vino que los inmigrantes, hace ni más ni menos que un siglo, consumían al salir de sus lugares de trabajo.
En el año 2000, por iniciativa del municipio y gracias al esfuerzo de productores y cooperativistas, se inició un proceso de rescate del “vino de la costa”, que no sólo consistió en implantar nuevamente la uva Isabella, sino también recuperar las parras que aún subsistían desde la década de 1920. Eso explica que hoy convivan viñedos relativamente nuevos con algunos centenarios.
Martín Casali ha dedicado parte de su vida a esa producción vitivinícola y, actualmente, trabaja con la familia Domínguez en uno de los “viñedos históricos”. Sin embargo, esa conexión que guarda con el producto insignia de la zona no lo priva de buscar nuevas alternativas e innovar, porque sabe que hay muchos mercados por conquistar y, con los niveles de producción que se manejan actualmente, alcanzarlos se hace cuesta arriba.
“A toda furia se estarían produciendo no más de 150.000 litros en un muy buen año”, estima Casali al ser consultado por Bichos de Campo. Su cálculo contempla la capacidad de la cooperativa, que es de 75.000 litros, y la de los productores independientes, que suman otros tantos.
Comparado con el millón de litros que se producía en la década del 40, durante el esplendor del “vino de la costa”, la producción actual luce insignificante. Pero, si se mira el vaso medio lleno, las 22 hectáreas de vid censadas que tiene Berisso alcanzan para superar el autoconsumo y abastecer un incipiente mercado minorista. Lamentablemente, es aún difícil que llegue alguna botella más allá de los límites del municipio y sus alrededores.
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Demanda existe, y mucha, pero eso no significa para Martín que haya que hacer todo “a la antigua”, sobre todo si hay nuevos mercados ahí fuera que pueden conquistar. Por eso, se propuso innovar en un aspecto muy sensible, que es la uva utilizada, lo que le da entidad al “vino de la costa”.
“Estamos haciendo una prueba injertando Tannat y Marselan en pie de Isabella para ver qué pasa. Somos herejes en Berisso porque siempre se trabajó esa variedad, pero son desafíos que asumimos”, señaló el productor.
Para el conocedor de la materia, lo que se proponen puede tener un resultado interesante. Es que la uva traída por los inmigrantes a la Ribera es una cepa nativa de Norteamérica, muy distinta a las que proliferan en la región de Cuyo, como Malbec, Merlot y Cabernet, que son europeas. “La vitis labrusca es un híbrido, no es una vitis vinífera”, explica Martín, para remarcar lo singular de la variedad usada por los cooperativistas de Berisso.
Incluso, él reconoce que puede ir un poco más al fondo de la cuestión. La tradición vitivinícola del Río de La Plata es, de por sí, agroecológica, porque se las rebuscan para evitar el uso de agroquímicos y suelen utilizar sólo sulfato de cobre y cal para las curas. Pero, en su caso, ya está poniendo en práctica un paso ulterior, porque va a montar un viñedo biodinámico donde no sólo se evite el uso de agrotóxicos sino que se utilice un enfoque más holístico de cara a la naturaleza.
Que los más jóvenes se animen a producir distinto de ninguna manera desconoce la identidad de Berisso como ciudad de inmigrantes. No está de más la aclaración, porque Casali también repara mucho en el componente histórico que tiene el “vino de la costa” y la importancia que guarda para las generaciones que han apostado todo en su recuperación.
Además, esta actividad no la hace cualquiera, porque requiere de conocimiento y agallas. “Hay que aprender a convivir con el río”, señala el productor, que considera que el peculiar ambiente donde trabajan “cambia todas las lógicas” de la vitivinicultura. Por eso, difícilmente se pueda equiparar la producción del Delta con la de Mendoza o San Juan.
“En Cuyo hacen las acequias para traer el agua, pero nosotros, en cambio, las hacemos para que se vaya lo más rápido posible”, grafica Casalis. Incluso, que se inunde una finca es prácticamente moneda corriente para ellos, tal es así que en las zonas más bajas eso puede ocurrir hasta una vez por semana.
Para una planta cuyana, adaptada a climas áridos, eso sería terminal. Para la cepa americana, todo lo contrario. “Tenemos la ventaja de que a esta uva le gusta la humedad, entonces no es ese el principal problema”, explica el productor, que incluso repasó algunas de las particulares técnicas que usan para que el avance del río no los perjudique.
En el caso de los cabezales, por ejemplo, optan por el pie vivo, es decir un árbol con raíces que hace de sostén para el parral y que, por el desgaste, suele cambiarse en pocas temporadas.
“A la gente de Mendoza le parece extraño que tengamos que cambiar los palos de sauce o de mimbre porque se pudren. A ellos, un palo de algarrobo les dura varias generaciones”, agregó, en otro intento de mostrar el abismo que existe entre las formas de producir.
Eso es lo que tiene de interesante plantar parras en un humedal. De interesante, pero también de complejo, porque trabajar en tierras bajas, fértiles y con abundante vegetación requiere de mucha rigurosidad. “Es bravo trabajar en este ambiente, por eso se hace difícil conseguir mano de obra”, señala el productor, que atribuye los magros niveles de producción a esa complejidad.
No por nada los quinteros están trabajando arduamente en captar personal y mostrar que hay fuentes de trabajo en la Ribera. A eso están orientadas las acciones de difusión y los convenios con instituciones educativas, como el que mantienen con la escuela agraria de Berisso para que los alumnos hagan sus prácticas en las plantaciones.
Hay insectos, hongos, mucha agua y fauna de la que encargarse. Producir el “vino de la costa” es también parte de una hazaña, y eso lo hace especial. A veces, es tal la gimnasia necesaria, que los productores deben evaluar cuándo cosechar la uva, y cuidarse de que no quede insípida por falta de sol, o que se la coman los zorzales y las palomas los últimos días de maduración.
“A veces cuando llueve mucho nos la jugamos y en vez de cosechar dejamos que madure una semanita más, con el otro condimento que son los pájaros”, señaló Martín, que estima que pueden provocar una disminución de la producción de hasta un 40% en fincas pequeñas.
De hecho, el exceso de agua y precipitaciones al momento de cosechar fue lo que complicó la última cosecha, que ha arrojado números muchísimo más bajos de lo previsto.
La contracara positiva es que la producción siempre da revancha, y los quinteros tienen trabajo en diferentes momentos del año: en diciembre cosechan ciruela cristal; en enero, ciruela remolacha; a fines de febrero, la uva blanca; y en marzo, la uva tinta.
-¿Qué te gusta de esto?
-Todo. Acá recupero la historia familiar y también disfruto que sea una forma de trabajo de otros tiempos, sin tanto apuro. Yo tengo 46 años y estoy plantando un viñedo del que recién vamos a tener una producción estable dentro de cuatro años.
-¿Cómo ves al sector?
-Yo creo que hoy el vino de Berisso está en un equilibrio, entre sostener lo que está y ver qué innovación puede venir. El público es otro y el vino es cuestión de gustos, entonces a uno puede no gustarle una variedad pero sí engancharse con otra cepa que estamos trabajando.