En Bichos de Campo, con autorización de los autores, venimos publicando partes del capítulo resumen del libro de reciente publicación llamado “El Agro y el Ambiente”, coordinado por Roberto Casas y Ernesto Viglizzo y editado nada menos que por la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria.
Dicho capítulo contiene recomendaciones para los “decisores” en materia de política pública, nada despreciables frente a los dilemas productivos y ambientales con que se enfrenta la Argentina.
En este caso, este tramo del capítulo se refiere a los bosques:
Más allá del valor ético, ecológico, ambiental, paisajístico y climático de los bosques, es necesario también valorizarlos en función de un aspecto utilitario; el agro-negocio argentino. El desarrollo de leyes y regulaciones es un paso preliminar para el manejo de los bosques nativos, y también para prevenir la implantación de barreras comerciales, o para impulsar la apertura hacia nuevos mercados a través de una gestión racional de las áreas boscosas.
En Argentina existe un profuso y complejo andamiaje de leyes, regulaciones, resoluciones, planes nacionales, programas y actividades respecto al uso y aprovechamiento de los bosques nativos, que es descripto en detalle por Gabriel Vázquez Amábile, Alejandro Radrizzani, Pablo Peri y Eugenia Magnasco en el Capítulo 8 de esta obra. La legislación respecto a la gestión del bosque nativo descansa en tres leyes: La Ley de Ordenamiento Territorial del Bosque Nativo (Ley 26.331 del 2007), la llamada Ley del Fuego (Ley 26.815 de 1996 pero promulgada en 2013), y su posterior modificación por la Ley 27.604 del 2020. Como parte del andamiaje, existen dos instrumentos de aplicación: El Programa Nacional de Protección del Bosque Nativo, y el Fondo Nacional para el Enriquecimiento y Conservación del Bosque Nativo.
Este Fondo es reforzado por una fuente de financiamiento externo que se conoce como Programa REDD (Red de Emisiones por Deforestación y Degradación Forestal), creado por Naciones Unidas, y que implica la asignación de fondos en beneficio del país, aunque no en beneficio de propietarios de tierras forestales. Existen asimismo una diversidad de Planes Nacionales en apoyo de esta estructura, por ejemplo, el Plan de Manejo Sostenible del Bosque Nativo, el Plan de Aprovechamiento del Cambio de Uso del Suelo, el Plan de Manejo del Bosque con Ganadería SilvoPastoril, el Plan Estratégico Forestal y Foresto-Industrial 2030, y la creación de una Mesa de Competitividad Foresto-Industrial del 2019. Existen asimismo dos actividades económicas sometidas a regulación que emergen de estos Planes Nacionales: una destinada al Aprovechamiento Forestal del Bosque Nativo para Productos Maderables y No Maderables, y otra destinada a la Producción Ganadera Silvo-Pastoril, asociada al Plan de Manejo del Bosque con Ganadería Silvo-Pastoril.
Respecto al fuego, una nueva normativa establece prohibiciones en relación al uso de tierras incendiadas por un plazo de 30 años en praderas, pastizales o matorrales, y de 60 años en bosques, áreas protegidas y humedales. Sin duda, esta propuesta ha sido generada por personas sin formación técnica, que desconocen el tema, y que asumen que todos los fuegos son intencionales y quienes lo sufren deben ser pasibles de sanciones de muy largo plazo. Con ello se castiga a productores que, aun habiendo padecido las pérdidas y daños de un incendio, se le impide disponer de su propiedad por muchos años.
Sin duda, esta enorme maraña de intervenciones estatales complica la gestión de los bosques nativos y la propia actividad agropecuaria. Sin duda, debe ser perentoriamente simplificada con intervención del sector privado, minimizando y desburocratizando intervenciones innecesarias.
Pero más allá de las legislaciones y regulaciones domésticas, desde la perspectiva del agro-negocio también existe una amenaza externa. Dentro del programa European Green Deal (Pacto Verde Europeo), que abarca amplios aspectos de política ambiental, la UE procura alcanzar emisiones netas cero (carbono neutralidad) para el 2050. Como parte de los varios capítulos abordados, elabora una ley destinada a evitar la venta de productos producidos en tierras deforestadas, como madera, aceite de palma, soja, carne bovina, caucho, café y chocolate.
Se la identifica dentro de un proyecto denominado Diligencia Debida. La comisión europea que elabora el documento, reconoce su responsabilidad parcial en el problema global de la deforestación al importar productos de áreas recientemente deforestadas. Según la ley, las empresas deberán demostrar que no produjeron bienes de origen agropecuario en tierras deforestadas desde el 31 de diciembre de 2020. Reemplaza a otra ley destinada a evitar la venta de productos madereros extraídos ilegalmente. El proyecto ha sido bien recibido dentro de la UE y algunas naciones con las cuales se relaciona bajo el argumento de que esa política ayudará a reducir la contribución del bloque a la deforestación en todo el mundo. Pero ha sido criticado en otros países exportadores de bienes agropecuarios por los efectos que puede tener en los países no pertenecientes a la UE y en los pequeños agricultores.
Como país, hay un hecho que Argentina no puede ignorar: la cubierta arbórea extrae de manera natural, y acumula en su biomasa y suelo, parte del dióxido de carbono que se concentra en la atmósfera y que captura a través de la fotosíntesis. Desde la revolución industrial, los bosques han sido eficaces reguladores de la temperatura global. Sin los bosques y otros biomas, no podrían mantenerse las temperaturas globales por debajo del umbral de 1,5 °C, que es el umbral acordado en el Acuerdo de París del 2015 (COP21). Las evidencias científicas demuestran que los bosques tropicales tienen un efecto general de enfriamiento global, no solo por la extracción de carbono atmosférico, sino también por las elevadas tasas de evapotranspiración que favorecen la cobertura de nubes.
Cuando se toman en cuenta todos estos efectos, la contribución estimada al enfriamiento global aumentaría en un 50%. Sin embargo, pese a que la ciencia ha demostrado que estas soluciones basadas en la naturaleza deben ser asociadas a proyectos para proteger, restaurar y administrar de manera sostenible las áreas boscosas, estos proyectos reciben solamente un tercio de la financiación que se requiere para cumplir en el año 2030 con los objetivos climáticos acordados en la COP21.
Las causas de la devastación forestal están bien tipificadas, y nuestro país no es una excepción a la regla: algunas industrias madereras y actividades agropecuarias han operado -y a un ritmo mucho menor, aún operan- bajo un régimen rudimentario de políticas que favorecen las ganancias financieras de corto plazo producto de la deforestación, sobre los perjuicios a largo plazo que afectan a la sociedad.
Las prácticas forestales no sustentables contribuyen, además de su impacto sobre el clima local, a destruir los hábitats, a extinguir la flora y la fauna, y a degradar la provisión de servicios ecosistémicos esenciales (como la estabilización del clima local, la regulación del agua o la protección de los suelos). Algunos de los problemas climáticos que sufre el país parecen responder en parte a causas transfronterizas. Por ejemplo, la deforestación en el Cerrado y la Amazonia brasileña provoca cambios en la circulación atmosférica de humedad y en los patrones de precipitación en el Noreste y centro de Argentina, causando o agravando sequías que pueden afectar la productividad agrícola nacional. Esto requiere acordar con los países vecinos una política común en materia de gestión de los bosques, principalmente los tropicales.
Una política forestal sensata para el país consiste en incursionar sobre incentivos y desincentivos que permitan proteger los bosques nativos. Mientras no se implementen políticas domésticas tendientes a reducir los incentivos que impulsan a los propietarios de tierras a talar árboles, la deforestación será una consecuencia inevitable. Como la tala de árboles todavía es rentable, para mantener la funcionalidad de los bosques se debe otorgar más valor a los beneficios ecosistémicos que brindan las tierras forestales que a los beneficios que genera su destrucción. Es un hecho positivo señalar que a escala global se multiplican las empresas que establecen objetivos climáticos basados en el conocimiento científico, y ello involucra inversiones en el sector agrícola y en otros sectores que en el 2021 superaron los 38 billones de dólares en la economía mundial.
Por otra parte, se verifica en los países desarrollados del Hemisferio Norte una creciente demanda de los consumidores para generar reducciones genuinas y verificables en las emisiones de gases de efecto invernadero. La acción climática basada en el mejor conocimiento científico disponible es el complemento valioso que apoya las decisiones responsables de las corporaciones comerciales. Se deben incentivar fuertemente en el país aquellas estrategias que, basadas en la ciencia, den transparencia social a la gestión ambiental de las empresas.
Esto requiere, en paralelo, una decidida acción gubernamental de inversiones en investigación científica y desarrollo tecnológico, y simplificar la maraña de leyes y regulaciones. Premiar la buena conducta debería ser la base de una política nacional que se ocupe de preservar la funcionalidad de los bosques nativos.
Estos incentivos deberían incluir, entre otros mecanismos tales como las desgravaciones impositivas, la promoción de inversiones en el mercado de carbono y las certificaciones ambientales que favorezcan el acceso a mercados exigentes en materia ambiental. Desde la esfera gubernamental se puede promover la venta de créditos de carbono para incentivar a los propietarios a convertir sus tierras boscosas en eficaces sumideros de carbono. Una visión de mercado respecto al secuestro de carbono debe ir acompañada de una política de incentivo decidido a la implantación de bosques comerciales con variedades de rápido crecimiento.
Por otra parte, una política moderna que favorezca la preservación forestal debe privilegiar estrategias de carbono neutralidad dentro de un estándar de Carbono Neto Cero. El pilar central de esta estrategia debería apoyarse en el concepto de jerarquía de mitigación. La jerarquía de mitigación implica no solamente la reducción de emisiones a lo largo de las cadenas de valor y las operaciones comerciales, sino también incluir acciones que ayuden a mitigar emisiones externas a la empresa.
Todas las empresas con vocación para asumir un liderazgo climático, deberían ser estimuladas mediante incentivos para abordar acciones climáticas que vayan más allá de sus cadenas de valor. Esto implica incursionar e invertir, entre otras cosas, en la protección y restauración del patrimonio forestal nativo. Esas acciones deberían ser ampliamente publicitadas como política gubernamental.
Respecto a los desincentivos, estos deben estar basados en el cumplimiento de un sistema simple de leyes y regulaciones. Es necesario establecer, mediante reglas claras de juego, un sistema transparente de penalizaciones basadas en impuestos y multas a quienes infrinjan las leyes vigentes.