César Pohl (55) nació en Gualeguaychú pero se crió y vive en una isla sobre el “Arroyo Martínez”, en el departamento Ibicuy, a 22 kilómetros de la cabeza departamental, Villa Paranacito. Esa zona del Delta entrerriano queda a dos horas y media de Tigre. Es descendiente de colonos alemanes del Volga, los que llegaron a Argentina entre fines del siglo 19 y comienzos del 20.
El padre de César, Alejandro, se instaló en el delta en 1942, proveniente de una zona degradada de Entre Ríos, la estancia El Potrero, a 4 leguas de Gualeguaychú. Comenzó como tractorista en las islas, donde sembraban maíz. Le contó una vez a César que llegó una inundación y tuvieron que cosechar en canoas y guigues, especie de piraguas hechas con chapa de zinc.
Juan Domingo Perón expropió a los Álzaga Unzué unas 20.000 hectáreas de El Potrero y loteó 200 chacras para los colonos. Entonces su padre regresó a esa zona de Entre Ríos, a una chacra de un tío, pero al tiempo tuvo que volver a migrar, yéndose a hacer una campaña de algodón al Chaco. Luego anduvo por Maciá, hasta que decidió regresar en 1957 al Delta.
Anduvo plantando sauces y álamos en Sagastume Chico. Luego fue foguista en un aserradero y sufrió la creciente de 1959, refugiándose en un barco de madera del mismo aserradero. Luego, en 1960, se fue de tractorista al “Arroyo Martínez”. Se había casado cuando anduvo en El Potrero y mandó buscar a su esposa. Entonces confirmó familia y se asentó para siempre. Hizo un muelle y construyó un galpón que aún se conserva, me cuenta César.
El padre de César vivió la época de esplendor frutícola de los ´60. Salían 60 canoas a remo, cargadas a pleno, diariamente para el Mercado de Frutos de Tigre, distante a 160 kilómetros de Paranacito. Luego la zona entró en decadencia y comenzó un desarrollo maderero, del que hoy apenas quedan algunas quintas importantes.
Hasta hace poco, dice César, con 74 años de edad, don Alejandro Pohl cuidaba los novillos y los manejaba conversándolos. Hasta los 93, cortaba leña con la sierra de mano, pero falleció en el 2017 y la mamá de César se fue a vivir con una hija a Rosario del Tala.
César aprendió de muy chico los oficios rurales y se ha pasado la vida tractoreando, colocando boyeros, criando animales. Pero por vivir en una isla también ha pasado sus días remando en canoa y luego manejando una lancha. Pero sobre todo pasó muchos años arriba de una retroexcavadora, moviendo los suelos, la tierra, para guiar las aguas del Paraná, “endicando” (haciendo diques) y haciendo “ataja repuntes”, que son otras defensas contra el agua.
Ha vivido muchas crecidas del Paraná, que alguna vez no avisan con suficiente anticipación. Pero por vivir aislado de la civilización aprendió a la fuerza a reparar todos los motores. “A la ´retro´ ya le desarmé íntegro el motor”, dice con orgullo. También tuvo que aprender a ser constructor.
En 1996 se vendió el campo donde se crió y vive César, y donde aprendió tanto de su difunto padre. El campo se vendió a Martín Anguiano y sus socios, quienes le dieron la oportunidad a César, de quedarse trabajando allí. Martín al principio iba los fines de semana, pero hace tres años que se fue a vivir con su esposa. El grupo de Martín apostó a la ganadería, pero una sudestada les abortó el emprendimiento. Luego, montaron un criadero de carpinchos en el que César gastó mucha energía, pero no lograron hacer que se reprodujeran, y abandonaron el proyecto.
Luego el INTA vinculó a Martín con un grupo que quería apostar a la nuez pecán y en el 2008 plantaron pecanes en la chacra. “En el año 2009 llovió demasiado en pocos días. En los esteros, la parte baja, sobrepasaba 70 centímetros de agua y tuvimos que bombear para que no se inundaran los pecanes”, cuenta César. Ahora han comenzado un proyecto de guayabas y plantas nativas del Delta y están en la etapa de vivero. Esta última idea, se la alcanzó el ingeniero agrónomo y consultor frutihortícola, Mariano Winograd, a quien agradezco haberme presentado a César.
César estuvo casado durante 15 años, pero no tuvo hijos. Hoy vive solo, con su perro Cococho, que le ladra a la hora justa en que debe terminar su jornada. Todos los días comparte las mateadas y las comidas con Martín y su esposa Elián. Ayuda a Martín a cuidar su tropilla y un caballo es de él. También lo ayuda a cuidar unos 150 árboles frutales, solo para consumo, que ahora a causa de las nuevas sequías, Martín ha decidido regar por goteo. Los rodean con “el eléctrico” porque si no los caballos, cuando los pican los mosquitos, van a rascarse en ellos y los rompen.
“Los tiempos han cambiado -dice César-. Antes llovía más parejo y no había tanta sequía. Ahora llueve demasiado y después tenemos flor de seca. Y ahora el sol lastima. Y el agua del río se va poniendo turbia y cada vez hay menos camalotes. En las orillas se forma como un verdín azulado, que dicen que es la resaca del veneno que tiran en los campos. En algunas islas se saca mejor agua que en otras, y eso le cambia el sabor al puchero y al mate. A mí me gusta el amargo. De chico me gustaba pescar, pero ahora no tengo paciencia, porque no hay pique como antes”, dice.
La radio es otra gran compañía para César. Nunca la apaga, porque no le gusta la televisión. Cuando quiere ver algo interesante, lo busca por su teléfono móvil, porque tienen buena señal en las islas. Se hizo testigo de Jehová y desde la pandemia predica con su teléfono. No se olvida de una vez que fue a predicar a una isla y justo el dueño estaba discutiendo con su esposa y lo amenazó con la escopeta. Otro, le dijo: “yo te invito unos mates, pasá, pero si no me hablás de religión”, y se quedó mateando nomás.
Algo que lo deslumbra a César es cuando en otoño pasa en lancha por la costa del arroyo Sagastume chico y las hojas de los cipreses “taxodium” se tornan de un color rojizo inolvidable. Estas coníferas americanas fueron plantadas allí porque sus raíces tienen la virtud de contener las costas, debido a que toleran los encharcamientos.
También le encanta comer bagre amarillo, frito en grasa, con pimiento; y la colita de la vieja del agua, en milanesa, que no tiene espinas. Extraña las comidas alemanas de su madre y las tortas fritas, en grasa y amasadas sin levadura, que hacían los vecinos Leiva.
Un tío le dejó una quintita de 20 hectáreas a César, en la isla 9, donde tiene una casita y allí va los fines de semana. Su mejor amigo el Chocho se la bautizó “Estancia La Amistad” y allí se armó una barra de siete amigos que se juntan a churrasquear. “Pero desde que se despoblaron las islas, ya la poca gente no se visita tanto -se lamenta-. Para ir a Villa Paranacito a ver un poco de gente gasto mil mangos de combustible, vaya con la chata o en lancha. La otra es ir a Zárate, que está más lejos, a 80 kilómetros de acá”. Porque se puede andar en camioneta entre las islas y se cruza en balsas. Extraña la Fiesta de la Madera -que desde el año 2001 no se hace más- y la cultura del encuentro en los almacenes de campo y en los clubes.
Ahora le está haciendo un quincho a Martín. Y su sueño es alguna vez viajar y dar la vuelta por todo Entre Ríos. Y si le diera el cuero, también por toda la Argentina. Me dijo que cuando yo quiera ir a visitarlo solo le avise como para ir poniendo la pava al fuego.
Nos quiso regalar La Marcha del inmigrante, por el grupo Los Waigandt, que le tira en su sangre alemana.
Muy lindo artículo, me hace recordar mi niñez y mis viejos.