En el título cito una tierna metáfora del gran Julio César Castro, alias Ju.Ce.Ca., autor uruguayo de Los cuentos de Don Verídico -que en nuestro país contaba Landriscina- refiriéndose al rancho de una numerosa y humilde familia, que era un monoambiente, y cuando dormían todos amontonados, resoplaban al unísono para afuera y para adentro, de modo que el rancho se expandía y se comprimía, cual un “corazón con puertas”. Vale la figura para la Chocolatería de Anabel, mi “personaje” elegida para esta nota, que es el reflejo de su corazón abierto a todos los que llegan a ella, no sólo buscando aplacar el frío, o el hambre, sino también alguna soledad o una angustia. Me refiero a ese amor sagrado, llamado Amistad.
El 12 de octubre de 1985, por razones geopolíticas, debido al litigio que Argentina enfrentaba con Chile por la demarcación limítrofe en la zona del Lago del Desierto y el Hielo Continental Patagónico Sur, el gobierno argentino decidió crear una localidad en las cercanías del cerro El Chaltén, antes llamado Fitz Roy, al oeste de la provincia de Santa Cruz, sobre 135 hectáreas que cedió el Parque Nacional Los Glaciares y a orillas del “Río De las Vueltas”. Los tehuelches lo llamaban así, que significa “Montaña humeante”, porque las nubes se encolumnan, con el viento, en su cima, pero no es un volcán.
Por esos años en que nacía aquel pueblo, Anabel Machiñena, que había nacido en Bordenave, provincia de Buenos Aires, se había ido a estudiar ciencias políticas a Buenos Aires, pero no se sintió a gusto y se quedó trabajando y decidió profesionalizar una pasión que albergaba desde sus cinco años de edad: las danzas folklóricas. Egresó en pocos años como profesora de danzas y comenzó a dar un taller de bailes folklóricos en La Matanza. Se enamoró de un joven al que le gustaba viajar y escalar cerros. Iban mucho al Noroeste, pero un día se enteraron de que daban tierras a quien quisiera ir a vivir a la flamante localidad de El Chaltén y allá se fueron.
Cuando llegaron, sólo había 156 habitantes en 12 casitas alpinas que el Estado les había construido. No sabía Anabel que sería parte de una gran gesta patria en la conformación de un pueblo soberano, uno de los últimos creados en nuestro país.
“Llegamos a El Chaltén en el año 1990 y tuvimos que dormir en una carpa y algo en el sheep en el que fuimos, durante un mes. Hicimos nuestra casita y ahí comenzamos a fabricar y vender chocolate, pero un día empezamos a construir La Chocolatería con los palos de lenga que dejaba Vialidad al costado del camino para construir la ruta al Lago del Desierto. Hoy esa madera es casi exclusiva porque está protegida. Hasta que el 19 de Noviembre de 1994 abrimos La Chocolatería. Pero a los cuatro meses me separé de mi marido. Me fui ese invierno y regresé en el verano para abrir ‘La Choco’ sola”, dice Anabel. Porque el clima llega a los 20 grados bajo cero con fuertes vientos, ese mismo viento sagrado, al que los tehuelches llamaban Xoshem o Joshem o Josh, nombre de fantasía que eligió para su marca de chocolates: “Josh Aike” o “Morada del Viento”.
“Se trabajaba apenas unos días de enero, con unos pocos turistas, preferentemente escaladores, que son gente muy especial y son los que mejor me caen”, cuenta Anabel, quien comenzó a hacer amigos, y La Choco se volvió un lugar de encuentro. Como que la gente percibía el amor que le ponía al hacer el chocolate, el mismo amor con que hizo y decoró su cálido negocio, y que ponía en atender a sus clientes, como si los recibiera en su propia casa.
Creo que hubo un valor agregado: el de la identidad. “Lo que pasa es que en los inviernos comencé a desarrollar un taller de folklore gratuito, en el que llegué a tener 70 alumnos, y luego creamos la Agrupación Gaucha y empezamos a hacer jineteadas y demás. También, en La Choco, la música ambiental fue siempre folklórica, sobre todo de Raly Barrrionuevo, del que soy fan. Y entonces no era raro que algún amigo me sacara a bailar una zamba o una chacarera entre las mesas o en la misma cocina”, me aclara esta enérgica mujer, mientras me señala que desde las mesas de su local se ve el Chaltén por la ventana.
Un día su casa, que está al lado de La Chocolatería, se incendió y tuvo que buscar trabajo en otros lugares durante los inviernos y dejar el taller de folklore. “Pero otra gente armó nuevos talleres de bailes que hoy son muy pintorescos”, dice.
Con el tiempo la Agenda Lonely Planet llegó a declarar a El Chaltén “segundo lugar más interesante del mundo para conocer”, y se puso de moda y fue declarada el 12 de enero de 2015 “Capital Nacional del Trekking”. Ahora la población estable es de 1.700 personas. Y la temporada alta abarca desde octubre hasta Semana Santa. Por el auge de la construcción se ha asentado una gran comunidad de paraguayos y es común conseguir chipa en la ciudad.
Como la población de El Chaltén está conformada por gente de todo el país, más la infuencia de Chile, allí se coma sopaipilla, la riquísima torta frita que en Mendoza se come mezclando harina con puré de zapallo, y empanadas de varias provincias. Una periodista recordó en un importante medio que, en los primeros años del pueblo, un restorán servía sólo milanesas de guanaco y canelones de verdura. “¿De qué verdura?”, le preguntaban al dueño. “De verdura”, contestaba porque no quería confesar que eran de diente de león, el pasto con flor amarilla que algunos llaman achicoria.”
Hoy se destacan los ahumados de pescado y la cerveza artesanal.
Anabel hoy elabora dulce y salado, todo de modo casero y a la vista en lo que ella llama su “cocina terapéutica”, porque todos los vecinos pasan a charlar y hasta pueden ponerse a bailar una zamba. Pero ha llegado su talentosa sobrina, Magalí Machiñena, quien parece tener todas las aptitudes para suceder a su tía y, juntas realizan todas las tareas diarias.
Anabel utiliza un chocolate de cacao brasileño que compra a un proveedor de Buenos Aires, ya en forma de cobertura. Hoy se usan templadoras modernas, pero Anabel prefiere usar una olla para Baño de María, con cuchara de madera y un termómetro que –y ahí está la clave de su diferenciación, tan atractiva-, para alcanzar la mejor cristalización y consistencia -bien brillante y bien duro- se debe hacer pasar por tres temperaturas: llevarlo a 45 grados, luego bajarlo a 28 y subirlo hasta 30 o 32 grados.
Con ese delicioso y vistoso chocolate prepara unas barras de chocolate y seis variedades de alfajores caseros con abundante relleno de dulce de leche o de mousse de chocolate blanco o negro, con cobertura de chocolate blanco o negro, con relleno de frambuesa y un alfajor triple. También prepara tortas como las que hacen las abuelas y sirve fondue de chocolate con frutas frescas para sumergir en esa delicia. Hoy ha agregado pizzas de varios gustos y fondue de queso.
“Soy rústica, pastoril, palo y lana, como se dice, amante del folklore, y por eso no me gusta hacer productos pitucos, ni orientar mi local a ese público, que también recibo. Elaboro alfajores de buen tamaño, sin amarretear relleno, con chocolate artesanal, hecho como para mí, porque me encanta el chocolate y sigo siendo golosa”.
“Nadie viene a El Chaltén por mis chocolates ni alfajores -reconoce Anabel- todo depende del maravilloso recurso natural de este paisaje, que son las montañas y el parque nacional, que moviliza a gente de todo el mundo y por el cual tanta gente se quiere quedar para siempre. Pero ya son famosas mis barras de chocolate y mis alfajores, al punto de que se han vuelto los típicos souvenires para llevare de El Chaltén”, se alegró.
Anabel se despidió de nosotros regalándonos la Chacarera del Exilio, de su ídolo, el santiagueño Raly Barrionuevo.