Los Molí nos esperan en una pequeña chacra de 6 hectáreas, ubicada a pocos kilómetros de Venado Tuerto, en el sur de Santa Fe. El objetivo de nuestra entrevista iba a ser Ignacio, un joven de 30 años que dispone de un admirable ímpetu y está convencido de que puede vivir de lo que produzca en ese pequeño campito, y además hacerlo cuidando el ambiente y la salud de los consumidores. Pero es el mismo Nacho quien insiste en que debemos conocer también la historia de Andrés, su padre.
Andrés se presenta como “cosechero”. Es decir, manejó la máquina cosechadora durante muchos años de su vida, alejándose muchas veces forzosamente de su familia, en distancias y tiempos. En la línea divisoria que separa a los habitantes del campo (entre los que tienen y no tienen campo), a Andrés le tocó el lado más difícil, el de los que no son propietarios y solo dependen de su trabajo para ganarse el sustento. Gracias a tanto trabajo su hijo Ignacio ya tiene algo más: estudió en la prestigiosa escuela agrotécnica local y dispone de estas 6 hectáreas de campo que alguna vez pudo comprar la familia.
Estamos en Venado Tuerto, hay que recordarlo. Las tierras de esta región tienen una aptitud agrícola envidiable, tanto que esta es una de las Mecas nacionales para la producción de semillas. Por aquí las facturas tienen varios ceros y suman millones.
-¿Es en serio que querías vivir con estas 6 hectáreas?- le preguntamos a Nacho, que nos espera en la tranquera, boina ladeada, pañuelo al cuello.
Mirá la entrevista completa con Ignacio Molí:
“Hace ya cuatro o cinco años arranqué con todo esto. Primero sembrando alfalfa para hacer fardos. Y de ahí, de a poquito, me fui metiendo un poco en el tema ganadería, porque toda la vida fue el tema agricultura con las máquinas. Siembras y cosechas con mi viejo. Todos los vecinos, alambrado de por medio, hacen soja. Pero a mi siempre me gustaron los animales, y fui queriéndome meter un poco en la ganadería. Entonces vendía fardos. Conseguí una señora, me compró y hacíamos trueque. Yo le vendía fardo y le compraba vacas. Y así de a poquito me fui metiendo con el tema de novillos”, comienza Ignacio.
Y prosigue: “Pasó el tiempo, obviamente la vaca así de un día para el otro no te va a dar plata. Entonces fui averiguando, investigando cómo poder ir agregando cositas. Primero empecé con los pollos, que ya tenía experiencia por el colegio. Pero fuí buscando mejores opciones porque no me parecía muy sano ni para el animal ni para mí el tema de la limpieza y y de toda la mugre que tiene el pollo cuando cuando está en un galpón. Y bueno, ya encontré esta forma que es criarlo en casillas con ruedas, que vos levantás y lo corrés. Yo lo corro todos los días, todas las mañana lo corro”.
La postal que nos muestra unos novillos engordando en un pastizal muy verde (porque Molí decidió hacer parcelas muy chicas en esas dos o tres hectáreas que les destina), se comienza a llenar. Aparecen los pequeños galpones móviles donde Ignacio cría pollos parrilleros, que pastorean un rato durante el día y vuelven a dormir a la casilla, a salvo de los zorros.
“Saco un pollo totalmente diferente, quizás un poco más fibroso, pero es un pollo más grande. Yo a la gente que se lo entrego se lo he entregado fresco”, nos cuenta el joven, que se toma sus buenos tres meses de engorde para completar el proceso, el doble de tiempo de un criadero comercial.
Y sigue: “La segunda etapa fue agregar ponedoras. Ahí yo directamente ya había visto el tema de los pollos y entonces encontré el tema de criarlas en casillas y alimentarlas a pasto”. Las gallinas se suman a la postal picoteándonos los pies mientras hacemos esta entrevista. Nacho extiende una red plástica en la zona del predio donde quiere que coman cada día. Las aves cumplen un rol esencial además de darle gran cantidad de huevos, porque van desparramando la bosta de las vacas y se comen además los parásitos que las amenazan.
No fue sencillo; “Al principio la red la hice yo y se escapaban, hacían lo que querían las gallinas, se divertían conmigo”.
Falta algo para terminar la composición del lugar. Nacho nos señala unos ovinos en otro ángulo de su pequeños establecimiento. “Después empecé a criar ovejas también. Así que ahí empecé a querer crecer también. Al principio arranqué con 100 gallinas y ahora ya estoy cerca de las 600 ponedoras. Además voy haciendo camada de 60 pollos más o menos. Y las ovejas son alrededor de 20″.
-Y mientras tanto los novillos van creciendo. ¿Te sacaste las ganas?
-Y sí. Porque los novillos es algo que siempre me gustó y no lo podía dejar. Entonces sigo siempre viendo de comprar y vender novillo, pero te lleva tu tiempo. Eso sí, nada de grano, nada de agregados. Al pollo y la gallina si se le da un balanceado, pero nada fuera de lo natural. Siempre se trata de respetar los ciclos del animal.
Todo esto, Ignacio Molí lo hace en 3 o 4 hectáreas de la quinta familiar. Pero las parcelas que hace para mover los novillos y las ovejas son tan pequeñas y rotan tanto que llegan a tener hasta dos meses de descanso, para recuperar la oferta forrajera. Son de 25 metros de largo por 3 de ancho. “No solamente se mantiene la oferta de pasto sino que cuando llueve no tardan minutos en infiltrar el agua”, nos dice.
-Me demostraste una sola parte del dilema original: todo lo se puede producir en 4 hectáreas. Con mucho laburo, con mucho ingenio, pero se puede. ¿Pero cómo resolviste la cuestión comercial?
-Al principio, yo iba casa por casa llevando mis productos. Había mucha gente conocida que me iba comprando. Pero como yo quería que a gente también conozca mis modos de producción y que mucha más gente puede llegar a producir de la misma forma que yo produzco, entonces puse un negocio donde puedo ofrezco mis productos, especialmente los huevos, y ofrezco productos de huerta de conocidos amigos míos que también son orgánicos.
Ignacio trabaja a destajo todas las mañana en hacer productiva y sustentable esta pequeña postal multifacética de 4 hectáreas. Por las tardes, se va a atender el negocio al centro de Venado Tuerto, donde además ofrece verduras de huertas agroecológicas de la zona, o quesos también producidos sin agroquímicos ni nada parecido. El negocio se llama Los Ombúes.
-Hasta el nombre al local se lo pusiste gauchesco. Y es raro, porque en general cuando entrevisto a gente que hace lo mismo que vos suelen parecerme medios hippies. Los agroecológico no suelen tener tu pinta de gaucho- ironizamos, provocando aNacho.
-A mi toda la vida me gustó lo tradicional, me gusta el caballo y la vida en el campo. He conocido mucha gente que va al negocio y tiene ese estilo, como decís vos, y mucha gente que tiene el estilo que yo uso me dice que estoy loco por producir de esa forma. ¿Cómo no los tenés en un galpón a los novillos? Pero hay que tener una mente abierta, nada más. O sea, lo que yo busco es producir de otra manera. Te lleva más tiempo y más trabajo y energía. Pero yo lo hago con todo el corazón.
El mismo corazón que pone Ignacio para que conozcamos también el emprendimiento de su padre, Andrés “El gringo” Moli. Él lo entusiasta para que nos cuente y muestre una producción insólita para la zona, pero que el mantiene con particular obsesión. Incluso ha construido un pequeños invernadero de plástico para que las plantas no sufran tanto la helada.
-¿Sos cosechero de toda la vida?
-Toda la vida. Desde muy chico me he criado arriba de los fierros y el fuerte mío es las labores de campo.
-¿Cuándo te subiste a la primera máquina?
-Cuando me subí por primera vez a una cosechadora tendría 12 o 13 años. Y a los 16 años mi papá directamente me largó solo. Me acuerdo clarito que era en el 78, el año del Mundial. Ese año empecé directamente a andar en cosechadora.
-¿Y qué tan lejos te llevaron las cosechadoras?
-Cuando era mucho más chico hemos ido a cosechar girasol al Chaco, a Charata, pero lo último que he hecho afuera de casa, fue en la zona de Justo Daract, en San Luis. He ido tres o cuatro años a cosechar y nos han agarrado temporales que nos mirábamos con el empleado, nos mirábamos uno al otro porque ya no sabíamos de qué hablar. Hay que estar una semana, diez días, sin poder trabajar. Pero no veníamos porque a lo mejor al otro día salía el sol y tenías que volver. Nos quedábamos en la casilla.
Mirá la entrevista con Andrés Molí:
Nacho, un poco más allá, se ponía intranquilo de que la charla con su padre derive hacia aquellos días de trabajo intenso y ausencia. El muchacho pretendía que nos cuenta lo que estaba haciendo ahora, dentro de la chacra, convencido de que también su viejo podría ganarse el sustento con un pequeño pedazo de tierra, la tierra propia aunque fuese escasa.
-¿Cómo fue que te pusiste a hacer aloe vera en Venado Tuerto?- preguntamos finalmente al Gringo. Era lo que su hijo quería que viéramos.
-No recuerdo bien, pero debe ser 15 años más o menos. Vino un señor de San Marcos Sierra a promocionar el tema del aloe vera. Y bueno, ahí me gustó la idea, me gustó la idea y compré 100 plantines, y de esos plantines saqué los hijos y más hijos. Todavía me quedan plantines de esos. De los plantines originales me habrán quedado 30, pero por distintos motivos otros se me murieron por falta de experiencia.
-Tampoco debe ser una zona fácil esta para el aloe vera.
-No. Las condiciones que tenemos en la Argentina para hacer aloe vera no son las mejores. En Centroamérica hay lugares donde tenés una temperatura promedio que no la tenemos acá, de 25 o 30 grados normalmente todo el día. Y acá tenemos veranos como el que pasamos, que se quemó todo, e inviernos que hemos llegado a tener 5, 6 o 7 grados bajo cero. Entonces no estamos en una zona apta para el aloe vera. Lo que se hace, se hace todo a sacrificio y tratando de salvar la planta. Por eso ahora traté de hacer este invernáculo como para salvar muchas plantas.
-¿Y requieren de mucha dedicación?
-El asunto es encontrar el lugar óptimo para que crezcan. Una vez que vos haces la limpieza, que lo mantenés limpio de yuyos, lo único que hay que hacer es mantener limpio. Una vez que la planta agarró no tiene mayor dedicación de agua. No hay que pasarse de agua, mantenerla bien y esperar que crezca.
Como a Nacho, que ya crece solo.