La Mesa de las Carnes es apenas un resabio de aquella que nació en 2015 para pedir nuevas políticas de estímulo a la producción de ganados y carnes. Coordinada por un ex presidente de CRA, Dardo Chiesa, que ni siquiera tiene el aval de su entidad, ya no adhieren a ella ni las gremiales de la Mesa de Enlace ni la poderosa industria frigorífica exportadora, aunque sí permanecen otros sectores importantes de la faena, los matarifes y los feedloteros. Como sea, sin dudas ese espacio merece un debate profundo sobre su representatividad, o finalmente su propia existencia.
Curiosamente fue en ese espacio difuso que surgió otra discusión que tiene pendiente hace rato la cadena de la carne: revisar luego de más de dos décadas el papel que juega el Instituto de Promoción de la Carne Vacuna (IPCVA), un ente mixto que nació por ley en 2002 y que se sostiene con recursos generados por la propia actividad. En 2023, último balance aprobado y publicado, recaudó por aportes obligatorios con la faena de cada bovino unos 6.467 millones de pesos (4.487 millones de pesos de la producción y 1.979 millones de la industria), acumulando un patrimonio neto de 5.182 millones al término del ejercicio.
Quienes dispararon el debate pendiente en el seno de lo que queda de la Mesa de las Carnes fueron los matarifes, un sector clave en el abastecimiento de hacienda a las plantas frigoríficas consumeras. No sin derecho, pues el consumo interno representa todavía el 70% de la demanda total de carne vacuna, el vicepresidente de la entidad, Sergio Pedace, planteó ante sus pares de otras entidades debatir si todavía era necesario aportar financiamiento al IPCVA. Frente a esa propuesta, se votó y esta voz disonante perdió por abrumadora mayoría.
Pero la Cámara Argentina de Matarifes y Abastecedores (Camya) insistió mediante un comunicado que tituló provocativamente “La Casta de la Carne: Un Costo que Siempre Paga el Consumidor y desconoce el
productor”. Provocativamente porque el término casta está siendo utilizado por el presidente Javier Milei y sus huestes sedientas de ajuste fiscal para denominar a la clase parasitaria que vive del Estado. Aunque no sería el caso, porque el Instituto es financiado y dirigido por el sector privado, cae de maduro el riesgo de despertar las apetencias de la política sobre esos millonarios recursos.
“Queremos abrir el debate sobre la conveniencia de sostener el IPCVA bajo su actual esquema de financiamiento obligatorio. Creemos que es momento de replantear su rol y definir si realmente aporta valor al sector o si, en cambio, es necesario reformularlo para que su financiación sea privada y voluntaria”, señaló el comunicado de los matarifes, quienes evidentemente están cansados de que el principal foco de la actividad de promoción del Instituto esté puesto en promover las exportaciones (a favor de un grupo de no más de treinta plantas frigoríficas) mientras en la Argentina el consumo de carne se desploma a los peores niveles de la historia, por debajo de los 50 kilos anuales por habitante.
Según esta posición, “actualmente la promoción internacional de la carne argentina, que representa uno de los principales destinos de los fondos del IPCVA, enfrenta un problema estructural: la exportación se realiza con una moneda diferencial que, lejos de potenciar el negocio, lo limita. Mientras tanto, el consumo interno -que representa una parte fundamental del mercado cárnico- ha quedado completamente relegado de los esfuerzos de promoción”, lamentó la Camya, dando cuenta de que es inútil promover ventas al exterior que luego no se pueden concretar por el efecto del atraso cambiario.
La postura de los matarifes es obvia: “¿Por qué no repensar la asignación de esos recursos? En lugar de financiar obligatoriamente una promoción exterior con dudosos resultados, podríamos apostar a fortalecer la ganadería en su conjunto, generando un verdadero efecto derrame sobre toda la actividad”.
Lo más probable es que esta discusión necesaria no prospere al interior de la cadena, como debería ser. Con tantos recursos en juego, el IOPCVA ha logrado blindarse durante largos años a este tipo de debates. Por otro lado -más allá de la división de la actual Mesa de las Carnes- su dirección está en manos de las entidades de cuatro integrantes de la Mesa de Enlace y tres de la industria frigorífica, que alternan en los puestos de mando. Difícilmente sea el propio sector el que revise la historia y las estrategias que hasta aquí se han aplicado.
Pero el planteo de los matarifes pone en riesgo todo, ya que es posible que desate otras fieras y las convoque a la discusión, un escenario que incluso era muy temido en tiempos en que Guillermo Moreno era el secretario de Comercio y manejaba a su antojo el negocio de la carne: la Secretaría de Agricultura conserva un rol como veedor y tiene poder de veto, y además el gobierno de Milei podría aprovechar el clima interno en el IPCVA para tratar de sacar provecho.
Los matarifes, quienes por su peso en la faena representan buena parte de los aportes, tienen derecho al pataleo. Argumentan que “como sucede con cualquier otro costo en la estructura del sector, el impacto final termina absorbiéndolo el último eslabón de la cadena, que no es otro que el consumidor. Al final del camino, es Doña Rosa quien termina pagando un precio más alto por el producto que lleva a su mesa”.
“El consumo interno, históricamente el pilar del mercado de la carne en Argentina, ha sido dejado de lado en las estrategias del IPCVA. Hace años que no recibe un impulso real por parte del Instituto, lo que pone en evidencia que su estructura actual no responde a las necesidades del sector. Si el consumo interno no es una prioridad en su agenda, y si la promoción externa no genera los beneficios esperados, ¿no sería más lógico permitir que quienes realmente ven un valor en este tipo de promoción sean los que elijan
financiarla de manera voluntaria?”, se preguntó la cámara de matarifes en su comunicado.
Lo más probable es que nadie le responda. La cadena de la carne está tan dividida y repleta de fricciones internas que finalmente luce débil. Y esa debilidad podría ser utilizada por otros actores que, sin tener nada que ver con la actividad, buscan dinamitar las pocas herramientas de política pública con que cuenta el sector. El IPCVA es una de esas herramientas, aunque posiblemente también esté siendo mal utilizada.