La actividad en Costa Rica comienza muy temprano para la mayoría de las personas. Desde las seis de la mañana las calles y autopistas de la capital, San José, se llenan de autos y de bullicio. Uno imagina qué sucedería en Buenos Aires con esta postal: los conductores agresivos y los trabajadores malhumorados, todos ellos con una puteada a flor de piel por tener que ir a trabajar tan temprano y en esas condiciones. Pero los “ticos”, como se conoce a los habitantes de este país centroamericano, han descubierto una fórmula para no ser tan caracúlicos ni sentirse infelices por tonterías. “Pura vida”, dicen por uso y costumbre, aunque también por convicción. Es una suerte de bálsamo contra las pálidas.
Ciertamente la fórmula da resultado. En 1949, cuando una grieta tan grave y estúpida como la que hoy divide a los argentinos amenazaba la paz interior entre los ticos, que se dividían en dos bandos políticos enfrentados, un político llamado José Figueres Ferrer propuso primero dejarse de tonteras y entregar las armas, para así evitar hacerse daño unos a otros. Poco después, ya convertido en presidente, promovió la disolución del ejercito, para destinar los recursos a la educación y la salud.
Hoy no hay hendidura visible sino cierto orgullo compartido en este sociedad, que no se parece a una impostura para seducir a los turistas que llegan en gran cantidad atraídos por la belleza natural de un país que tiene 70% de su territorio con cobertura vegetal y 45% convertido en parques nacionales. No, definitivamente no es una impostura. Los observo y esa frase funciona como una palmeada en la espalda que se dan entre ellos. “Pura vida”, se saludan y se agradecen.
Bichos de Campo fue invitado aquí a cubrir la reunión de ministros de Agricultura de las Américas, una cumbre donde se debatirán todos los asuntos hemisféricos vinculados con la producción y el cuidado del ambiente. Ya daremos cuenta de lo que allí se diga. Mientras tanto observamos con atención el pulso de una sociedad orgullosa de sus paisajes, de sus personas y también de su agricultura, que es parte integrada de ese mismo paisaje. Una sociedad que además declara producir nada más y nada menos que “el mejor café del mundo”. Así, de una.
“Nuestro café se cultiva en suelos fértiles de origen volcánico y de poca acidez, condiciones ideales para su producción. Más del 80% del área cafetalera está localizada entre los 800 y1.600 metros de altitud y en temperaturas entre los 17º y 28º C., con precipitaciones anuales de entre 2.000 a 3.000 milímetros”, dice un documento del Instituto de Café de Costa Rica (ICAFE) que sostiene justamente eso de que hacen los cafés de mejor calidad en todo el planeta. Supongo que debe haber marketing en medio, aunque el primer café de la mañana en el hotel era realmente muy rico. Luego, ya en el minibús junto a otros periodistas, el chofer y el guía confesaron que ellos toman varias tasas a lo largo del día. Cinco o seis jarrones más bien grandes y espesos. Comienzan temprano, como nosotros con el mate.
Quizás también en la alta calidad del café que se produce aquí, en este pequeño país de poco más de 50 mil kilómetros cuadrados, esté la clave de la expresiva satisfacción de sus habitantes. Quizás sea esa pócima la que desencadena el “pura vida”. Por lo pronto, es motivo de mucho orgullo.
Nos dirigimos, todavía medio entre sueños, hacia una de las ocho regiones cafetaleras que tiene Costa Rica. Queda relativamente cerca de la ciudad capital, que está ubicada dentro de un gran valle central equidistante a unas horas tanto del Pacífico como del Atlántico, que aquí toma las formas del Mar Caribe. De un lado hay montañas tectónicas y del otro volcanes.
Nos dirigimos hacia uno de ellos, llamado Poás, que todavía echa humo pero últimamente no supone gran peligro. Sus grandes erupciones, antes del origen de la humanidad, generaron un piedemonte muy rico para las actividades productivas. Subimos hasta más arriba de los 1.200 metros, y de inmediato empiezan a aparecer los cafetales. Era como decía el folleto, como se ve en las novelas colombianas. Donde las viviendas deja un espacio libre aparecen plantas de café. En las pocas superficies planas. En las laderas a 30 grados. En las de 45. Y hasta en las laderas de 60. Y así hasta arriba.
El guía, como buen guía, era bromista. Y lo primero que nos dice es que vamos a visitar una de las mayores plantas procesadoras del grano de la cadena Starbucks, que se provee aquí de cafés de alta calidad. Debe ser que es muy temprano, soy argentino y no tomé tanto café como hacía falta. Gruño. Por suerte era solo una broma y solo pasamos por delante de esa gran instalación de la cadena norteamericana para ir directamente a una tradicional hacienda llamada Doka, que tiene 120 años de historia, ha tenido cuatro dueños, y que además de cultivar café sobre 60 hectáreas lo hace del modo tradicional. “Artesanal”, dirá otro guía que recibe a los contingentes de turistas. Y que nos obliga a repetir el desayuno (con café variado a elección) solo armado de una sonrisa fresca en el rostro y una frase que jamás sonará forzada: “Pura vida”.
El encanto de esta visita es que aquí, en esta hacienda, se mantienen las maquinarias originales y se respetan los procesos. Al menos, los de todo el siglo pasado. La historia del café en Costa Rica es algo más extensa. Se estima que el grano ingresó a América en 1720, a la isla Martinica, en las Antillas. Las primeras siembras en Costa Rica fueron bastante décadas después, luego del 1800, pero éste fue el primer país centroamericano que hizo de este grano una industria. Como suele suceder (en el caso del té argentino, por lo menos), el primer sembrador formal fue un cura, el padre Félix Velarde, que en 1816 lo cultivaba a 100 metros de la Catedral Metropolitana. La primera exportación se concreta en 1820: fueron solo 2 quintales para Panamá. Un año después, Costa Rica declaraba su independencia del Reino de España.
Jonatan se llama el joven que amablemente nos contará todo el proceso. Confiesa que tanto él como el resto de los ticos, cualquiera sea su clase social, comienzan a tomar café habitualmente desde los 6 años, más o menos como nosotros lo hacemos con el mate. No son muy distintas las plantaciones de una y otra infusión, pues ambos son especies de árboles que crecen en ambientes selváticos, necesitan mucha humedad y que si se dejan crecer (sin podas frecuentes que los acoten) puede ganar grandes alturas, de hasta 4 metros en el caso del café. Ambas además son especies perennes, que entran en producción a los cuatro o cinco años. Y tienen una vida productiva extensa. En la caso del café, de nuevo, hay que replantar recién a los veinticinco años.
Otra coincidencia es que la cosecha es manual, aunque en el caso de la yerba se cortan los brotes más jóvenes de la planta y en el caso del café hay que arrancar los pequeños frutos. En Costa Rica ese proceso comenzará hacia mediados de octubre, y se extenderá hasta febrero. Los que se cosechan son los granos que van tomando color rojizo, pues los verdes no están todavía bien formados. Las plantas de la hacienda Doka ya presentan algunos granos maduros, y Jonatan nos explica que eso los obliga a una suerte de precosecha, que denominan “graneo”.
Me gustaría volver a la hacienda en unas pocas semanas, pero no será posible. Es que tanto este como el resto de los cafetales de la región recibirán varios miles de trabajadores para la cosecha, que usualmente provienen de Nicaragua o de tribus indígenas que viven en el sur de Costa Rica o en el norte de Panamá. Como los argentinos en muchas de nuestras economías regionales, los ticos ya le escapan a este trabajo, que suele arrancar a las cinco de la mañana, con los primeros rayos del sol, y puede extenderse hasta las tres de la tarde.
En la Hacienda Moka, las condiciones de vida de esos cosecharos están más que bien establecidas, pues tienen decorosas viviendas con agua y luz gratuita, y una guardería para dejar a los chicos durante cada jornada de trabajo, como los tabacaleros o los arandaneros del norte argentino. Me imagino que no todos los cafetales son así, pero prefiero no preguntar cuando Jonatan define con claridad que el café costarricense es libre de trabajo infantil, porque es algo que exigen los mercados. Que en el caso del café de Costa Rica son de los más exigentes: este país suele colocar su cotizada bebida en Japón, Catar y los países de la Unión Europea. Y a precios altísimos comparado con la soja argentina o incluso con la yerba mate.
Según datos oficiales, en Costa Rica en 2022 hubo 28 mil familias productoras de café, que en conjunto implantaron 93.687 hectáreas. Pero el 92% de los productores tiene menos de 5 hectáreas y, en conjunto, representan 44% del área total. En el otro extremo, solo el 2% tiene plantaciones de más de 20 hectáreas que representan 35% de la superficie. Por más artesanal que sea su proceso, estamos visitando una de las haciendas que constituye ese 2%.
-¿Cuánto cobran los cosecheros?- preferimos hacer otra pregunta igualmente interesante, como para salirnos del tópico que seguramente nos conducirá a saber que no todos los productores pueden ofrecer condiciones tan dignas a las familias migrantes que hacen la recolección.
Jonatan no esconde los datos, e incluso se pone él mismo en la cintura una de las cestas plásticas que se usan para la recolección, y que carga unos 13 kilos. Nos cuenta que el gobierno impone un mínimo de pago por cada carga, de unos 1.011 colones, que ellos en la finca mejoran a 1.300. Son algo más de 2 dólares. Como un trabajador en promedio logra completar 10 de esas cestas por jornal, su pago orilla los 20 dólares diarios. Para los ticos no es mucho dinero, porque su país es el más caro de la región. Para los nicaragüenses en cambio resulta tentador. Se estima que hay más de 1,5 millones de ellos viviendo en Costa Rica, y haciendo trabajos sobre todo en los sectores de la agricultura y la construcción.
La hacienda Doka está implantada con una variedad arábiga llamada Caturra, que tiene una historia particular. Sucede que en 1989 (y hasta recién 2018), para promover que se cultive solo un café de alta calidad, el ICAFE prohibió la siembra del llamado café Robusta, de inferior calidad a la taza, muy difundido en México. Por eso ahora los ticos pueden decir que “el 100% de nuestro café es de la especie Arábica, de las variedades Caturra y Catuaí, que produce un grano de mayor calidad y una taza con mejores características organolépticas: agradable, aromática y fina”. Imagino que una decisión así en la Argentina provocaría casi una guerra civil: ¿Cómo es que el Estado me puede llegar a decir lo que se puede producir y lo que no?
Con este drástico antecedente, las variedades de café que se van sembrando tienen más que ver con la situación agronómica (mayor resistencia a enfermedades como la roya o el tizón, o mejor adaptación del cultivo al cambio climático) que con la calidad final de fruto. Recién ahora, con la liberación, se está prestando mayor atención a este rasgo y se incorporan variedades disruptivas, como el café Geisha, que está considerado uno de los mejores del planeta y se ha vendido desde Panamá a precios exorbitantes.
Como sea, en tiempo de cosecha los granos de café maduros (colorados) son trasladados hacia un trapiche semejante al de una pequeña bodega vitivinícola. Pero a diferencia de las uvas que se arrojan allí a granel para ser trituradas, aquí las volcadas se hacen a cuentagotas, desde las famosas “fanegas”, que son cubículos que se cargan con veinte cajuelas o cestas de las que llenaron los cosecheros. Allí mismo, antes de la descarga, se contabiliza cuánto fue el aporte de cada uno.
Los granos de café son metidos en esa pileta repleta de agua, donde se inicia el proceso industrial. No se trituran ni nada parecido, como otros frutos. Simplemente se lavan y se produce una primera selección, pues los granos de mejor calidad y peso caen hacia el fondo del estanque, mientras que los granos “vanos” o que quedaron sin formar suelen permanecer arriba.
Luego de allí, a grandes rasgos, el proceso del café recorre las siguientes instancias:
Los granos llenos pasan a una selectora y peladora, que se ocupa de quitarle la cáscara. En este caso son máquinas que se importaron de Londres hace 120 años: se trata de cinco juegos de rodillos y equipados con una suerte de rallador de queso, que van descascarando los granos previamente clasificados por su tamaño, y que se siguen moviendo por la fuerza del agua. El establecimiento toma el agua de un río que cae del volcán. Su “sala húmeda” tiene la misma edad, 120 años, y recientemente fue declarado patrimonio histórico por ser la más antigua de Costa Rica.
Ya pelados, los granos se depositan en unas piletas más pequeñas donde permanecen unas 36 horas. El sentido de este paso es que pierdan una suerte de miel que recubre el grano ya pelado, llamado mucílago.
Luego los granos todavía húmedos son desparramados en un gran playón vecino de asfalto, para que durante cinco días se sequen al sol como sucede, por ejemplo, con las pasas de uva. Para que éste proceso sea parejo, de modo constante un operario pasa una suerte de gran escobillón de madera cuya función es invertir la posición del grano, como para que el sol pegue de todos lados. Si llegara a llover, el escobillón sirve para hacer rápidamente una montañita con los granos, que son cubiertos con una loca plástica.
De todos modos, el grano de café de calidad debe tener un contenido de humedad no mayor al 12%, y para lograr eso es necesario pasarlos todavía por una máquina secadora que desparrama aire caliente generada a partir de los restos leñosos de los arbustos de café que deben ser reemplazados porque cumplieron su ciclo productivo. Dato para asadores: la madera es dura y promete buena brasa, pero habría que chequearlo.
Luego de eso, el café seco se empaca en sacos de 46 kilos aproximadamente, a los que se denomina “quintales” (para nosotros esa medida es equivalente a 100 kilos). La producción se puede almacenar incluso luego de que pase la cosecha, para alimentar a lo largo de todo el año el último proceso industrial, que es el tostado.
Parece ser que el tostado es el que finalmente define el tipo de café que se quiere producir y también su calidad. Aquí los equipos son más modernos. El café será suave si se tuesta 15 minutos, algo más intenso o mediano si el proceso dura 17 minutos y decididamente será café fuerte si se estira el calor hasta los 20 minutos. Luego, los diferentes tipos de café que se embolsan y salen a la venta con raros nombres marketineros serán blends o mezclas de granos de cada una de estas tres grandes categorías.
En la Hacienda Doka se realiza todo este recorrido respetando los métodos artesanales. Lo único que ya se modificó con el pasar de las décadas es el uso del carrito recolector, que nada tienen que envidiarle a los viejos colectivos Mercedes 1114 fileteados por los artistas de San Telmo. Estos carritos se tiraban primero con bueyes, que fueron reemplazados primero por un pequeñísimo tractor de origen alemán y más tarde por maquinaria más moderna.
Lo otro que cambió es la necesidad de la empresa -que vende sus cafés solo a los turistas que llegan hasta aquí o a través de internet- de incorporar un café “descafeinado” para satisfacer a gran cantidad de visitantes, sobre todo los gringos que piden esta variedad. En este caso, las maquinarias para descafeinar el café serían muy costosas y por eso lo que hacen es mandar los granos secos hacia México, donde hay empresas especializadas que se cobran el trabajo que realizan con la cafeína que le extraen a los granos, y que luego venderán a un muy alto precio a empresas que los utilizan para sus brebajes, como red Bull o la propia Coca Cola.
Dejo la estancia pensado que tan artificial puede ser la felicidad de algunas sociedades, que creen tomar un café saludable, sin cafeína, pero luego consumen una gaseosa enlatada que les devuelve esa dosis del componente tan temido o incluso más.
En cambio, aquí en Costa Rica, los paisajes que sirven de escenografía para estos cafetales son envidiables, y los ticos andan tan ocupados, sonrientes y orgullosos, que siguen tomando sus cuatro o cinco tazones de café cada día, convencidos de que es el mejor café del mundo.
“Pura vida”, dirán luego de cada sorbo.