-Vivo de la naturaleza, así que me parece lógico cuidarla, ¿no?
La declaración es tan razonable que no sé qué responder porque, al mismo tiempo, hay muestras de sobra de que los humanos hacemos exactamente lo contrario. Pero José Battistelli no espera una respuesta: sonríe y de un salto baja del ¿jeep? para desenganchar la lancha. Es un frío día de agosto en Mar de Ajó pero él no parece notarlo y se mueve con la soltura de quien sabe bien lo que está haciendo. Bueno, es natural: tiene 68 años y hace 30 que es pescador artesanal, un oficio con fama -bien ganada- de ser duro porque hay que levantarse muy temprano, hacer fuerza y poner el cuerpo todos los días.
“Ser pescador artesanal significa que uno vive de lo que capturan sus redes; por lo general se suelen embarcar de a dos o tres pescadores, pero en mi caso yo trabajo solo”, dice mientras señala algo ubicado en la cubierta de su lancha. Mis ojos inexpertos no terminan de entender bien de qué se trata hasta que se sube a la embarcación y me lo muestra: “Es un carrete hidráulico que fabriqué para no tener que hacer tanta fuerza y poder trabajar solo”, describe marcando el contorno de uno de los platos de la máquina, que luego me explicará que son fondos de lavarropas. “Esto se encarga de recoger las redes y de volver a largar y, sobre todo, de levantar las dos anclas del fondo, que son pesadísimas”.
Observo cómo funciona el carrete, hago un paneo con la mirada, y de pronto se me ocurre preguntar por la embarcación.
-La lancha también la armé yo- responde-. Se llama Alceo, que es el nombre de un poeta griego.
-¿Cómo?- pregunto sin terminar de entender.
-Que la armé yo con unos cuadernillos de la FAO de construcción náutica. Hasta el 2001 usé un semirrígido que llegó al término de su vida útil y como no tenía dinero para comprar una lancha, decidí hacerla.
Me quedo asombrada mirando esta lancha de 5,50 metros de eslora (el largo total) construida por las propias manos de José y aprobada por Prefectura para salir a pescar hasta un máximo de tres millas náuticas mar adentro, que es la distancia que le permite su título de patrón motorista de segunda. Luego de esto ya no me sorprende cuando me cuenta que antes ya había reconstruido un buggie, más tarde su propio jeep y que en 2018, con el motor y el chasis de dicho jeep, construyó el vehículo que tiene ahora y que usa para llevar a Alceo hasta la playa para comenzar la jornada de trabajo.
“En esta zona se pesca todo el año y se trabaja diferente según la época, al menos es como yo lo hago”, explica. “En verano arranco a las 5,30 de la mañana, clavo las redes y las vuelvo a buscar al día siguiente, por lo general capturo corvinas, pescadillas y palometas y, si la pesca anda bien, o sea que ronda los 180 kilos de pescado (6 cajones), ya quedan ahí toda la temporada. En invierno es distinto: salgo más tarde, cuando hay luz, clavo las redes y me quedo unas ocho o diez horas mar adentro y ese mismo día levanto la pesca”.
Son justamente esas redes las que dieron origen a la frase que inicia esta nota y que se vinculan a cuidar la naturaleza. En ellas se colocan los pingers, un dispositivo acústico con ultrasonido que en este caso se usa para evitar que el delfín franciscana (cuyo nombre científico es Pontoporia blainvillei) quede atrapado y muera en las redes de los pescadores artesanales.
“Se trata de una especie ecológicamente importante y es el mamífero marino más amenazado de nuestro país, por lo tanto, realizar esfuerzos para su conservación es clave”, detalla Fernanda Zapata, de la ONG Aquamarina, que desde 1998 trabaja con este delfín que es uno de los más pequeños del mundo (entre 1,30 y 1,75 metros de largo). Una población de pocos ejemplares frecuenta mayormente las costas del estuario del Río de la Plata, y posee la categoría de Monumento Natural para la Provincia de Buenos Aires, que le brinda protección legal. Además, a nivel mundial se la considera una especie vulnerable, encontrándose en la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
El uso de estos dispositivos (también llamados “alarmas”) tiene que ver con que la principal amenaza de la franciscana es la pesca incidental, que consiste en la captura de especies que no son el objetivo de los pescadores artesanales y que por lo tanto se descartan, ya sin vida. Con el fin de reducir esta amenaza en Argentina, desde 2017 se lleva a cabo un proyecto basado en el enfoque ecosistémico de la pesca que, entre otros objetivos, protege la biodiversidad marina a través de diversas acciones como es, en este caso, la utilización de pingers.
Del proyecto participan el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación, el Consejo Federal Pesquero, la Subsecretaría de Pesca y Acuicultura y distintas instituciones nacionales y provinciales, casas de estudio, organizaciones no gubernamentales y privados. Además, cuenta con la asistencia técnica e implementación por parte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que posee larga experiencia en temas de pesca y sostenibilidad.
“Actualmente unos 6 pescadores del Cabo San Antonio (que comprende desde el balneario Las Toninas hasta Nueva Atlantis, la última localidad del Partido de la Costa) tienen pingers en sus redes y participan del proyecto de cuidado de la franciscana; ahora estamos en la etapa de adquirir más dispositivos para experimentar su uso en la Bahía Samborombón”, destaca Fernanda.
Todo legal. “Ahora, y ya desde hace tiempo, los pescadores de la zona vendemos en la playa lo que pescamos, pero no siempre fue así”, cuenta José. “Hasta fines de los ochenta era ilegal y una vez ya en 1990, junto con unos compañeros de pesca terminamos en la comisaría”.
Tan absurda me resulta la idea de que estuviera prohibido algo tan básico como vender lo que se pesca, que le pido que me dé detalles. “Ese incidente nos envalentonó para no quedarnos callados y fuimos a ver al intendente quien, para nuestra sorpresa, nos escuchó”, relata. “Gracias a eso pudimos vender nuestras capturas de forma legal por un decreto, y ya en 1991 salió la ordenanza 1.467 que nos deja trabajar en la legalidad. Hoy hay una habilitación que permite vender pescado en la playa”.
Otra de las cosas que le mejoró la vida como pescador fue la llegada de su primer GPS en 1996 y las páginas de Internet que pronostican el clima con precisión. “Eso lo cambió todo: antes te agarraba niebla a la noche y era muy complicado volver, o de pronto cambiaba el clima y te encontrabas en el medio del mar y no sabías qué te podía pasar”.
José me cuenta todo esto en un marco “ideal” y muy lejos de las posibles inclemencias mar adentro: son las 11 de la mañana de un día sin viento y hasta hay un sol amable… sin embargo hace mucho frío en la playa. Imagino entonces lo que debe ser al alba y a varios kilómetros de la costa, por eso cuando me dice que se pesca todo el año me da un cosquilleo por la espalda.
“Más allá del frío, en invierno hay muchos lobos y eso es un problema porque ellos saben dónde están las redes y, además de comerse todo el pescado, las rompen así que es mejor evitarlos”, detalla. “Entonces, como no las puedo dejar 24 horas sin vigilancia, coloco las redes y me quedo en la lancha esperando. Tomo mate, escucho música, miro una película, pienso… y cuando aparece una manada, las saco y me voy a otro lugar. Ellos están en su medio y llegaron antes que yo, así que no puedo hacer nada más que respetar e irme para otro lado”.
-¿Cómo es estar tantas horas en soledad y en medio de la nada?
-Es inevitable empezar a pensar cosas, incluso a cuestionarse uno mismo porque en esa calma total el cuerpo y la embarcación se aquietan, pero a veces la mente hace todo lo contrario…
Me río y nuevamente no sé qué responder porque José ha dicho algo profundo y cotidiano en esa frase que describe a la perfección ese momento en que uno decide “calmarse” para clarificar la cabeza y los pensamientos empiezan a aparecer y a saltar como monos con navajas. Por suerte esta vez José tampoco espera una respuesta y utilizo el silencio para preguntarle cómo hace, más allá del carrete hidráulico, para trabajar completamente solo. “Se necesitan dos cosas: buena salud y estar muy tranquilo para no cometer errores, moverse despacio, pensar cada movimiento. Eso es todo”, responde con naturalidad y sin misterios.
-¿Y por qué decidió sumarse a la idea de usar pingers para proteger a la franciscana? ¿Eso no le complicaba la pesca?
-Me crié acá, cuando Mar de Ajó era campo y médanos, con víboras y comadrejas, y en mi casa había frutales, huerta, gallinas, conejos. Mi padre hacía vino, dulce y quesos, y mi mamá iba a pescar con el mediomundo, incluso lo siguió haciendo ya de grande. Vivíamos conectados a la naturaleza, por lo tanto para mí es natural cuidarla.
A medida que José describe cómo era su vida de niño imagino que el edificio que ahora veo desde la ventana de su living, antes era un médano y que lo que hoy es vereda eran calles de arena. “Hasta un vivero tenía mi padre en esta manzana, todo era un entorno natural y nosotros éramos parte del ecosistema”, dice de pronto leyendo mis pensamientos. Le devuelvo el mate y respondo que mucha gente diría que su visión de la pesca tiene algo de romántico.
“En absoluto. La pesca incidental, además de hacerle daño al ambiente porque genera descarte y hasta puede diezmar una colonia de animales, a los pescadores nos complica la vida porque al quedar atrapado, por ejemplo, un delfín, la red se inutiliza y no captura los peces que nosotros queremos. Se trata simplemente de pensar qué es lo mejor para todos ahora y en el largo plazo”, responde José. “Tengo puestos los pingers desde el año 2000 y puedo asegurar que poseen una efectividad altísima porque he visto muchas veces los delfines nadando alrededor de las redes sin acercarse. Entonces si con algo tan simple podemos hacer tanto, ¿a quién se le ocurriría no hacerlo?”, pregunta.