Casi cuatro meses atrás anticipamos que el gobierno de Alberto Fernández se preparaba para liquidar el programa de promoción de biocombustibles y explicamos que las causas detrás de esa decisión. Esta semana, con la aprobación del proyecto kirchnerista en la materia, está a un paso de cumplir tal propósito.
La lógica detrás de esa decisión es mejorar la rentabilidad de la compañía con control estatal YPF, la cual, luego de la salida de economista profesional Guillermo Nielsen, es comandada desde febrero pasado por el kirchnerista Pablo González, un santacruceño que responde directamente a Cristina y Máximo Kirchner.
YPF ha decidido mejorar su delicada situación financiera saliendo a cazar en su propio “coto”, el mercado argentino, de manera tal que los precios internos de los combustibles comenzaron en los últimos meses a ajustarse en función de las necesidades de ingresos de la compañía petrolera.
En ese esquema, un corte obligatorio del 10% de biodiésel con gasoil y del 12% de bioetanol con nafta –tal como establecía el régimen de promoción que expiró este año– representaba una competencia que YPF no quiere ni necesita para poder cumplir su meta. Se respetó, eso sí, el cupo de bioetanol cañero vigente en la actualidad porque el presidente Alberto Fernández no quiere abrir un frente de conflicto con los gobernadores de las provincias de NOA.
Pero el biodiésel fabricado con aceite de soja y el bioetanol maicero no le cierra al gobierno kirchnerista por una cuestión meramente recaudatoria. El Estado argentino recauda mucho más con los derechos de exportación aplicados al aceite de soja y, además, ese producto puede exportarse en cualquier momento a muchísimos países del mundo, mientras que el biodiésel solamente puede colocarse en la Unión Europea en el marco de un acuerdo especial que contempla un determinado cupo anual.
Si evaluamos los últimos datos oficiales disponibles, correspondientes al pasado mes de mayo, puede verse claramente que el Estado argentino recaudó cuatro veces más derechos de exportación con el aceite de soja que con el biodiésel.
De todas maneras, en ninguna nación responsable del mundo la política energética se sustenta en una cuestión recaudatoria porque, sencillamente, los precios relativos de las diferentes fuentes energéticas tienen una enorme variabilidad coyuntural, mientras que las inversiones realizadas en el sector se instrumentan con un horizonte de décadas.
En lo respecta al bioetanol, Argentina –tal como sucede en el caso de Brasil– tiene condiciones para transformarse en un gran productor y exportador de ese biocombustible. Pero, para lograrlo, se requiere mucho trabajo de inteligencia comercial, negociaciones internacionales, extensas reuniones presenciales y virtuales, en fin, para qué nos vamos a complicar la vida si podemos exportar maíz a granel, cobrar derechos de exportación –que se abonan por adelantado– y “clink caja”.
Las inversiones realizadas, los empleos que están en juego y demás cuestiones relevantes para quienes trabajan en el ámbito de los biocombustibles no tienen ninguna relevancia para los integrantes del gobierno, quienes consideran que el sector privado debe estar al servicio del público y no a la inversa. Es decir, están convencidos que la misión en la vida de aquellos que integran el sector privado es satisfacer las necesidades del Estado, que, en contraprestación, les permite sobrevivir para realizar tan importante tarea. O perecer si constituyen un obstáculo.
Los principales daños de la nueva no-política de promoción de biocombustibles implementada por el gobierno nacional se registrarán en las provincias de Córdoba y Santa Fe. Tal como se anticipó, el gobernador Juan Schiaretti ya implementó un programa orientado a intentar salvar las inversiones en biocombustibles presentes en la provincia, mientras que el santafesino Omar Perotti aún no instrumentó nada al respecto.
Un aspecto central de todo esto es que, si bien el gobierno ha decidido reducir a una mínima expresión el programa de biocombustibles, la política energética argentina está condicionada por un tratado supranacional, el “Acuerdo de París”, que obliga a las naciones que firmaron el mismo –como es el caso de la Argentina– a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, algo que no resultará sencillo si el plan oficial consiste en aumentar el consumo interno de combustibles de fuentes fósiles.
La Contribución Nacionalmente Determinada (NDC por su sigla en inglés) por el Estado argentino en 2016 planteaba para el año 2030 no exceder la emisión neta de 483 millones de toneladas de dióxido de carbono equivalente (MtCO2eq) a través de la implementación de una serie de medidas en todos los sectores de la economía, aunque con foco en energía, agro, bosques, transporte, industria y residuos.
Pero en el marco de la Cumbre de Ambición Climática, el pasado 12 de diciembre de 2020 Alberto Fernández anunció que esa meta para 2030 sería ahora es de 360 millones de toneladas, para alcanzar la situación de carbono neutral en 2050, lo que implica, claro, asumir metas mucho más exigentes en ese sentido.
El anuncio realizado por Fernández en materia de emisiones no parece algo coherente con la decisión de desintegrar el programa de biocombustibles, a menos que, en los planes futuros, la reducción de emisiones se logre siguiendo el magnífico ejemplo venezolano, nación en la cual unos pocos afortunados pueden llenar el tanque de combustible. Todo sea por el bien del cambio climático.