Esta será una crónica aburrida construida con muchas fotos e impresiones recogidas durante una visita que el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) organizó a su laboratorio central ubicado en la localidad de Martínez. Para quien escribe, con tres décadas de especialización en agro sobre el lomo, fue toda una novedad que se llevara a cabo esta recorrida para periodistas, porque en general ese organismo ha sido siempre esquivo a mostrar y mostrarse.
Seguramente esta inclinación hacia el secretismo haya sido producto del papelón internacional argentino al ocultar la fiebre aftosa en 2000. Y quizás años más tarde haya incidido mucho la grieta política que se planteó desde el kirchnerismo en contra de gran parte del sector agropecuario. De hecho, este laboratorio modelo se hizo casi a nuevo durante el segundo gobierno de Cristina, con un generoso préstamo internacional del BID en tiempos del “vamos por todo”. Todavía luce radiante desde aquella reforma. Seguramente hubo entonces una inauguración oficial, pero tampoco se invitó a los periodistas que cubríamos campo por esa cosa de amigos y enemigos tan idiota que tienen muchos políticos.
Pero si la patria era el otro, el Estado es de todos los argentinos. Y finalmente este último martes llegó el día en que Senasa decidió abrir las puertas de una de sus principales joyas de la abuela, para que todos pudiéramos saber de qué se trata.
“Se trata de un complejo de laboratorios altamente especializados en controles analíticos relacionados con la sanidad animal y vegetal, la inocuidad alimentaria y la calidad de los productos, subproductos e insumos agropecuarios que se encuentran a cargo de la Dirección General de Laboratorios y Control Técnico”, explicó un comunicado que nos repartieron al llegar. Había colegas de los medios estatales, pero la mayoría eramos periodistas agropecuarios sobrevivientes a tantos años de pelea.
Pintaba interesante la visita. Primero nos calzaron un delantal blanco, que muchos no sabíamos ni cómo colocarnos. Algunos lo hicieron de la espalda hacia adelante y quedaban tan ridículos como los que se lo calzaron, del modo correcto, desde el pecho para atrás.
Luego, resulta inevitable comparar nuestra situación con la del Súper Agente 86, cuando accedía al cuartel central de Control, en aquella vieja serie televisiva que se iniciaba cuando Maxwell Smart debía atravesar varias puertas que se iban abriendo y cerrando a medida que él las traspasaba. En nuestro caso, hubo que ingresar en grupos a distintos pasillos que se abrían solo con una tarjeta magnética especial. Luego quedábamos encerrados entre dos puertas, y recién cuando se cerraba la de acceso se podía apretar un botón que habilitaba la de salida.
“Son cuestiones de bioseguridad. No se olviden que aquí trabajamos con todo tipo de bacterias, virus y esas cosas”, nos explicó un funcionario.
Una vez franqueadas esas medidas de seguridad, dejenmé opinar que no debe haber nada más aburrido en el mundo, salvo velorio de payaso, que transitar por un laboratorio de análisis veterinarios y fitosanitarios, como este que recorrimos durante un par de horas que se hicieron largas. Los pasillos son todos iguales, largos y descoloridos, como los de un moderno hospital de película yankee. Y a cada lado, se suceden las salas y los laboratorios, todos cortados con la misma tijera: mesas de fórmica blanca, con equipamiento inescrutable, archiveros, y un par de sillas de oficina generalmente desocupadas.
Todas las salas están correctamente identificadas con un cartelito, aunque de vez algún letrerito casero rompiera la monotonía.
Este gran laboratorios del Senasa, que en algún momento fue el principal centro de referencia veterinaria para todo el continente, “está conformado por las direcciones de Laboratorio Animal y Vegetal”, define la gacetilla. Y así más o menos se dividen los pasillos que recorremos, salvo que además hay sectores específicos dedicados a la inocuidad de los alimentos y a otros menesteres igualmente complejos.
Son todos los sectores muy parecidos. Nuestro aburrimiento se aplaca un poco cuando llegamos a una zona prohibida llamada de “bioseguridad”, donde se realizan los análisis de los diferentes virus y sus correspondientes vacunas, sobre todo las de la fiebre aftosa. Aquí también se trabajó en 2020 con el tristemente famoso Covid 19.
Ana María Nicola, la directora nacional a cargo de todas estas instalaciones y de muchos otros laboratorios más pequeños desplegados en todo el país, nos explica que para ingresar a ese sector hay que desnudarse y bañarse durante 3 minutos, limpiándose incluso orejas y uñas. Me imagino a muchos colegas periodistas haciendo eso y la postal me provoca mas temor que una fuga de virus altamente patógenos al ambiente.
En cada uno de los sectores que transitamos, los técnicos responsables salen a nuestro encuentro y nos explican qué parte del trabajo les toca hacer a ellos. Una puerta se cierra, la otra se abre, y entonces primero ingresamos a un área donde se hacen todo tipo de análisis a muestras de animales o pedazos de carne que llegan a Martínez desde distintos campos y frigoríficos del país. En un pasillo se buscan enfermedades vulgares de la ganadería, como fiebre aftosa, brucelosis o triquinosis. En otro sector se buscan residuos de antibióticos en carne o leche.
“Trabajamos con muestras ciegas. Es decir que no aparecen los datos de la empresa. Solo se conocen una vez que sabemos el resultado” de los análisis, nos aclara un técnico en el área de sanidad animal, donde se realizan un centenar de análisis diarios y se analizan al menos dos o tres alertas sanitarias que llegan cada mes, desde los campos más reconditos. Por ejemplo, aquí se descarta o se confirma un caso sospechoso de Carbunclo o de Anemia Equina denunciado por los productores o por los veterinarios de Senasa. Ahora están todos alertas por la Influenza Aviar Altamente Patógena, que ha eclosionado en los países sudamericanos que dan al Pacífico.
Más allá, hay una serie de pequeñas salas equipadas con equipos de marcadores moleculares, que hacen análisis genéticos. Contra lo que podemos suponer quienes somos del vulgo, muchas enfermedades se diagnostican primero así, buscando alteraciones en el ADN. Llegado el caso luego se confirman con análisis clínicos tradicionales como el viejo y querido Método Elisa. Pero con PCR se pueden llegar a diagnosticar de modo rápido un total de 48 enfermedades animales.
De vez en cuando nos tropezamos con un equipo que parece más costoso y complejo. Algunos colegas preguntan cuánto cuesta y otro tipo de detalles, como si se tratara de un dato importante que no se pudiera simplificar con un “cuesta mucho” o “vos no lo podrías pagar trabajando toda la vida”. Pero se entiende la pregunta, porque es un ingrediente que puede llegarla a dar un toque de sexapil a este tipo de crónicas aburridas.
Aquí lo tenemos a Antonio Monteagudo, uno de los más veteranos periodistas ganaderos de la Argentina y quizás el que más sepa de sanidad animal, posando delante de un equipo que se licitó a 65 millones de pesos.
Si acá incluyera el párrafo del informe oficial, lo más probables es que usted deje de leer esta crónica ahora mismo: “Recientemente se incorporó al Laboratorio Animal y Vegetal equipamiento de última tecnología que incluye Procesador-homogeneizador de Tejidos y Micrótomo, para el diagnóstico de Encefalopatía Espongiforme Bovina (EEB), dos equipos de cromatografía líquida acoplado a detector de espectrometría de masas en tándem (LC-MS/MS) para análisis de residuos de sustancias prohibidas y multiresiduos de medicamentos y pesticidas, detección de biotoxinas marinas en moluscos bivalvos vivos y un Sistema de Cromatografía Líquida de Ultra-Alta Performance con detector espectrométrico de Masas triple cuadrupolo que implicó una inversión de 350 millones de pesos”.
Si sobrevivió a ese párrafo, entenderá que en el Senasa están bastante orgullosos de su laboratorio central, y que lo vienen equipando en la medida de lo posible para no perder la carrera tecnológica, que también en estos extraños rubros debe ser muy rápida.
Ese orgullo se nota en los testimonios de todos los técnicos que nos reciben para contarnos lo que hacen en cada uno de los pasillos repetitivos por los que transita nuestro grupo. A veces es solo uno y a veces son varios. De entrada derriban los prejuicios, ya que antes de ingresar uno se imaginó a viejos científicos locos, con los pelos desordenados, parecidos a Albert Eistein.
Pero nada que ver: la mayoría de los hombres han quedado pelados bastante rápido, seguramente debido a los flacos salarios estatales. Y hasta hay mujeres bellas que llevan estampados gran cantidad de místicos tatuajes. Claramente deberemos dejar de lado algunos estereotipos sobre nuestros científicos.
Todos ellos, repetimos, lucen orgullosos de hacer lo que hacen. Hasta los que se especializan en detectar la Marea Roja y otras toxinas marinas (meten miedo cuando las mencionan, porque las hay lopifílicas, amnésicas y paralizantes) que si aparecen podrían arruinar los millonarios negocios de exportación pesquera que tiene el país.
En el área de inocuidad de los alimentos, también se están controlando de modo constante otros productos sensibles del comercio exterior, como las carne vacuna que se envía a Estados Unidos, o la miel, o los lácteos. En cada caso hay una búsqueda particular. En los alimentos frescos lo más frecuente es descartar la Salmonella o la E.Coli, dos peligrosas bacterias. También se buscan trazas de gluten en los alimentos certificados para celíacos. En otros productos se han comenzado a medir incluso algunos componentes alergénicos, tratando de responden a nuevas exigencias de los mercados.
La buena noticia que nos transmiten las autoridades de Senasa es que el BID sigue teniendo piedad de la Argentina, y ya ha pre-aprobado un nuevo préstamo de 9 millones de dólares que permitirá adquirir más equipamiento y completar la obra iniciada en 2012 para poder instalar también en Martínez algunos sectores del área de Sanidad Vegetal que todavía permanecen en otra sede céntrica del organismo, sobre la avenida Huergo. En materia fitosanitaria, los análisis están más orientados a detectar ácaros u otros insectos o a buscar enfermedades de las plantas, que podrían derivar en sanciones comerciales.
La plata del BID, que llegaría con suerte en 2023, permitirá también comenzar a equipar este centro de vanguardia con paneles solares y otras fuentes alternativas de energía.
Como toda la deuda externa, ese crédito también lo pagaremos entre todos los argentinos, pero esta vez presiento que vale la pena ese esfuerzo porque de la gran cantidad de análisis que se desarrollan aquí apuntan a certificar la sanidad de exportaciones que luego aportan unos 50.000 millones de dólares anuales en exportaciones, entre productos vegetales y animales.
Una y otra vez se repite la pregunta del periodismo sobre si los análisis que se realizan sobre los productos exportables, en función de la necesidad de cada mercado, se realizan también para los alimentos que se quedan aquí y consumimos los argentinos. Los técnicos del Senasa juran y perjuran que es así, que no hay un doble estándar. Crédulos como somos, a la hora de terminar la visita al laboratorio, cuando sirven los sanguchitos de miga y algunos fiambres, los periodistas comemos sin hacernos ningún problema.
“Tenemos un excelente laboratorio, con una gran infraestructura”, resumió un par de veces la directora Nicola, que también luce orgullosa. Tras la visita, eso que dice parece ser totalmente cierto. Pero también habría que acotarle que las nuevas instalaciones de Martínez lucen monocordes y aburridas para quienes no somos especialistas en química, biotecnología o análisis bacterial de los hongos exóticos.
De hecho, en pleno mundial de fútbol, no se vieron banderas argentinas en los pasillos y en las oficinas de este inmenso laboratorio. ¿Qué les pasa en el Senasa? Solo algunos detalles matizan un escenario que se repite: una colorida pecera cortaba el eterno blanco de un pasillo; había alguna inscripción subida de tono en los vestuarios de los empleados del laboratorio (decía “puto”) y la apareció una inmejorable colección de muñequitos de los Simpsons que seguramente armó un fanático.
Esa colección merece un párrafo aparte. ¿Serán confiables los resultados de los análisis que se hacen en ese sector?
La monotonía del laboratorio modelo también la rompe el cotillón de los sindicatos que agrupan a los trabajadores estatales de este lugar: ATE y UPCN. Un cartelito me trajo a la memoria a un sindicalista que unos veinte años atrás enviaba escritos (por fax) a nuestras redacciones denunciando la precariedad de las condiciones de trabajo en Martínez, además del ocultamiento de la aftosa cuando todos los demás la callaban. El histórico delegado se llamaba Alejandro Cabrera Britos y tristemente me entero que ya no está entre nosotros. Pero me sonrío al percibir que algunos de sus compañeros lo recuerden con respeto y cariño.
Rodolfo Acerbi, el vicepresidente de Senasa, trata de aportar algunas conclusiones tras la visita de los periodistas a este centro. Por supuesto elogia el nivel de las instalaciones y remarca el papel clave que juega aquí el Estado nacional en la defensa de los intereses de todos los argentinos, incluido los intereses del más antikirchnerista y antiestatista de los productores que no podría exportar la genética de sus mejores toros si alguien aquí no hiciera los análisis correspondientes.
Es bueno reparar en esto y hacer justicia: El Senasa cumple un papel fundamental, un objetivo al que los países serios no pueden renunciar como es certificar la calidad y sanidad de los alimentos que se consumen y se exportan. Es algo que no puede hacer nadie en el sector privado. Seguro que no en esta escala. En esta, “estoy con Senasa”.
Pero Acerbi y la directora Nicola también plantean un escenario cargado de desafíos. Por ejemplo, reconocen las dificultades actuales para conseguir los insumos necesarios para hacer los test y también para que funcionen todos los equipos instalados aquí, que suelen ser de origen importado. Tampoco ocultan la escasez de personal, o mejor dicho de gente capacitada que seguramente ha sido formada en la universidad pública, pero que no siempre está bien paga y valorada por la sociedad.
El vicepresidente de Senasa dice que el organismo debería funcionar con un mínimo de 7.000 personas según un diagnóstico hecho en tiempos del gobierno de Mauricio Macri, al que le gustaba aplicar recortes masivos. Pero tiene apenas 5.800 empleados, la mayoría mal repartidos (hay mucho administrativo en Buenos Aires y pocos profesionales en el territorio y en laboratorios como éste) y además el año que viene se jubilan unos 700.
“Vamos por tomar 1.500 personas para Senasa en 2023”, proclama Acerbi, pero nadie tiene certeza de que ello vaya a suceder. Lo dice para darse valor y marcar la cancha a los políticos. En rigor, ese plan debe ser discutido con las instancias superiores que usualmente están preocupados más en la salud de las cuentas públicas (y de sus aventuras electorales) más por la salud de las salchichas. A estos mismos funcionarios el Senasa le está pidiendo con suma urgencia unos 8.000 millones de pesos de presupuesto extra para poder cerrar el año afrontando todas sus obligaciones.
Es falso que el mantenimiento de instalaciones costosas, como las de este laboratorio modelo de Martínez que conocimos después de casi treinta años de oficio periodístico, sea parte del agujero negro donde va a caer el dinero que todos aportamos al Estado. El Senasa cobra aranceles a los actores del sector privado que requieren de sus análisis y servicios. Y al final del día, la cuenta la dería superavitaria. “Recaudamos más de lo que gastamos. Tendríamos plata suficiente para contratar esas 1500 personas que necesitamos”, define el funcionario.
Silvio Baiocco, otro de los grandes periodistas agropecuarios que tiene la Argentina, especializado en ganadería y crítico tenaz de muchas de las políticas que se toman para ese sector, escuchaba con atención la explicación de un profesional de Senasa (el único díscolo que no se puso delantal blanco) que tiene a su cargo los análisis de las vacunas y otros medicamentos que se aplican a nuestros rodeos productivos. No me cabe duda que Silvio piensa parecido a lo que aquí yo escribo: que el Estado aburrido debe ser preservado de cualquier debate político, de cualquier grieta. Hay que cuidarlo porque tiene un rol clave y de utilidad para todos.
Pasa algo parecido con el INTA, que tiene un fondo presupuestario propio que no puede utilizar porque se lo lleva la Tesorería, mientras su estructura de científicos y técnicos llegó días atrás el extremo de protestar contando algunas rutas en reclamo de mejores salarios, porque así como están no pueden seguir y lo mejor es buscar nuevos rumbos en el sector privado. Es triste que el Estado aburrido no se preserve.
La discusión sobre cómo gasta el Estado sus recursos es latosa y tan aburrida como una visita al laboratorio central del Senasa. Pero hay que calzarse el delantal blanco, atravesar las puertas de seguridad, y debatir seriamente cómo hacemos para defender la parte “aburrida” de un Estado que debe cumplir con funciones estratégicas e indelegables.
Fuiste a un laboratorio…. no tiene que ser divertido tiene que ser útil. Si queres diversión anda a un circo que seguro ahí la pasas bien payaso!
#Orgull@SerSenasa. Lamento que te moleste tanto. Ya que no aportaste nada interesante, les cuento que el Senasa realiza todos los análisis para los campos exportadores de manera gratuita, el Laboratorio de Referencia, recibe las auditorias internacionales de la Unión Europea, EEUU, China, Rusia y todo país que desee comercializar nuestros productos. Quien trabaja sin equipamiento? O acaso este periodista trabaja con remington en lugar de una computadora que esté al alcance de sus necesidades?
No los educan en senasa para entender no?
Flaco me parece que fuiste a ver los baños y no te fijas el equipamiento que tiene el laboratorio, lamentable tu comentarios..