Gran parte de las normativas supuestamente conservacionistas son en realidad instrumentos que pueden terminar generando un perjuicio ambiental mayor al que se pretende evitar.
Los proyectos que buscan retirar a la población de los humedales, junto con la legislación europea anti-deforestación, además de no tener en cuenta la sostenibilidad social –la gente no les importa–, tampoco consideran el impacto ambiental de lo que proponen.
Los empresarios agropecuarios en su gran mayoría son auténticos guardianes de los ecosistemas por una cuestión de mera supervivencia: están obligados a cuidar los recursos naturales que les dan de comer. Siempre, por supuesto, existe una minoría irresponsable –como en toda actividad– que debe ser controlada y sancionada en caso de incumplir una normativa vigente.
Integrantes del CREA Esquel y del INTA Esquel realizaron recientemente una jornada para mostrar que los humedales presentes en el oeste de Chubut, conocidos como “mallines”, son particularmente susceptibles a la erosión hídrica, la cual promueve la formación de surcos profundos o cárcavas que van drenando progresivamente ese ambiente para provocar un descenso acelerado del nivel de la capa freática y, por extensión, de la fuente de sustento del micro y macrobioma que lo habita.
En las últimas décadas, gracias al esfuerzo conjunto de empresarios, técnicos e investigadores de INTA, Conicet e instituciones académicas, se lograron implementar prácticas diseñadas para intervenir los mallines con el propósito no sólo de evitar su degradación, sino fundamentalmente de promover la productividad y biodiversidad presente en los mismos.
En una jornada organizada a fines del mes pasado en la ciudad de Buenos Aires por la Embajada de Alemania en la Argentina, el empresario agropecuario Juan Carlos “Teddy” Cotella recordó a los presentes que las visiones románticas del cuidado de los ecosistemas naturales no suelen ajustarse a la realidad porque “la sustentabilidad no es gratis”.
“Conservo 540 hectáreas de monte nativo –explicó Cotella, quien tiene un establecimiento en la zona de influencia de Sachayoj, Santiago del Estero– y eso hay que cuidarlo y mantenerlo; hay que evitar que entren cazadores y que se prenda fuego; hay que alambrarlo, recorrerlo y medir cómo evoluciona la biodiversidad para lograr que eso se mantenga en las condiciones que queremos que se mantenga porque mejora la calidad de vida de todos”.
Sin mencionar las muchas carencias sociales presentes en diferentes regiones argentinas –en el pueblo de Sachayoj, por ejemplo, no hay agua potable–, la cuestión más inmerecida e irrazonable es aquella que, sin considerar los sacrificios realizados por los argentinos, se pretende amonestar a los habitantes de tales regiones por medio de normativas segregacionistas que buscan retirar a las personas de los ecosistemas o bien penalizarlas.
Es evidente que la relación de fuerzas entre los promotores de tales normativas y sus víctimas es completamente desigual y no queda otra alternativa que adaptarse (o intentar adaptarse) para poder sobrevivir.
El director general del IICA, el argentino Manuel Otero, explicó de qué va el asunto en la última reunión del organismo, realizada dos semanas atrás en Costa Rica, al remarcar que “avanzan los intentos de países desarrollados por transformar los desafíos ambientales en una nueva generación de barreras no arancelarias” y resaltar que “no hay seguridad alimentaria sin agricultura y no hay agricultura sin productores agropecuarios”.
Un gran anticipador de los fenómenos que nos ocupan en la actualidad fue la obra “Ecofascismo”, publicada en 2008 por el investigador Jorge Orduna, quien tempranamente advirtió que detrás de la fachada de la noble intención del cuidado de los ecosistemas se esconden movimientos con rasgos autoritarios que pretenden imponer agendas eugenésicas y supremacistas.
Porque, en definitiva, podríamos dedicar páginas y páginas mencionando casos de prácticas conservacionistas, certificaciones ambientales, investigaciones científicas y un largo etcétera referido a los esfuerzos realizados para proteger los recursos naturales. Sin embargo, al final del día, cuando llega el momento de analizar el fundamento de las normativas foráneas, las mismas sólo tienen el propósito de neutralizar la actividad humana en determinadas zonas consideradas estratégicas aunque eso termine, en algún momento, generando un daño ambiental irrecuperable.